Capítulo 5
A partir de ese momento, cuando las golfas que trabajaban para él, comenzaron a platicarle lo que sus amantes en turno les decían en los momentos de pasión y con unas copas de más, se dio cuenta que tenía una verdadera mina de oro en las manos y decidió aprovecharla.
Dio instrucciones a “sus mujeres”, para que emborracharan a sus clientes y los hicieran hablar, así se fue enterando de importantes secretos militares y políticos, mismos que luego, vendía al mejor postor, igual que las armas que contrabandeaba desde la frontera con los Estados Unidos.
Su fortuna se incrementó de manera notable y él gozaba de una buena reputación en ambos bandos del conflicto armado que se desarrollaba en el país, lo cual lo hacía importante e influyente.
Rivera, había usado la pistola escuadra .45, en un par de ocasiones, matando a tres hombres que intentaron sorprenderlo en la casa de citas en diferentes momentos y situaciones; gracias al apoyo de sus amigos políticos, no tuvo ningún problema legal para seguir con su negocio.
Para proteger del peligro que representaba la revolución mexicana, decidió enviar a su esposa, Silvana Carranza y a su pequeña hija, Rebeca, a la ciudad de Nueva York, de esa manera no sólo se mantendrían a salvo, sino que, además, la muchacha se educaría en una las mejores escuelas, y sí fue como Rebeca llegó a hablar muy bien el inglés, el francés y el español.
Silvana y Rebeca, estuvieron varios años viviendo en los Estados Unidos de Norteamérica, Ernesto, las visitaba con frecuencia aprovechando esos viajes para seguir haciendo traficando con las armas.
Rebeca, terminó sus estudios en administración y buscaba trabajo cuando su madre se enfermó de gravedad, los doctores le hicieron todos los estudios médicos existentes y no pudieron encontrar la causa de su enfermedad. Ernesto decidió que era tiempo que las dos volvieran a la ciudad de México.
Quería estar al lado de su esposa, para cuidarla y darle todo ese amor que siempre le tuvo, además de que estarían los tres juntos como debía de ser en una buena familia.
Rebeca, se había convertido en una joven hermosa, sensual y segura de sí misma, anhelaba estar al lado de su padre, Silvana, quería pasar sus últimos años en su patria, el país que tanto amaba.
A sus dieciséis años, Rebeca, media 1.67 de estatura, con 60 kilos de peso, esbelta, con un cuerpo muy bien formado, envuelta en una deliciosa sensualidad natural, con su gracia elegante de caminar y de actuar, vestía a la moda y su hermoso rostro, siempre bien maquillado, lucía una sonrisa amable y coqueta en todo momento, que iba acorde con sus grandes ojos que se hacían más oscuros o más claros, según el color de ropa que vistiera.
Su cabello largo y ondulado, castaño claro, caía hasta su espalda y le daba un toque especial a su rostro, haciéndola más atractiva y sensual a los ojos de los hombres que la veían o la conocían.
A su regreso al lugar que la viera nacer, el país había entrado en una paz social que exudaba tranquilidad, los presidentes ya no eran asesinados de manera brutal para que otro tomara el poder.
Pascual Ortiz Rubio, era el cuarto presidente mexicano, elegido por la vía democrática y al parecer terminaría sus cuatro años de mandato como los tres presidentes anteriores, así que, ya no había ningún peligro para ella y su madre.
La llegada a la ciudad de México, fue emocionante para Rebeca que, aunque comparó la ciudad de Nueva York con el Distrito Federal mexicano, y vio las grandes diferencias sobre todo la pobreza reinante en la ciudad, eso no le importó, quería estar en su patria y deseaba triunfar en ella.
Estaba ansiosa por trabajar con su padre en los negocios de este, de los cuales no tenía toda la información necesaria, así que esperaba saber más para ayudarlo y estar más tiempo a su lado.
Ernesto, la consentía en todo lo que ella deseaba y además del gran cariño que se profesaban, se tenían plena confianza, por lo que entre ellos había muy pocos secretos.
Para él, Rebeca era como el hijo que nunca tuvo, Silvana, su mujer, no pudo concebir más hijos, por esa rara enfermedad que había contraído desde muy joven en Europa, Ernesto, amaba tanto a su esposa que no le importó que ella ya no le diera más herederos, aunque los anhelaba, fue así que, volcó todo su cariño en la hermosa niña que lo veía con devoción y se volvieron muy unidos.
Cuando él las visitaba en Nueva York, pasaba largas tardes con Rebeca, platicando, le enseñó a disparar varias armas, a conducir un auto, a tener confianza y seguridad en ella misma, cuando su hija tenía solo quince años, le dijo que debía estar preparada para cualquier reto que le presentara la vida, incluso hasta a quedarse huérfana, ya que por el tipo de negocios que él realizaba, podía sufrir un atentado.
Rebeca, creció amando a su madre y adorando a su padre, hacía todo para complacerlo y nada le gustaba más que verlo sonreír con satisfacción cuando ella alcanzaba alguna meta.
Al volverse a encontrar en la ciudad de México, Ernesto y Rebeca, se dieron un largo abrazo y con ternura vio a sus padres abrazarse y besarse con ese amor que siempre se tuvieron, la enfermedad de su madre estaba latente y avanzaba de manera irremediable y degenerativa.
La mantenían a base de calmantes, de tratamientos, medicamentos que, sólo aminoraban las molestias de su enfermedad, sólo que, no la curaban, los tres esperaban que, en México, algún doctor pudiera encontrar el remedio que tanto anhelaban para que Silvana, volviera a ser la activa y alegre mujer que siempre había sido y que la maldita enfermedad la imposibilitaba.
Marzo 16, 1931, 15:00 horas
—Ya estoy hasta la madre de ti… —gritaba Benjamín Zepeda, a su hijo Juan, que mantenía la cabeza agachada, tratando de ocultar el miedo que sentía, estaban en una modesta vivienda de una humilde vecindad de la colonia Doctores en la ciudad de México.
Juan Zepeda, había nacido el 10 de octubre de 1917, en la ciudad de México, el muchacho estudiaba el sexto año de primaria. Había reprobado en tres veces en diferentes grados por su mala conducta.
—Te mando a la escuela a estudiar y tú sales con tus chingaderas… Te he dicho muchas veces que te comportes… ¡ya me tienes harto…! Pero ya estuvo bien, ora sí… ¡te vas a chingar…!
—Perdóname, jefe… —musitó Juan tratando de evitar el castigo.
Una fuerte cachetada se estrelló en su rostro, reventándole los labios con violencia:
—A mí no me digas “jefe”, hijo de la chingada… yo no soy ningún delincuente… yo soy tu padre y me tienes que respetar… —bramó Benjamín con coraje.
—Perdóname, papá… ya no lo vuelvo a hacer… —insistió Juan llorando, un gesto de pánico apareció en su rostro al ver que su padre sacaba, una larga correa de cuero, de uno de los cajones del viejo ropero de madera— verás que, ahora si me voy a poner estudiar… dame una oportunidad… —le insistió— no lo vuelvo a hacer… te lo juro… ¡perdóname...!
—No lo volverás a hacer… de eso me encargo yo… —respondió Benjamín al tiempo que le sujetaba las muñecas de ambas manos y se las ataba con la correa, luego pasó la correa por el gancho que tenía clavado en una de las vigas del techo, de la casa, que sostenían láminas de cartón apetrolado…
Jaló la correa para dejar a Juan, colgado del gancho de la viga; con catorce años el muchacho se tenía que parar sobre las puntas de sus pies para aminorar el dolor que sentía en las muñecas y brazos.
—Eres un pinche inútil que no entiendes… este año sales de la primaria o te mato por pendejo…
Benjamín se quitó el cinturón y comenzó a azotarlo en la espalda y en las nalgas, cada golpe era más fuerte que el anterior. Juan, tenía que morderse los labios para no lanzar alaridos de dolor que se ahogaban en su garganta, sabía que si gritaba el castigo sería peor que los diez azotes que le darían.
Desesperado y sintiendo que su cuerpo se desmembraba por el cruel estiramiento de sus miembros, Juan, cerraba los ojos con fuerza al tiempo que sus dientes se clavaban en su labio inferior hasta sangrarlo, los golpes seguían azotando su espalda y sus nalgas.
Agitado y sudoroso, al terminar, Benjamín desató las manos de su hijo, que mantenía la cabeza gacha, no quería que su padre lo viera con el rostro bañado en llanto, estaba agotado, adolorido y lleno de odio y coraje contra aquel hombre que lo lastimaba de aquella manera.
Benjamín, se sentó en una de silla, tomó una botella de cerveza y le dio un largo trago olvidándose por completo de Juan, en la cama matrimonial, sentada en una de las esquinas, Amelia, la madre del muchacho, que había observado todo se levantó y con su voz amargada y rencorosa le gritó a su marido:
—Le hubieras dado más fuerte… ¿crees que no me da vergüenza ser la madre de un animal al que nadie soporta…? Nomás me llaman de la escuela para darme quejas y regañarme, como si yo…
—¡Ya cállate… carajo! —ladró el marido— a este cabroncito, a madrazos lo voy domar… para que sea un hombre de provecho… así que ya no me estés chingando o también a ti te va a tocar.
Juan, al ver que su madre quería que, su padre, lo golpeara más, dijo que iba al baño y salió de su vivienda tan rápido como le fue posible, caminó por el patio de la vecindad, todo estaba a oscuras, se acercó a la pileta de los lavaderos comunitarios, se recargó frente a uno de ellos y con las manos sacó un poco de agua y se enjuago la cara.
Lo frío del líquido lo estremeció y le provocó una fuerte punzada en el labio que su padre le había reventado y que él se había sangrado más con sus propios dientes, volvió a tomar agua con sus manos y de nueva cuenta la pasó por su cara.
Cuando se levantó vio una de las toallas que había tendido su madre en el patio, la agarró con coraje y se secó dejando algunas manchas de sangre diluida en la toalla, cuando volvía a colocarla en su lugar, vio a los vecinos de la vivienda número 30 que llegaban de la calle.
Alejando Núñez, traía amorosamente abrazada a su esposa Mercedes, Alexis, venía de la mano de su madre, todos se veían felices y aquella escena provocó que aumentara más su coraje.
Sin que ellos lo vieran, pudo notar que Alexis, traía un envoltorio de papel periódico, de seguro que eran tamales, por la forma en que estaban envueltos, el padre traía una bolsa de estraza con pan y una botella de vidrio de a litro, de leche, no dudaba que venían del cine y se disponían a cenar como una familia feliz, como una familia unida, como una familia que se ama, como una familia que él siempre había deseado y que nunca había tenido, si bien tenía padres, era peor que si hubiera sido huérfano.
Los vio entrar a su vivienda lleno de envidia y coraje, ¿por qué él no podía tener una familia normal como ese pinche chamaco sangrón del Alexis? ¿por qué no le brindaban cariño y amor como a Núñez?
Tal vez si sus padres hubieran sido como Alejandro y Mercedes, él habría obtenido buenas calificaciones en la escuela y tendría los primeros lugares como los obtenía el chamaco.
Alexis, era cuatro años menor que él, iban a la misma escuela, la primaria doctor “Luis E Ruiz”, en las calles de doctor Arce, entre doctor Andrade y doctor Barragán, Juan, por su mala conducta, su carácter agresivo y peleonero, había repetido el tercero y el cuarto año, ahora cursaba por segunda ocasión el sexto, por eso había sido testigo de la entrega de varios diplomas que recibió su vecino por su dedicación y esfuerzo, al que los maestros ponían de ejemplo de buen estudiante.