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El Jardín de los Lamentos

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Gerardo Steinfeld
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Sinopsis

La vida de Jonathan Jiménez fue marcada por el exorcismo que mató a su hermana menor… Ha crecido rechazando la religión; pero cuando su novia encuentre una extraña figura en las cercanías de la montaña Sorte, el corazón de la brujería en Venezuela. Aquella espiral de locura demoníaca volvería para atormentarlo en uno de los episodios más trágicos de la historia de Chivacoa…

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Capítulo 1.

Que asco…

Me acordé de sus ojos, de su pelo dorado, de su sonrisa, de su belleza, y de sus palabras…

Y de su olvido.

Es como un remordimiento en mis tripas, en mi mente, en mi conciencia, y en mi alma…

Y la nostalgia me saca una sonrisa.

Padre nuestro que «no» estás en los cielos...

NIHIL PER DAEMONIUM, NISI DEMONSTRATUM

Nada tiene su causa en el demonio, mientras no se demuestre lo contrario.

Los ojos negros de Francis se salieron de sus cuencas. Las paredes temblaban ante las palabras de ultratumba del sacerdote... El alaridos sorbía la oscuridad, dando vueltas en la pesadumbre de la habitación. La niña gritaba retorciéndose como una serpiente sobre la cama desvencijada. Jonathan abrió mucho los ojos, asustado; solo fue por un segundo, pero una fuerza lo atrajo. Su hermana gritó mirándolo con los ojos completamente negros.

—Cierra los ojos—su madre aferró sus hombros con la voz quebrada. Podía sentir la frialdad de su terror.

Jonathan sentía que tiraban de él a la cama de su hermana, la pequeña tiraba de las cuerdas que la ataban, las piernas flojas le temblaron al escuchar unos huesos romperse. Francis llevaba días sin comer, no paraba de gritar y herirse; estaba muy delgada y débil. El sacerdote y su padre la ataron ante una poderosa resistencia…

—La está matando—dijo sin pensar, sólo era niño, pero era horroroso.

El sacerdote vestido de negro repetía incesantemente la oración ante su hermana pequeña. Palabras sim sentido, entrelazadas en versos y arcos que erizaban los vellos de la espalda. Jonathan sabía que era su culpa… Quién sabe que horrores vivió la pequeña, perdida en la sierra antes de encontrarla casi al anochecer.

Los amarres se rompieron, Francis levantó los brazos en ángulos horribles y se incorporó sobre las rodillas con el rostro deforme lanzando miradas despiadadas. La luz mortecina de la lámparas sulfatadas apuñalaban las sombras de su rostro. El sacerdote Claudio guardó silencio con la biblia en las manos y los labios apretados, sus ojos verdes no dejaban ver el espanto que le causaba aquella mueca satánica. Nunca olvidaría esa mirada pueril que lo traería de vuelta a aquel cruel momento… Grabada en su mente como un disco rayado, al cerrar los ojos, permanente.

—¿Quién eres, demonio?

La voz de trueno que salió de la boca de su pequeña hermana, lo atemorizó… Impropia, maligna y nefasta. No debió dejar a su hermana sola en la sierra cuando encontraron los sapos de boca cocida… Habían jugado a los exploradores muchas veces, y cada vez iban más lejos; atraídos por la sutil magnificencia del paisaje que les ofrecía el palco de tierra, un sendero pedregoso, adornado con cristales de cuarzo.

—AQUEL QUE HABITÓ EN CAÍN—anunció la entidad, como salido del abismo—… Y en el faraón... Aquél que mora en la Tierra del Silencio, donde solo existe conglomeración de desgracias.

Francis se puso a blasfemar en otro idioma, no entendía sus palabras pero intimidaban, resonaban dentro de su cráneo como un avispero. Claudio se puso a recitar el rosario, la niña gritó arrancándose el cabello y tirando de sus orejas. La brisa golpeaba fuertemente las ventanas, afuera llovía pesadamente… El sacerdote lo exiliaba, lo ahuyentaba y... Un relámpago surcó la realidad, nublando todo con una esponjosidad reluciente. Escuchó un grito que se prolongó en el silencio hasta que el trueno resonó como un cañonazo en la cercanía… Sus ojos avistaron una silueta que flotaba sobre la cama…

Las ventanas de vidrio reventaron y su hermana cayó al suelo rompiéndose la nariz, en pocos segundos paso de estar en la cama retorciéndose, a estar sobre el piso. Tenía el rostro cubierto de sangre, sollozaba y sufría violentos espasmos. Jonathan se desprendió de su madre, quería ayudar a su hermana a levantarse, pero se encontró con una mirada turbia, sus ojos se blanquearon y una espuma sanguinolenta salía de su boca. Claudio rezó el padrenuestro con una fuerza atronadora, expulsando al espíritu... pero su hermana no paraba de estremecerse con las venas del cuello tensas… se atragantaba con su saliva, se moría…

—No es el diablo—replicó Jonathan, sin querer; había sido testigo de ello muchas veces—... Está convulsionando.

Lo sabía porque Francis nació débil y sufría convulsiones cuando no tomaba sus medicamentos... Su padre Juan y su madre Carmen le susurraron mientras sufría los últimos espasmos, sus ojos recobraron aquella vitalidad, tenía unos ojos cafés espectaculares y brillantes. Le dijo algo a su madre y se quedó dormida profundamente; no volvió a despertar, se mantuvo en calma... El sacerdote escondió la biblia bajo su brazo con el rostro ensombrecido. Carmen rompió a llorar desconsolada junto a Juan.

Lastimosamente, Jonathan recordaría poco de aquel desgraciado día, pero lo llevaría consigo siempre, cada noche… Incrustado en las cortinas pantanosas de su memoria; porque ese día renegó a la religión. Se esforzó por borrar a Dios de sus pensamientos… La rabia se apoderó de su cordura, culpó al sacerdote por la muerte de su hermana enfermedad ante aquella funesta teoría no podía eximirse, porque fue él quien llevó a su hermana pequeña a explorar las tierras de la sierra de María Lionza, la montaña Sorte donde los santeros de todas las regiones subían durante el peregrinaje de la depuración.

Caminó sin rumbo hasta que creció, pesé a que el terror solo estaba comenzando en el pueblito y que de alguna forma lo involucraría años después a revivir los demonios ocultos en la montaña Sorte… Un lugar inhóspito, donde la línea de protección de los ángeles terminaba en una vieja carretera al borde de la vegetación, cuya baranda estaba oxidada como la resiliencia de un anciano que sigue esperando los tiempos mejores… Y más allá, la oscuridad impenetrable de la cadena montañosa, allí donde terminaban los confines del universo y solo existía una inamovible fuerza maligna.

Ana se lanzó a la quebrada desde la pendiente siendo recibida por un tumulto de agua. El líquido oscuro le salpicó el cabello con un chorreo abundante... La joven emergió ante él, risueña, con el cabello rizado chorreando como una fuente, estiró el cuello y le dio un beso sorpresivo en los labios. El cosquilleo le erizó el vello mojado de los brazos.

Jonathan Jiménez no supo que pensar en ese momento, fue tan fugaz y tan mágico. Ni siquiera pudo cerrar ojos al contacto de aquellos labios desconocidos... Sus amigos aullaron como perros revoltoso en una larga nota, colmada de alegría. Tal era su suerte, dar su primer beso en un sitio como aquel... De un augurio fatal. Y con personajes tan peculiares…

Ana soltó una risita disimulada. No era especialmente hermosa pero tenía un rostro tentador, risa sencilla y la piel morena de las Indias mestizas. Sus ojos brillaban con una grácil juventud propia de una naturaleza majestuosa y conservadora. El ruido de una gaviota lo sobresaltó, estaban a una prudente distancia del mar.

—¿Qué fue eso? —Fue todo lo que pudo decir… Tamaña tontería que salió de sus labios, rápidamente se arrepintió con las orejas acaloradas. Pero el beso de nada no provocó su exclamación.

Richard Ramírez soltó unas carcajada estruendosa.

—Lo dejó mongólico.

Génesis Rodríguez lo acompañó con una risa renuente al igual que Marco y Ester... Los cuatro los observaban muy juntos sobre la gran roca erosionada de la quebrada, sus pies metidos hasta las tostadas rodillas se bamboleaban como péndulos. Richard encendió un cigarro húmedo con dificultad y después de una profunda bocanada, lo pasó a Génesis…

—No hablo de eso—el sol le tostaba las mejillas así que no sintió cuando se le enrojecieron.

Aguzó el oído hasta escuchar otra vez aquel lamento prolongado perderse entre los matorrales. Jonathan clavó los pies en el suelo de sedimentos del fondo de la quebrada, palpó un par de rocas y... cayó en la cuenta de lo que estaba haciendo. Ana apenada se sumergía en el agua fresca ante él, debía sentirse una tonta después de invitarlo a la salida y robarle un beso. Mientras él actuaba como una estatua como solo se comunicaba con gruñidos… Le gustaba un poco Ana, y se sorprendía de que aquella atracción fuera recíproca.

Jonathan salió chorreando del agua, sentía la ropa interior cargada de arena. En un principio, no quiso volver a los alrededores de aquella montaña fúnebre con tan pésimos recuerdos impregnados de melancolía. La visitaba en sueños tenebrosos, pero siempre despertaba. Ni siquiera le gustaba mirarla, en la distancia desde el pueblo, con la muerte de su hermana pequeña, repudiaba la idea de adentrarse en la montaña. Francis suplicaba dormida que se marchará…

—¿Adónde vas? —Preguntó Ana.

Los cuatro jóvenes lo miraron confusos mojándose los pies con el agua fresca... Pero Jonathan no podía relajarse en aquel lugar. Volvió a escuchar el aullido, alargado finalmente con un regusto amargo en su boca, que se deslizó por su garganta y permaneció allí por toda la eternidad... Lo llamaron por su nombre, era una voz conocida, pero olvidada… Corrió entre los matorrales pisando el monte robusto con cuidado de no patear un animal ponzoñoso. El túnel olía a caramelo fundido… El lamento subió una última vez por los árboles espesos, más débil que nunca y se esfumó de la faz de la tierra. Vio un pequeño vestido celeste perderse entre las sombras verduscas… Tropezó con un zarzal de jalapatras y las espinas dolorosas cubrieron sus pantorrillas velludas. Se topó con aquel muñeca de tamaño humano con un espanto… El hombre permanecía tumbado con una mueca de horror, el rostro pálido, los ojos cerrados, la boca cocida con brusquedad y un ramo de flores rojas en las manos. El olor dulzón y agradable desapareció, aquel sitio apestaba a sangre y tabaco… La niña se alejó con el revoltoso cabello chocolate ondulando sobre sus hombros…

—¿Francis? —Vociferó al levantar la vista del cuerpo mutilado y no encontrar nada… solo el vacío que ocupaban las sombras vegetales que proyectaban los árboles evanescentes.

Los jóvenes aparecieron detrás de él como espectros, soltaron un par de gritos y Ester vomitó... Jonathan se inclinó con el oído dispuesto, el hombre no respiraba y para su sorpresa lo que sostenía en la mano no era un ramo de flores, sino sus tripas ensangrentadas. Sintió náuseas al respirar el aroma putrefacto del cadáver...

—¿Qué vamos a hacer? —Richard aspiró el cigarrillo hasta la colilla y sufrió un acceso de tos—… Esos satanistas deben estar cerca. Van a cortarnos nuestras partes íntimas para ofrecérselas al diablo…

—Deja ese cigarro—sugirió Jonathan malhumorado.

Génesis tenía cara de llanto y estaba a punto de tragarse todos los mosquitos de la montaña.

—¿Qué es eso? —Ana se acercó al cuerpo con el rostro ceniciento, se agachó un poco y levantó una estatua de madera de María Lionza... La deidad custodia de la montaña.

Jonathan clavó sus ojos en la muerte desnuda de contextura esbelta... Un mareo lo descontroló... las náuseas al ver aquella mujer lo atormentaron. Aquella era la misma figura que su hermana menor encontró dibujada en un camino de viejos árboles frutales en la montaña, y la condujo a la muerte… Intentó quitársela de las manos a Ana pero ella se inmutó.

—Tú no crees en estas cosas—dijo la joven aferrándose a la estatuilla—… Ni siquiera crees en Dios... Arrepiéntete, hombre de poca fe.

—Ana no es momento de jugar… Dame eso…

—No—admitió juguetona—… Esta fino, vale…

Ana presa de una incontenible exasperación, quizás ejecutada por la excitación de la aventura y la tragedia se inclinó tomando su delgado brazo, y le propinó un flameante beso allí mismo… Sus labios magnéticos acariciaban su mentón y lo mordían… sabía que aquella hermosa satisfacción solo era pasajera, que un hechizo siniestro se había apoderado de ambos al contemplar aquel espectáculo macabro. Nada tenía sentido, todo era un chiste tenso que un pésimo profanador contaba ante ruido de las manecillas de un viejo reloj de sala…

Quería arrancarle de las manos aquella fea creación de algún artífice de maquiavélicos procedentes. Miró al cadáver y se sintió miserable por haber escuchado aquel llamado; ahora estaban en un lío... De alguna forma la montaña los reclamaba, los atraía y los devoraba. Tal como ocurrió hace nueve años... Aquel día, poco a poco, empezó a revivir el tormento que lo hizo perder su creencia y que empujó a su familia a la destrucción... Porque así lo anunció el portavoz del infierno...

«Dejad, los que aquí entráis, toda esperanza».

Otra vez, querida vida…

Lo vuelvo a intentar.

Yo solo quería un día diferente…

Uno donde me dijeran un «te amo».

Pero no es así.

Nunca es así…

Supongo que debo acostumbrarme.

Yo…

No puedo enamorarme.

Tienes razón, yo tampoco estaría junto a alguien así…

Lo siento.

Al fin, y al cabo… me merezco, esta soledad.