Capítulo 4
—Calmantes montes, alicantes pintos, pájaros cantantes, culebras chirrioneras ¿por qué no me pican ahora que traigo mis chaparreras? —dijo el Longinos, recordando un viejo refrán, con su clásico sonsonete barriobajero al tiempo que detenía por un brazo a Alexis, con fuerza y seguridad.
—No le muevas, Longinos… que no está el agua pa tamales —respondió Alexis, jalando su brazo.
—Pos por eso mismo… carnalito… te dio el esponjón y así no te funciona la tatema, déjalo pa mañana que estés más tranqui… ni sabes quién fue el que se la cargó...
—Naranjas agrias… mi buen… ¿para qué tanto brinco estando el suelo tan parejo…? Fue el Muñeco, no hay más… ¿quién otro...? ¿Acaso no la oíste…? —musitó Alexis, furioso— la cariñosa no lo dijo bien… pero fue él… estoy seguro… fue desquite… anda ardido desde que se la quité de las garras… ese buey no sabe perder…
—No… estás adivinando… pudo ser cualquiera… no tienes pruebas ni estás seguro…
—Pa mí como si lo hubiera dicho con todas sus letras… no necesito pruebas para saberlo… ese desgraciado tiene la costumbre de usar alfiler… y no se tienta el corazón pa darle su agüita a alguien…
—¿Y si no fue él…? —preguntó el Longinos— cálmate y piensa…
—Si no fue él ya ni modo… que la aguante… la bronca es que alguien la tiene que pagar y ese bato me gusta para pasarle la factura… ¿Y ustedes por qué lo defienden…? ¿Le tienen miedo…? Pos aquí murió… yo puedo solo…
El Longinos, ya no insistió, se concretó a seguirlo igual que el Carrizos. Conocían al Mamas, se aventaba un tiro con que fuera, el problema era que se estaba dejando llevar y si el Muñeco, no era el culpable sólo se iba a meter en broncas a lo buey y eso no estaba bien, menos aún con, Juan Zepeda, el Muñeco.
Llegaron a casa de citas de Rebeca, la francesa, rival en negocios de madame Ruth, con la mirada, Alexis, buscó al Muñeco, lo encontró y sus ojos se endurecieron, apretó los puños y se encaminó hacia él, con la mano izquierda hizo a un lado al Rorro, que estaba a su lado, y su mano derecha se estrelló contra la boca de Juan, botándolo hacia atrás y haciéndolo caer al suelo azotando de nalgas.
—¡Te voy a matar por desgraciado! —le grito Alexis furioso y acaparando la atención de todos en general.
Juan Zepeda, el Muñeco, levantó la vista y lo que vio lo estremeció, en el rostro enfurecido del Mamas, sus ojos miraban con ese brillo negro y frío, de la mirada del asesino, el pachuco iba por todo y nada lo detendría, así que debía actuar con inteligencia para calmar la bronca, no le convenía enfrentarlo así, en ese estado.
Sus lambiscones no supieron que hacer, la sorpresa los paralizó, nunca imaginaron ver a su jefe tendido en el suelo, motivado por un derechazo, no sabían si ayudarlo o esperar a que él les diera la orden.
Juan, se levantó con toda tranquilidad, sin dejar de mirar a Alexis, de reojo, tenía en su rostro esa sonrisa cínica que le permitía ocultar lo que sentía y que descontrolaba a sus enemigos.
Estaba preparado por si Alexis, volvía a atacarlo, aunque sabía que no lo haría hasta que se pusiera en guardia, hasta eso, el pachuco era derecho, así que sin prisa sacó su impecable pañuelo blanco de su saco y con desdén, comenzó a sacudirse el traje, dejando ver a todos que lo que había hecho el Mamas, le era indiferente, que era más importante su traje que ese infeliz que lo había descontado.
Todos esperaban que pelearan, sabían que sería todo un espectáculo verlos en acción. El Longinos y el Carrizos, se habían situado a un lado del Rorro y el Carita, ellos también se veían tensos.
Un poco más atrás de todos, estaba el Muecas, con los ojos clavados en Alexis, preparado y listo para cualquier cosa que se requiriera. Su mano derecha estaba dentro de la bolsa de su saco sujetando con firmeza la filosa navaja de botón que, anhelaba poder clavarla en el cuerpo del pachuco a la menor provocación.
Cuando los lambiscones del Muñeco, lo vieron ponerse de pie, esperaron llenos de expectación por la reacción que tendría ante aquel ataque. El Mamas, tenía los brazos a los lados con los puños cerrados.
—Bueno… ya que tienes tantas ganas de matarme… —dijo de pronto Juan, sonriendo con cinismo al tiempo que veía fijamente al pachuco— o ya que te quieres morir, te voy a dar ese gusto…
—Pos a la de ya le estamos poniendo Jorge, al chamaco… de un vez —respondió Alexis, levantando los puños para invitar a su rival— Vamos guachando de que cuero salen más guaraches…
Juan, sin moverse, se limpió la sangre de la boca y de la nariz con el pañuelo, en una actitud arrogante, cínica y burlona, con esa prepotencia que siempre había lucido ante todos:
—Aquí no podemos hacer bronca o nos mandan al tambo a los dos…
—Pos tú dirás dónde… y vamos a la voz de ya…
—Hoy no… no tengo ganas de matar a nadie esta noche… el jueves… sí… el jueves a las ocho de la noche, nos vemos atrás del México y ahí le ponemos como tú quieres… bueno… si antes no se te arruga el cutis...
Todos sabían que eso estaba permitido, y que era un buen recurso, sobre todo, en un pleito a muerte, en el que se podía escoger hora y lugar para el enfrentamiento, una vez pactado ninguno podía faltar al momento de la verdad, ya que, de hacerlo, no se le tendría compasión y se le mataría como a un perro en cualquier lugar
—El jueves te veo… a las ocho… si no llegas, donde te encuentre te parto la madre —le respondió Núñez, dando un paso hacia adelante, amenazante y señalándolo con el dedo índice.
Todos se tensaron al ver que avanzaba, el Muñeco, no perdió su postura, lo conocía y sabía que sí había aceptado las condiciones no lo atacaría, a menos que fuera atacado. Era la ley de la calle y como tal tenían que respetarla.
Alexis, no esperó respuesta, dio media vuelta y se encamino hacia la salida seguido por sus dos amigos que no dejaban de ver a los hombres de Juan, que volvía a limpiarse el labio que le habían reventado, su sonrisa había desaparecido y sus ojos estaban fríos, nunca antes lo habían humillado en público, por eso debía vengarse de aquella ofensa y dejar en claro quién era el que mandaba en la vida nocturna de la ciudad.
No deseaba matar a Alexis, quería verlo sufrir, arrastrarse y suplicar para que alguien terminara con su dolor, sí, debía padecer una agonía lenta y dolorosa, la muerte era algo demasiado rápido para ese desgraciado.
—Tú dices muñeco… si quieres le doy su agüita al infeliz pachuco ese… —le dijo de pronto el Carita, golpeando su puño contra la palma de su otra mano y sacándolo de sus pensamientos.
—¿Por qué?... ¿Por qué quieres darle pa dentro...? —preguntó Juan, con toda seriedad, volteando a encarar a su cómplice, que no se esperaba aquella reacción y por un momento no supo que contestar.
—Bueno... es que... pues porque yo creo que te le frunciste y que por eso… —el padrote, no pudo terminar la frase cuando un fuerte golpe en el rostro lo hizo botar hacia atrás hasta caer pesadamente en el suelo.
—¡Imbécil…! ¡Yo no le tengo miedo a nada ni a nadie…! ¡Y nunca me fruncido…! —gritó el muñeco— Y ese infeliz pachuco… —le tiró una patada al pecho al Carita— es más cabrón que tú y que cualquiera de los que me lambisconean… así que no te quieras parar el cuello conmigo…
Nadie hizo ni dijo nada, sabían que lo mejor era no meterse, Juan, dio media vuelta y fue hacia uno de los sofás, se sentó, pensativo y molesto. Clara, se sentó a un lado de él y con ternura le acarició la mejilla:
—No estés enojado, papacito… si quieres yo te curo tu boquita…
—Mejor lárgate a la chingada, antes de que te corra a patadas... —bramó el Muñeco, sin voltear a verla, Clara, no insistió, se levantó y se alejó de él con visible temor en el rostro, lo conocía y sabía de lo que era capaz.
—Tengo que hacer algo —pensaba el muñeco— ese infeliz me las tiene que pagar… lo peor es que ni siquiera sé por qué vino a descontarme… ¡Bah…! No importa, de todos modos, lo voy a hacer llorar sangre al infeliz… tiene que suplicar que lo mate... ya me debe muchas y con su sufrimiento me las va a pagar todas…
Sus hombres se habían ido a la barra para beber algo, el único que permanecía parado a un lado de él, era el Muecas, que lo observaba, molesto por todo lo que acababa de ocurrir.
—Nada más porque el Muñeco, no quiere… sino, yo mismo me cargaría de ese infeliz pachuco traicionero, poco hombre, cobarde… —pensaba atento al vividor— y no me importa que no quiera, voy a matar al Mamas, a la primera oportunidad que se me presente, no es, sino un infeliz, bailarín que ya me tiene harto.
En un apartado rincón de la casa de citas, Rebeca, la francesa, la dueña de la casa, con toda tranquilidad, fumaba un cigarrillo, no perdía detalle alguno de lo que sucedía, desde que vio entrar a Alexis, con el ceño fruncido y la determinación en el rostro, supo que algo malo iba a pasar.
Luego lo vio golpear al Muñeco y se sorprendió de que este no se levantara y peleara como el pachuco quería, su confusión creció más al ver que el Mamas, se marchaba con sus amigos y Juan golpeaba a Javier, el Carita, en realidad, no entendía nada de lo que estaba pasando y no le gustaba que las cosas fueran de esa manera, tenía que averiguar el motivo por el que Alexis, había ido a retar al Muñeco.
No podía darse el lujo de dejar que las cosas salieran de su control, no podía esperar a que la situación ya no pudiera contenerse, mucho se había esforzado para lograr que aquello funcionara y no estaba dispuesta a dejar que el imperio que estaba construyendo se le viniera abajo.
1931
Marzo 16, 1931, 14:00 horas
Rebeca Rivera Carranza, nació en la ciudad de México, un 7 de noviembre del año de 1915, en plena revolución mexicana, su padre, Ernesto Rivera, un hombre inteligente, visionario y audaz.
Supo aprovechar las diversas y variadas oportunidades que, en su momento, se le presentaron para hacerse de un buen nombre y una considerable fortuna económica.
Al morir sus padres, con su herencia, Ernesto, decidió poner una casa de citas, era un ambiente que le agradaba y que conocía a fondo por haberlo frecuentado muchos años, ganaba bien, lo respetaban y, además, obtenía infinidad de beneficios sexuales de las mujeres que trabajaban para él.
A sus treinta y cinco años, de piel blanca, cabello castaño claro y ondulado, varonil y de buen porte, sabía comportarse en cualquier lugar y aunque no era dado a los pleitos, varias veces había tenido que usar la violencia para proteger sus intereses.
Siempre iba armado con una pistola escuadra calibre .45 que le regalara, un general del ejército, a quien una noche le susurró al oído que lo esperaban a la salida del cabaret para acabar con su vida.
El militar, saltó por la ventana del baño y sorprendió a los que le habían montado la emboscada matando a dos y dejando mal heridos a otros dos, regresó al cabaret para llevarse a la dama con la que estaba y aprovechó el momento para regalarle la pistola a Ernesto, en prueba de su gratitud.
Por casualidad, Rivera, había escuchado la plática de aquellos hombres y como el general era uno de los mejores clientes de la casa, no dudó en darle el soplo para que salvara, el pellejo.