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Capítulo Cinco

Mi cabeza quedo enterrada entre aquellas deliciosas montañas de carne firme.

—Ya yo estoy lista, amor —murmuró ella— Métemela, ¡Métemela ya por favor!.

Bueno pues, se la metí con fuerza.

Borracha y todo como estaba, una sonrisa de supremo deleite floreció en sus labios cuando mi lanza se abría camino entre sus más íntimos rincones.

Y podía ver como cada vez que yo empujaba, ella aguardaba la respiración.

—Así, así... ¡Oh mi amor!... Métemela con fuerza —gemía Rebeca— ¡Párteme en dos! ¡Uy! ¡Qué rico siento!... aaahhh... hummm

Yo continúe furioso en mi tarea y pronto sentí nacer en el fondo de mi vientre aquella gloriosa sensación. Me puse rígido, mi cuerpo se arqueó con un bufido le encajé hasta lo último mi miembro dentro de su sexo, quedándome quieto por un momento, sentí como le dejaba caer dentro un inmenso chorro de líquido caliente.

—¡Ah! —grite con alivio.

Quizá lo que hizo tan placentero mi orgasmo fue que Rebeca, continuaba moviéndose mientras yo me movía y venía, lo que facilito mi tarea.

Probablemente y debido a la bebida, Rebeca, todavía demoró un poquito en venirse, de pronto también noté como su cuerpo se ponía tenso y como me agarraba la cabeza contra sí. Lanzó un suspiro y quedó quieta.

Al ver que estaba satisfecha, por fin descansé y le saqué el miembro de dentro.

Fue entonces que noté que una brisa fría me acariciaba.

Temblando de frío me puse de pie y me metí dentro de mis pantalones.

Rebeca todavía yacía, allí en la arena con una sonrisa de éxtasis en su cara.

—Mejor regresamos al departamento —le dije a Rebeca.

No me hizo caso.

Entonces recogió su traje de baño y se lo puso sobre el estómago. Luego levanté en mis brazos su cuerpo desnudo y tambaleándome por la arena, me dirigí a la casa.

Al llegar a su departamento, la deposité en su cama y le cubrí con una manta.

Cuando abandoné su departamento la dejé roncando y todavía con aquella sonrisa de plena y total satisfacción en sus labios.

Yo dudaba si ella realmente sabría quien se la había parchado, aunque seguramente no le importaría mucho saberlo.

De regreso a mi departamento deje escapar un gran bostezo,

—Rebeca no es una jovencita, —me dije— aunque sí, que es rica parchando. Suerte que estaba borracha, pues si no acaba conmigo.

Me estiré en la cama satisfecho y sentí que me estaba quedando dormido.

Entonces, no sé por qué, un pensamiento me cruzo por la mente.

Habría deseado que fuera aquella cosita preciosa italiana llamada Linda, la que hubiera gemido de placer bajo de mi en la arena.

Pensando lo delicioso que sería el metérsela en su rajadita virginal, me quede dormido.

Las siguientes semanas corrí en grande. Mi estancia en esa playa estaba resuelta precisamente todo lo que había soñado cuando trabajaba para el viejo Scotch.

A diferencia de la Ciudad de México, en la playa no había humo y olores de la ciudad. Al parecer el aire del mar lo barría todo.

A pesar de que no me privaba de ningún placer, me cuidaba bien, Satisfacía mis apetitos con limitación y aquello era una buena estrategia y podía sentir los resultados.

Nada de levantarme en la mañana con ganas de vomitar por haber tomado demasiado, nada de impotencia sexual debido a excesos amorosos y, como consecuencia de todo ello, no cogí catarros.

Yo había aprendido mi lección acerca de los beneficios de la moderación con los años.

Generalmente me levantaba a las diez y media dela mañana, me daba una ducha, me afeitaba y luego me dirigía al bar “Bajo la Luna” para un suculento desayuno.

Me pasaba el resto de la mañana ahí, conversando con Lalo o alguna de las empleadas. A eso del mediodía regresaba a mi apartamento, me ponía mi traje de baño y a tomar el sol en la playa. Mi piel ya bronceada me protegía contra cualquier tipo de rayos solares y a cualquier hora del día.

Naturalmente allá en la playa conocí numerosas pollitas y, en cierta forma, siempre nos las arreglábamos terminando en la cama de sus departamentos o en el mío.

Eran bien parecidas las muy condenadas y, al parecer, había una gran provisión de ellas. Y no puedo negarlo, que si pase unas tardes tremendas con aquellas chicas.

Lo más curioso de todo fue una de las tardes más inolvidables que pasé en mi departamento, no fue con una de aquellas chicas conquistadas en la playa, sino con la dichosa Rebeca, mi sensual propietaria.

Yo me imagino que ella tenía la sospecha de que había sido yo quien se la parcho en la playa aquella noche de la fiesta de José, yo no lo había confesado.

A decir verdad, más de una semana después de la fiesta, ni siquiera le hablé a Rebeca, aunque la vi cruzar el patio varias veces.

Una tarde después de mi casual desayuno y una larga charla en el bar “Bajo la Luna”, yo estaba cruzando el patio rumbo a mi departamento, cuando oí la voz de Rebeca que me llamaba:

—¡Hey! Buen mozo, ¿a qué se debe el apuro?

—Oh, hola, Rebeca, ¿Dónde has andado metida últimamente?

—Siempre aquí, Roberto, ¿quieres venir acá un momento?

Cuando estuve más cerca de ella, agrego en voz baja:

—Aquí hay alguien que te quiere saludar.

Cuando penetré en la semi oscuridad del departamento de Rebeca, estaba preparado para cualquier sorpresa, no para la que vi al entrar.

Echada confortablemente sobre un sofá, con un trago en la mano y un cigarrillo en la otra, estaba Graciela Lujan, desnuda, como Dios la trajo a este mundo, y con una sonrisa en los labios como diciendo “acércate”.

Quede perplejo y parado al lado de la puerta.

—Entra, entra —dijo Rebeca, cerrando la puerta tras de ella— no te voy a morder a no ser que tú lo desees… y dónde tú lo prefieras… ve a ella…

Graciela se río suavemente y dijo:

—Esta furioso conmigo desde la noche de la fiesta, no me dejaría mordisquear y mucho menos morder, creo que yo ya no le gusto nadita.

Rebeca río a carcajadas y yo me sentía un poco cortado. Todavía estaba airado con Graciela por lo de la fiesta, aunque contemplando de nuevo su cuerpo desnudo, tan provocadoramente expuesto, empecé a olvidar todo y sentí que mi miembro se me hinchaba en la entrepierna.

—No te quedes parado ahí como una estatua, Roberto —dijo Rebeca— ¿Quiere el señor una cerveza? Rubia no, aunque roja… está que arde…

—Oh, sí, gracias, Rebeca —dije tartamudeando.

Cuando Rebeca nos dejó solos, Graciela, hablo rápidamente y me dijo que sentía mucho lo que había pasado la noche de la fiesta, y que quería compensarme ahora por aquella mala noche, que deseaba que se me olvidara todo por completo.

Rebeca llego con las tres cervezas y yo me tomé la mitad de la mía de un solo tirón.

Entonces me sentí más calmado.

Para sorpresa mía, Rebeca se sentó al lado de Graciela, en el sofá y la comenzó a acariciar en las caderas suavemente, cuando vio que yo lo había visto.

Fue casi un gesto inconsciente y Rebeca se sonrió.

—Como te habrás dado cuenta, Roberto, Graciela y yo somos algo más que simplemente amigas —me dijo Rebeca.

—Sí, Roberto —atajo Graciela— pensé que tú te imaginaste eso la primera vez que nos vimos en el bar “Bajo la Luna” y hablaste de depravación contando de que tú eras así. Yo pensé que José, te había contado acerca de mí, y Rebeca, también.

—Conmigo no hay problema —dije— Además, es cierto, me lo había imaginado.

Yo ya había conocido algunas lesbianas, incluso antes de estar en la escuela medio superior. Y yo las soportaba, mejor dicho, me excitaban, a diferencia de los afeminados, que no los podía soportar. Y lo que Graciela, me quería decir era que ella y Rebeca, eran del tipo que les gustan ambos, hombres y mujeres, o sea, bisexuales.

Yo me sonreí recordando a Rebeca, revolcándose, loca de deseo cuando yo me la parchaba en la playa, ah, como gozó con la verga y que rico se movía.

Y no había duda alguna de que a ella le gustaba su pedazo de carne masculina también.

Terminé mi cerveza y entonces les dije:

—Bueno… ¿por qué ustedes me confiesan todo esto?

—Porque tú nos gustas mucho —dijo Rebeca.

—Y te queremos que seas algo más que un amigo con nosotras. —concluyo Graciela.

Ambas se levantaron y Rebeca se dirigió a la puerta de salida y dijo:

—Voy a buscar más cerveza. Y ustedes no jueguen muy violentamente cuando yo me vaya… ya que también quiero mi parte…

—Oh, será dulce, muy dulcemente —dijo Graciela viendo hacia atrás, donde yo estaba sentado, colocándose sobre mis piernas, con las piernas atravesadas y dándome un beso en la boca.

El bulto de mi pantalón le rozaba exactamente en su abierta rajadita en la posición en que ella estaba.

Graciela, sintiendo aquella cosa dura rozándola, se despegó de mí y como una niña curiosa empezó a abrirme la bragueta poco a poco.

Luego con aire de triunfo liberó aquella carne hinchada, que quedó apuntando al techo con su cabezota roja hambrienta de deseo.

Graciela la agarró con la mano derecha y se la metió en la boca, y como una golosa, comenzó a chupar.

Pasado un rato de aquella deliciosa ternura, tuve la fuerza de pararla y le dije:

—Basta, muñeca, vamos para la cama, tengo unos deseos inmensos de metértela hasta las anginas y que sientas toda la pasión que me despierta tu cuerpo.

Rápidamente me deshice de mis ropas mientras observaba a Graciela dirigirse a la cama doble de Rebeca.

Al llegar ahí provocadoramente yació con las piernas bien abiertas y su rajadita húmeda quedó expuesta, rodeada de una pelambrera pelirroja.

—Por favor, Roberto, no trates de mamarme ahí, pues no podré aguantarme por mucho tiempo. Métemela ya, rápido… que estoy que los tiro.

No tenía que pedirme aquello pues mi miembro se moría de deseos de penetrarla. Así, sin más preámbulos, me arrodillé ante ella, le puse la cabeza de mi miembro a la entrada de su rajadita y empujé. Fue una tarea fácil.

Ella era estrecha, aunque bien se vía que no era la primera verga que se tragaba.

Graciela tenía una cualidad especial al ser limada y era la forma en que enredaba sus piernas y manos a mi cuerpo lo que me facilitaba aún más mis empujones poderosos.

—Más duro... más duro... —gritaba ahora Graciela, a través de sus dientes apretados. Y seguía pidiendo “más y más” como una histérica.

Nuestra agitación continúo por unos minutos más como un par de salvajes y de pronto, me sentí al borde del abismo. Entonces con más fuerza aún, la atraje por las nalgas bien, pero bien pegadita a mí y le arrojé un gran chorro de líquido caliente, bien dentro de ella. Aquello le produjo una convulsión. Y se puso tensa y me gritó:

—¡Uy!, Roberto... Que me vengo... que me veng... —no pudo terminar la frase; me clavo las uñas en la espalda, cerró los ojos y luego se quedó quieta, después de haber temblado como flan y de estremecerse con la piel de gallina.

Después de un rato de silencio, por fin Graciela habló.

—Roberto, no tenía una idea de que fueras tan bueno. Has de saber que son contados los hombres que me hacen venir. Tú has de tener algo extra.

—Quizá, media pulgada extra —dije en broma.

—No, tonto —dijo Graciela— Te hablo en serio. A decir verdad, caí en la práctica de encontrar satisfacción con otras mujeres, porque la mayoría de los hombres eran una completa desilusión en la intimidad para mí.

—¿Y qué tal es Rebeca?

—Ambas nos damos mucho bien. Necesitamos y nos gustan los hombres, los que sirven, como tú, son escasos y no abundan. Y así, mientras tanto nos damos placer mutuamente ¿entiendes la situación?

—Sí, me imagino que sí —agregue, no del todo convencido—me alegra que mi lanza sea de tu agrado y que haya servido para darte eso… que necesitabas.

En ese momento la puerta del departamento se abrió y Rebeca apareció, con los brazos cargados de cerveza y comida.

—Aquí tenemos provisiones para una semana —gritó gustosa.

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