Capítulo 3.
La niña harapienta se asomó por la ventana de la patrulla en el cruce del semáforo.
—Señor, no tiene…
—Diu a creé to ce que mois oils von—gritó Juan, cosas sin sentido; pero que a los oídos de la niña era un idioma extranjero, de un tipo extranjero con otro idioma y otros problemas—… Et ma done to’ ce que jai.
La niña puso los ojos en blanco y se fue. En otros tiempos, aquello lo hubiera hecho reír… Pero cada vez que veía a un niño pidiendo dinero en la calle, recordaba el lugar en el que estaba y la vida que vivía, día a día… Condujo por las calles sucias, cubiertas de vagabundos y niños harapientos… Todos tuvieron su oportunidad, aquí, los rechazados se mantenían unidos como el pegamento. Le gustaba pensar que en algún lugar en el fondo del abismo, agonizaban aquellos seres atormentados por el recuerdo de haber sido memorables para alguien. Un letargo solitario conocido como olvido…
«Que vida tan bella—pensó… Hoy comería arroz viejo y plátano sancochado, pero comería—… Hay personas que no tienen nada que comer».
Claro, si su esposa y sus hijos le dejaban algo que almorzar… Juan soltó una triste risotada porque recordó, que no tenía esposa, ni hijos… Ya eran cuarenta años de soledad, en su departamento… Sobreviviendo de a poco todos los días, buscando, juntando y aprendiendo para comer y pagar el alquiler. Quizás una botella de ron de forma casual, para olvidar su miseria… La monotonía de su vida lo acompasaba día a día, con ligeras descargas de emoción, extrañándose en aquellos tiempos de risas. Alguna vez se enamoró… en la universidad. Le parecía que fue hace media hora…
«Pero me alejé de ella, porque tenía algo que yo no… Un futuro… Su familia era adinerada y la mía subsistía con el día a día—pisó el acelerador esperando que el motor explotará—… Y ella se casó con alguien mejor que yo, y se fue de este chiquero». Tristes almas que se desintegran en el fondo del olvido, donde el recuerdo de haber sido entrañable para un desconocido era el estigma del pensamiento.
Apagó la radio y le pareció escuchar una voz, bajo las ondas superfluas… Un poco de la radiación residual… Juan se quedó allí, manejando a toda velocidad, junto al resto de almas en pena, encerradas en la simulación del purgatorio. Un país deprimente, como la vida misma… Sufrir hasta recibir tu dosis de anestesia, luego caer otra vez hasta que despiertas y no sabes quién eres… Vivir con tranquilidad el resto de tus días, hasta que finalmente mueres. Existiendo diligentemente hasta el final del mes y sonreír de vez en cuando.
«Que vida tan bella» pensó Juan. El motor no explotó y ningún carro embistió al suyo. La vida gana otra vez, la vida gana siempre…
En aquellos días de triste pobreza y marginación, era normal y miserable ver como los niños esqueléticos de las calles desaparecían sin dejar rastro. Nadie parecía notarlo, a nadie le importaban… Ni siquiera a él. Y cuando aquel sacerdote extranjero encontró el cadáver descompuesto de un niño. A nadie le importó…
—Estas cosas pasan—señaló la forense alisándose el cabello rizado…
Todo estaba bien, los robos eran ordinarios, las denuncias raras veces llegaban a algún lado. Un niño desaparecía en las calles y nadie hacía nada porque…
«Estas cosas pasan»… Soltó el volante y se masajeó las sienes hasta que el semáforo dañado le indicó que debía parar. Este pueblo siempre había sido extraño…
Siempre pasa. El amor nunca se da. Envejeces… Estás solo, para siempre… Estas cosas pasan, sin duda; les pasan a todo el mundo. En algún momento… Personas desaparecen y la policía mira para otro lado. ¿Y qué si existían indicios de brujería en la escena del crimen? Un asesinato es solo eso… Poner fin a la vida y memoria de una persona. Que lamentable que vivamos en un mundo donde esto siempre pase… y a nadie le importe.
El uniforme azul desteñido le estaba quedando flojo a Juan, cada vez estaba más flaco… Siempre había sido un hombre robusto de apetito voraz, pero la crisis económica estaba llegando a su punto crítico. El sueldo era una increíble mota de polvo en su billetera, debía matraquear o morir de hambre. Por eso, cuando vio a un personaje mal estacionado en la calle, se detuvo a su lado hasta que el hombre salió con el ceño fruncido. Enseguida Juan usó una frase impopular para los policías, pero con mucho poder.
—Dame para el fresco…
El hombre lo pensó largo rato, luego sacó la billetera y le dio unos cuantos bolívares, no mucho, lo suficiente para un almuerzo barato y seguir patrullando. Repetía el mismo circuito hasta que el día se acababa o ocurría algo interesante… En una de esas situaciones se cruzó con el viejo carro del sacerdote. Era un tipo viejo, con un espléndido traje negro y un pesado maletín. Detuvo el auto junto a él. Fernando seguía empeñado en descubrir la falla de su motor, que impedía que el carro encendiera. Se veía bastante viejo sin el sombrero negro.
—¿Necesita ayuda, padre?
La radio rechinó y se escuchó un severo susurro bajo las ondas de radio… El padre tenía las mangas negras recogidas hasta los codos, los dedos manchados de grasa y la frente arrugada perlada de sudor.
—No—respondió el anciano, se pasó una mano por el cabello blanco y se manchó de grasa negra—… Es el viejo debate entre la ciencia y la religión.
Juan se bajó de la patrulla y se dirigió al frente del carro, con la tapa abierta se veían los complicados circuitos eléctricos y dispositivos ennegrecidos. Un vapor neumático le golpeaba las mejillas endurecidas por la barbita…
—No debería quedarse mucho tiempo aquí, accidentado… Es un pueblo peligroso.
—¿Sabe usted de mecánica?
—Bueno—Juan se inclinó un poco hasta deslumbrar los complejos engranajes de la máquina… Parecía el corazón expuesto de un animal extraño. Con sangre negra y espesa, y venas de acero. Pero no entendía como funcionaba aquel organismo de acero—… Parece que le falta gasolina.
—Pero el tanque esta lleno—inquirió el sacerdote, tenía el cuello cubierto de sudor salado y una mancha de humedad cubría traje negro, adornando la cruz y el rosario en su pecho—… Además, no creo que sea un bote.
—Pues… Ya sabe como son estos carros. Es difícil encontrarles la falla… Ellos no pueden escuchar que agarramos algo de dinero porque les da hambre… Y con la escasez de la gasolina lo mejor que puedo hacer es remolcarlo a…
—La iglesia… Que Dios lo bendiga, señor.
—Por supuesto—sonrió…
Ató el carro del padre al capo del suyo y lo remolcó unas cuantas calles hasta la capilla del pueblo. Cuando llegaron, un montón de niños con ropas sucias corrieron al carro del sacerdote y lo recibieron con risas y las manos extendidas. Fernando sacó de su maletín una bolsa de caramelos y los repartió entre los niños sin mesura. Al rato el montón de niños se iban sonrientes con las manos llenas de caramelos.
Fernando se dirigió a él, su semblante sonriente se endureció… Leyó el nombre en su uniforme.
—¿Es un pueblo peligroso?
Juan se encogió de hombros.
—Bastante…
—¿No han encontrado más accidentes?
—Por ahora no… Aunque se preocupa demasiado, padre. Estos niños ni tienen salvación, sus padres los dejan a sus anchas. No quieren ir a la escuela, ni ser personas de bien.
—Todos tienen salvación, señor Juan…
—Podría ser… Pero comete un error si cree que puede cambiar a las personas de este pueblo. Crecí aquí, así que los conozco. Ninguno es tan bueno como dice ser, todos los que asisten a la iglesia los domingos despilfarran su dinero en santería y tabacos. Mi abuela era de esas, le llamaba magia espiritual, invocaba a la Virgen María y el Espíritu Santo. Leía las cartas, veía y hablaba con los muertos… Decía que era una pitonisa. No intente salvar sus almas, todos en este pueblo creen en algo más poderoso que la religión cristiana.
—¿Usted basa su fe en las creencias de los prójimos?
—Creo en unas cosas, y en otras no…
—Nadie es totalmente bueno… Señor Juan… Y nadie es enteramente malo. La gente basa sus creencias en lo que creen que es cierto... Pero debe entender que los demonios también imitan los milagros del Dios verdadero.
Una sonrisa incrédula asomó por las mejillas de Juan.
—¿Entonces los habitantes de este pueblo adoran demonios en secreto?
Fernando se puso el sombrero negro sin pronunciar palabra y se marchó a la inmensa iglesia de gruesas puertas de madera. Lo vio desaparecer como un espectro… Como si estuviese hecho de arena y se lo llevara el viento del atardecer. Juan se quedó solo, con sus pensamientos. Santos y demonios. Cada familia creía en un santo distinto, que concedía diferentes milagros… Había visto sus altares cubiertos de velas y inciensos delirantes. María Lionza, el espíritu de la montaña Sorte; José Gregorio Hernández, el médico de los pobres… Santa Bárbara… Altares. Demonios. Esperanza… Creencias… Magia y misterios.
La forense lo supo, veía una historia detrás de aquel asesinato. Una historia macabra y demencial.
—El niño estaba en avanzado estado de descomposición, pero tenía severas lesiones. Como si se defendiera de su agresor antes de que le hubiera cortado el cuello con un fragmento de hueso. Pero… En su espalda hay testigo de latigazos, cortadas profundas que debieron dolerle muchísimo. Eso es crueldad humana… y a un niño…
«Los extremos de la religión». Aquel niño muerto quizás no fue planeado, sus padres lo veían como una carga y lo dejaron salir de casa. A jugar y vagar a su antojo por las peligrosas calles… Que mala suerte. Pero… «Estas cosas siempre pasan». Con demasiada frecuencia… Todo el tiempo…
El detective Pierre investigaba el caso, pero como era el único detective instruido en la universidad, su trabajo en el pueblo era arduo y complicado. No solo debía encontrar a los asesinos de niños, también debía lidiar con denuncias de fraude, investigación de robos, casos más desconcertantes como profanaciones en el cementerio y desapariciones.
Juan miró con detenimiento la imagen del Cristo de San Damian que vigilaba su retrovisor… Era un recuerdo del antiguo oficial que conducía aquella patrulla. Un fanático de la manga de coleo y la bebida, que, cuando estaba borracho, le disparó a una mujer y lo mataron a golpes en la plaza de toros.
El cuerpo policial estaba ocupado con casos más entusiastas que la desaparición de niños sin importancia. El resto se ocupaba de matraquear un poco para la familia y la comida. Santos y demonios… Fanáticos religiosos y de la manga de coleo. Todos apilados en un pueblo de un poco más de cuatrocientos kilómetros, junto a una montaña mística. Durante las fiestas de mayo era común ver a los peregrinos viajar a la montaña para realizar sus rituales. Formaban parte de la cultura del lugar… Era una época ajetreada donde algún borracho armado mataba a alguien o asustaba a un barrio. Pero nada llegaba tan lejos…
Al norte del pueblo, en la antigua calle Avaricia, se alzaba una fachada de tres plantas, cubiertas con cerámicas espléndidas, enrejada con bellos diseños, un techo de tejas coloniales y una inscripción en letras doradas sobre la puerta del jardín de rosas: «Susana». De niño, Juan la llamaba la Casa de Susana, y quería vivir allí junto a su esposa. Cuando creció, descubrió que aquella hermosa casa pertenecía a la difunta esposa de uno de los alcaldes del pueblo… estaba vacía desde hace mucho tiempo. Y era carísima…
Nunca pudo comprarla, ni pudo tener una esposa… Aquel remordimiento lo consumía como una obsesión. No era una persona normal y lo sabía… Y lo asustaba. Dejar ir el amor, por no sentirse suficiente… Porque sabía que ella merecía a alguien mejor.
«¿Cuál era su nombre?—se estacionó junto a la hermosa casa con tonos pastel, las rosas del jardín se exhibían bien cuidadas del implacable verano. Meditó largo rato el nombre de su amada—… Ah, ya lo recordé… No debí hacerlo».
El último año se mudó una familia colombiana, cosa rara; porque la pésima economía en Venezuela inspiraba a los jóvenes a irse del país. Contrario al caso, los Flores… Eran particularmente extraños, Manuel Flores vestía de blanco de pies a cabeza y casi no salía de la Casa de Susana; aunque habían quitado la inscripción, Juan la seguía llamando así. Era una familia normal, aunque los niños no asistían a la escuela y los padres parecían no trabajar, pero estaban siempre ocupados. Durante la fiesta de mayo, ellos peregrinaron a la montaña Sorte y regresaron tres días después.
—¿Puedo ayudarlo, señor?
Una mujer vestida de blanco apareció frente a su patrulla, tenía el cabello marrón recogido y los ojos verdes muy brillantes.
—¿Están bien por acá?
Aquella mujer debía ser la esposa de Manuel Flores. Se la veía joven y vivaz… un poco regordeta de cintura y algunas arrugas en el cuello. Sí, rasgo a rasgo se fue desvelando la verdadera edad de la mujer. Lo asustó el envejecimiento en sus ojos y el cansancio en su piel.
—Sí… Por supuesto.
—Están desapareciendo los niños en el pueblo, debe tener cuidado con sus hijos. No los deje salir solos a la calle…
—Sí, señor... Muchas gracias por preocuparse… También estamos preocupados por nuestros niños.
La mujer se dirigió a la gran casa y abrió la reja, desapareció a través de los arbustos de rosas y la puerta de caoba… Cosa rara, tuvo un extraño presentimiento. Aunque quizá fuese parte de la envidia filtrada que contenía en su conciencia. Ellos tenían la Casa de sus Sueños… La casa donde se supone, debería vivir él con su esposa y sus hijos.
Bajando por la calle que conducía a los bloques departamentales, su teléfono sonó… Con un repiqueteo espontáneo que le puso los pelos de punta. No tenía un teléfono inteligente, tenía lo que llamaban comúnmente un «cacharrito». Atendió la llamada desconocida y una voz femenina lo aturdió:
—Juan—era la forense.
—Aja.
—Se robaron el cuerpo del niño.
—¿Qué? —llegó al largo edificio de pintura desconchada y apagó el auto—… ¿Cómo qué se lo robaron?
—No está… Alguien entró y se lo llevó.
—Voy…
Condujo hasta el departamento del CICPC bordeando por las lindes del pueblo, en dirección a la montaña… Estaba atardeciendo con un particular tono violáceo y vio a lo lejos en la carretera, la vieja baranda de acero se caía a pedazos con el viento. La calle empinada subía por las cercanías de la montaña y bajaba abruptamente, divisó a lo lejos a un animal andrajoso que se zambullía en los arbustos. La patrulla imparable no podía detenerse por la fuerza de la gravedad, apareció ante el parabrisas el animalejo, pálido y esquelético… Sacó la pistola Glock del estuche en su cintura, pero el animal desapareció… Aceleró por la carretera destartalada, acompañado de pensamientos de duda. Aquella horrible monstruosidad no era un animal perteneciente a la fauna de Venezuela, más bien, asemejaba a un niño, pero se comportaba como un animal que huía de las luces de la patrulla… Se acercaba al rastro del decrépito ser… Pisó el acelerador por error y un cuerpo impactó contra la parte frontal de la patrulla. Escuchó una docena de crujidos, como si chocase contra un saco de huesos… Un chillido casi animal lo aturdió.
El cuerpo blancuzco golpeó el parabrisas justo cuando la patrulla se detuvo… Pisó tan fuerte el freno que el motor se apagó. El cuerpo recorrió el techo del carro y fue a parar a las ruedas traseras… Estuvo largo rato esperando que su corazón dejará de latir tan fuerte… Tomó la Glock en su funda y la sintió muy pesada. Nunca la había usado en su guardia, aunque sabía muy bien como disparar. Abrió la puerta…
Juan se acercó a la parte trasera de la patrulla, el techo estaba abollado, pero no había rastros de sangre en el vehículo… el aroma a descomposición y formol no lo dejaba respirar. Se asomó detrás del carro esperando encontrar un cuerpo infantil. Pero no había nada…
Solo la oscuridad y el remordimiento…
Tuve un sueño.
Y tú estabas allí…
Me besabas con posesión, con fuerza, con electricidad.
Tu lengua recorría mis labios.
Estabas en mí y aquel sueño nunca terminaba.
Añoraba hace tiempo tus bellos párpados y tu nariz de malvavisco.
Ojala soñara así todos los días.
Aun muero por probar tus labios de azúcar.
Y tu sonrisa de gata juguetona.
c