Capítulo Cuatro
Linda Torres se decidió salir del lugar, llevando a su hermano a un lado. Al pasar por mi lado, Linda me miró con modestia, nuestros ojos se encontraron e inmediatamente ella bajó la vista. Su hermanote Eduardo, pasó como si yo no existiera. Los observé al salir y pude saborear el cuerpo esbelto de Linda.
Era algo que no comprendía, aquella hermosa y sensual mujer, me hacía sentir arder en deseo. Supe que habría de ser mía antes de que yo me fuera de la playa y también estaba convencido que yo sería su primer hombre.
Me senté en el taburete del otro lado de la pelirroja. José, hizo las presentaciones y terminó diciendo:
—Y Graciela, te advierto que mi amigo, aquí presente es un depravado.
Sus ojos se iluminaron de repente con interés.
—¿Un depravado? ¿De verdad? —dijo dirigiéndome una mirada retadora, y echando sus hombros atrás para que sus puntiagudos senos, resaltara en su blusa verde y añadió— ¿Me puedes decir cuál es tu depravación?
—No me limito a una sola clase —le dije en tono confidencial.
Ella cerró sus ojos y se río, retorciéndose ansiosa en su asiento.
—Oh, en encanta tu tipo de acción —dijo bien despacio, abriendo sus ojos y enlazando uno de mis brazos, con el mío— Me parece que tú eres uno de los míos.
Yo dejé caer una mano entre sus piernas y le apreté su cosita. Ella se estremeció y arqueo su cuerpo, lanzándome otra mirada de medio lado y exclamando:
—Oh, sí, de los míos. No cabe duda.
—Veo que ustedes dos hablan la misma lengua —dijo José.
—Así parece —respondió Graciela— dile a Roberto acerca de la fiesta.
—¿Una fiesta? Acabas de pronunciar la palabra mágica —exclamé yo.
—Roberto, mi amigo —dijo José— voy a dar una fiesta en tu nombre. Toda la peor gente estará ahí, incluyendo a nuestra casera, Rebeca, que probablemente se emborrachará y te violará. Sí señor la daremos esta misma noche.
—Ni hablar —dije levantando mi vaso de bebida— brindemos por más y mejores orgías.
Graciela se me pegó posesiva.
—Recuerda que tú serás mi compañero en esa fiesta, bello depravado —dijo segura de sí misma, seguramente apoyada por su enorme belleza.
—De acuerdo —respondí, mientras me apeaba del taburete— Debo abandonarlos bellas personas, tengo que ir de compras, y además, quiero echar una pequeña siestecita antes de la fiesta para cargar las baterías y aguantar todo lo que venga.
—Sí, descansa, cosa linda. No quiero que te me rajes cuando el juego se ponga caliente.
Me volví a José y le pregunté:
—¿Dónde será, en tu depa o en el mío?.
—En el mío, —respondió— ¿Quién rayos puede subir las escaleras hasta tu departamento medio borracho? La fiesta empieza a las ocho.
—Estaré ahí con campanitas colgando.
Graciela me echó una mirada intencional sobre el hombro y me dijo sensualmente:
—¿Colgando, donde?
—No te preocupes —le dije, recorriendo el cuerpo bien despacio— No vas a necesitar oír mis campanitas cuando me estés viendo.
Graciela río y yo salí teniendo necesidad de llevar los ojos semi cerrados, debido a la claridad cegadora del día.
El patio estaba inundado con el ruido que salía del departamento de José Rosas. Se oían las risas, el chocar de vasos y la música casi ensordecedora. Por la forma en que se comportaban los invitados, no faltaría mucho para que empezara a degenerar en una orgía, la cual, seguramente todos esperaban con verdadera ansiedad.
—Vamos Roberto, anímate —me gritó José mientras llenaba de bebida mi vaso. Él llevaba una hermosa rubia agarrada por la cintura.
—Sí, anímate, muchachote —dijo la rubia llamada Karina, dejando escapar un eructo y luego con el ceño fruncido agrego— Esta fiesta es muy aburrida, José, parece una casa de muertos —al decirlo lanzo una risotada de borracha y casi me cae sentada en las piernas. Yo pude contemplar sus hermosos senos que se le veían a través del vestido. No llevaba sostén puesto.
Me levanté de mi silla de prisa, antes de que José y Karina, me mojaran con sus bebidas. En ese momento Karina, se separó de José y se inclinó hacia mi:
—Qué ¿Te gustan, Roberto? —gritó— Hey, picaron, te vi como observabas mis tetas. Si puedo escaparme de todos estos aburridos, seré tuya, con mis teticas y todo.
—¡Pedazo de puta! —le dijo José, arrancándola de mi lado— Tu no te regalas a nadie, serás mía primero y después… bueno… ya veremos después…
Karina, lo seguía tambaleándose. Entonces me volví a sentar en mi silla y empecé a contemplar las otras parejas. Muchos se besaban y tocaban al bailar bien pegaditos.
José había tan sólo invitado unas cinco parejas y, por supuesto, a Rebeca, la dueña. Al parecer se había corrido la voz de la fiesta pues ahora había como otras diez parejas en el patio y todos dispuestos a disfrutar en grande.
De pronto, unas manos suaves se posaron sobre mis ojos. Permanecí quieto, imaginando quién podría ser:
—¿Adivina quién soy, Roberto? —dijo Graciela.
—Salma Hayek —respondí rápidamente.
—¿Ah sí? Viviendo de ilusiones —dijo ella bajando las manos, y dando una vuelta alrededor de la silla, se sentó en mis piernas.
Luego me empezó a besar en el cuello, mientras deslizaba una mano por debajo de mi cinto. La piel se me puso como carne de gallina con aquellas sensaciones deliciosas.
—Vamos para tu departamento, amorcito. Dejemos a estos borrachos que se diviertan con las botellas y la música que los ataruga… —musito ella sonriente.
—Me alegro que lo menciones. Ahora mismo estaba pensando en tu hermoso traserito, y como poner mis manos en él.
Ella se río apreciativamente, haciendo contacto con mi miembro que ya estaba duro como una roca en espera de entrar en acción.
—¡Uy! ¡Qué cosa más rica tenemos escondida aquí! Me muero por tenerla.
—¡Vámonos! —le dije
La guíe de la mano al subir las escaleras y pronto estábamos en mi departamento. Al llegar ahí ella no perdió el tiempo, en un santiamén se quitó sus ropas, que formaron un montoncito al lado de la cama. Luego, totalmente desnuda, comenzó a remover las caderas provocadoramente.
—¿Te gusta lo que ves? —preguntó ella orgullosa, mientras yo recorría bien despacio con mi mirada, sus senos, su vientre, y mientras mis ojos se fijaban en el felpudito de pelo rojo entre sus piernas.
—Sí que luce adorable, nenita —respondí— acércate para acariciarte.
Estaba terminando de sacarme uno de los zapatos y fuera de balance, cuando ella se me acerco de pronto, y dándome un empujón me echo sobre la alfombra.
Tuve tiempo de deshacerme del zapato que fue volando hasta la cocina, y la agarré mientras se me echaba encima.
Su boca se pegó a la mía, hambrienta, y nos besamos con fuerza mientras nuestras lenguas se exploraban mutuamente, y nuestras manos recorrían el cuerpo uno del otro con una ansiedad que parecía que estábamos viviendo el fin del mundo.
Ella se agarró entonces, el miembro con una de sus manos, y empezó a subirle y bajarle la piel con movimientos rápidos. Medio doblado por el placer, deslice mi mano a su muslo blanco y suavemente le toque su puchita con un dedo.
Sentí como lanzaba un gemido de deleite y se pegaba contra mi mano; entonces le encajé el dedo hasta lo último.
Sus hermosos pezoncitos erguidos me pinchaban al pecho, y sentía su respiración excitada en mi cuello, mientras mi dedo se agitaba dentro de la humedad de su sexo.
De pronto ella paró lo que estaba haciendo, y volviéndose en redondo, cogió con sus manos ansiosas mi miembro y se lo metió en la boca. Fue tan repentina aquella acción que todo lo que pude hacer fue quedarme quieto apoyado en mis codos, y gozando aquella sensación gloriosa que me venía de mi miembro.
Al poco rato, ella levantó su cabeza y me dijo con voz herida:
—Me gustaría que me prestaras un poco de atención también, amorcito.
Lo que ella me pedía nunca había sido mi plato favorito, aunque me dije que no estaría mal si practicaba con ella un poco el famoso 69. Así que, con estas intenciones en mi mente, comencé a besarle suavemente la parte inferior la parte inferior de sus muslos con piel sedosa y después, como por sorpresa, moví mi cabeza contra su sexo y con fuerza le enterré mi lengua en su rajadita.
Graciela lanzó un gemido de placer y arqueó su cuerpo para pegarse aún más contra mi boca. Yo comencé a trabajar, para mi desgracia, pues a medida que aumentaba el placer que yo le daba, ella disminuía su deliciosa acción en mi miembro.
Y por fin paro y comenzó sencillamente a disfrutar lo que yo le hacía entre gritos y gemidos. Y así continuó por un rato, gimiendo como una histérica hasta que de pronto, su cuerpo se puso tenso, dio tres o cuatro tirones bruscos y finalmente apretó mi cabeza con fuerza entre sus muslos y, lanzo un gran grito, quedó quieta. Se había venido poderosamente.
Pasados unos momentos me arrodillé ante ella deseoso de meterle el miembro, el cual me dolía de lo tenso. Un sólo pensamiento ocupaba mi mente: poder deslizarlo en su tibia cueva y encontrar al depositar mi carga, un alivio placentero que me hiciera gozar hasta enloquecer, con ese cuerpo hermoso que despedía lumbre.
—No, ahora no, Roberto —me dijo— Ya tuve suficiente.
Aquella actitud suya me tomó por sorpresa. En primer lugar, fue ella la que momentos antes me había dicho que la había abandona, y yo le había complacido y además bien recordaba cuando por primera vez la conocí, que era ella quién hablaba de que no le gustaban las personas que se rajaban cuando la cosa se ponía buena. Por un segundo me cruzó la idea de metérsela, aunque quisiera o no.
—No —me dije— cálmate. Esta perra egoísta no se lo merece.
Ya yo estaba vestido por completo, cuando vi que Graciela, abría los ojos y me miraba.
—Has sido una gran desilusión para mí, muñeca —le dije con ira contenida— te has comportado como una maldita perra egoísta.
—Lo siento, Roberto, me excite tanto que me olvide de ti. ¿Deseas que te…?
—No, gracias, fue mi error. Debí asegurarme de que clase de mujer eras antes de traerte a mi departamento. Sólo sé que las de tu clase no se hicieron para mí.
—No tienes por qué ser tan cruel, Roberto. No pude evitarlo.
—Está bien... Está bien... Olvidemos este maldito incidente. Limítate a cerrar la puerta cuando te vayas —le dije mientras abandonaba el departamento muy enojado.
Encontré que el patio estaba desierto, al oír voces en la obscuridad me di cuenta de que la fiesta había continuado en la orilla del mar. Me encaminé hacia allá.
La hora de la orgía había llegado.
Había personas desnudas por dondequiera, cogiendo, mamándose, corriendo, cayendo, luchando y removiéndose en la arena, un desmadre.
Algunas parejas se hacían el amor detrás de los montículos de arena, otras se volvían en la orilla mientras la resaca llenaba sus cuerpos de espuma.
Los quejidos y gemidos me llegaban a los oídos.
Me sentía frustrado y mi miembro, todavía erecto, gritaba por una mujer.
De pronto, mi pie tropezó contra algo y caí en la arena. Buscando a tientas, mis manos encontraron el cuerpo suave y tibio de una mujer. Era la dueña Rebeca, borracha por completo y ni cuenta se daba de nada.
Me quité los pantalones y le quite el traje de baño a Rebeca, y cuando yacía desnuda en su totalidad, tendida en la arena, me lleve la sorpresa de mi vida.
La muy condenada tenía un cuerpo magnifico y apetitoso. Especialmente sus enormes senos con aquellos magníficos pezones erectos y recibiendo la brisa del mar. No pude aguantarme más, me doblé y me metí uno de ellos en la boca.
Al sentir el contacto de mi boca en sus deliciosos y firmes senos, Rebeca dejó escapar un grito de placer, se estremeció por completo, arqueó su cintura y me echó los brazos sobre la espalda, apretándome contra sí.