Capítulo 4.
¿Quién más fue motivo de su tristeza? Más que aquel amor perdido, infructífero como la tierra árida que solo aporta cosecha ponzoñosa. Y con el corazón atascado de veneno caminaba día tras días, en aquella osada autopista conocida como vida. Cuánta tristeza, cuánta pérdida… Que feliz se hallaba en aquellas fotos, capturadas en el pasado efímero… parecían de otra persona. La extrañaba en ocasiones, sobretodo cuando recordaba que su cuerpo sería de otro… como antes de suyo, sus besos y abrazos. No existía consuelo para aquella melancolía impertinente que poseía su mente, algunas veces…
«Maldito sea el tiempo—pensó afligido—, que nos separó».
Pero sabía, en el fondo del abismo subconsciente… que fue él quien asesinó su amor por dignidad. Que hermosa se veía ella en sus recuerdos dolorosos y borrosos. Ya no la quería, era cierto… pero la quiso con aquella dulce locura. Quiso abrazarla, besarla, hacerle el amor, conversar y otra vez. Pero nada se compara con aquel agujero en su pecho por el que se derrama el sufrimiento.
¿Quién era testigo de su soledad? Los días grises que acompañarán a Jonathan Jiménez por toda la eternidad. En sus sueños veía espectros atormentando cuerpos, afligidos por su propia miseria… Toda la existencia se componía de sufrimiento. Todos morían, incluso él… Pero no quería que ella muriera. No. El padre Claudio dejó morir a su hermana durante el negligente exorcismo… Y como una profecía predestinada, Ana caía en picada al mismo destino funesto.
La joven dejó de comer y casi no ingería líquidos. Estaba pálida por el encierro y cuidarla hería, más que a nadie… a su propia madre. La señora Marcano estaba envejeciendo por el cansancio, a la cuenta de un año por día, estaba cansada y nerviosa. Aquella euforia demoníaca se contagiaba como una gripe infecciosa… La mujer demacrada veía rostros en las ventanas y mantenía la casa en un perenne encierro hermético. Cortinas corridas y puertas selladas… Había dejado el trabajo para cuidar de su hija enferma y no recibía visitas. Jonathan se topó con una puerta cerraba y al otro lado una bruja de cabello desaliñado y tez pálida… La señora Marcano lo ahuyentó a gritos, pregonando sobre los bajos intereses de su hija al fijarse en él y que la dejara tranquila. El padre Fernando dejó de asistir a la casa cuando la mujer lo amenazó con un cuchillo durante una de las sesiones de bendición. No supo mucho, salvo que el padre se marchó enfadado con el pesado maletín bamboleándose en su brazo como si lo fuera a lanzar…
Cada vez que bajaba por la calle Penitencia miraba la casa solitaria de la señora Marcano, el árbol de pumalacas lucía una gruesa alfombra de hojas muertas y el suelo del pequeño porche era usado por una gruesa capa de polvo. Solía recordar a Ana sentada junto a él en aquellas sillas de hierro, pero al parecer los chatarreros se las robaron todas… Y lo más triste de todo era que la estaba olvidando... Olvidaba el rostro de Ana, su espeso cabello negro rizado y su piel oscura «pero no tan oscura»… Que lo hacían sonreír en su soledad. Aquellos días nunca volverían, se habían ido para siempre… Evaporados de la faz de la Tierra por un destello devastador. Añoraba aquellas noches en que su amor era lo más importante… Las llamadas tiernas, los sonrojos, los besos tímidos y el retozar de sus cuerpos compartiendo calor… Y mucho más que no lograron… al final sentía ganas de llorar. Ana estaba encerrada, en pésimas condiciones, y su madre caía en espiral al mismo agujero.
Jonathan saltó la reja desconchada y aterrizó con dificultad sobre la gruesa alfombra de hojas muertas. Debajo podía esconderse cualquier animal venenoso, así que se movió con cuidado hasta llegar al polvoriento porche sin hacer ruido. Cuando llegó ante la gruesa puerta de madera, cuidadosamente protegida por una reja a modo de protector, se acercó y escuchó… un silencio sepulcral similar al nostálgico cementerio del pueblito. Una voz en lo profundo del silencio, el aire circulando por la casa sellada, un susurro ininteligible y un sonido extraño… La casa olía a cal viva y debajo del fuerte aroma, un desagradable desperdicio se filtraba por las rendijas. Jonathan se retiró sin hacer ruido y subió con cuidado por la reja un poco floja… La mata de pumalacas se alzaba sobre la pequeña casa, desprovista de frutos hasta el próximo mes.
La patrulla se detuvo frente a la casa, Jonathan resbaló y se lastimó las rodillas con la caída. Justo cuando no los necesitan, aparecen los condenados… Se levantó manchado de polvo y el policía lo miró severo desde el vehículo.
—¿Qué más te ibas a robar?
—Nada señor…
—Estos chatarreros están acabando con el país. Se roban todo el yerro que encuentran, por Dios…
—Es que… aquí vive mi novia.
—Si ella ya no quiere verte… Entonces deberías dejarla en paz.
El joven frunció el ceño y se mostró reacio.
—Usted no entiende… Esta pasando algo extraño… Ella tiene un problema desde que fuimos a una de las quebradas… Necesita ayuda… No debí juntarme con esa gente.
—Chamo—el policía colocó los brazos sobre la ventanilla y el nombre «Juan González» sobresalió de su uniforme azul cielo—… Este pueblo es muy raro—lo miró largo rato y habló como para si, con la confianza que se tienen los paisanos—... Vivimos cerca de una montaña encantada. Yo… he visto los peregrinajes a la región. Los santeros, paleadores y brujos se reúnen para realizar sus ritos. No pertenezco a aquella hechicería, pero… Te advierto que elijas con mucho cuidado a las personas con quien pasas el rato. Las personas de aquí creen en muchas cosas. Son fanáticos extremistas… Las paredes cubiertas de estatuas, velas e inciensos; los brujos que reciben azotes en su mítica superstición y los babalaos que sacrifican chivos y degüellan gallinas con la certidumbre de arreglar su suerte.
»Puedes perderte en aquel túnel obscuro de abyecto jolgorio de ritos paganos; una ves inmerso, solo puedes avanzar sin saber cómo detenerte… Y te conviertes en la religión, formas parte de ella, te hunde, te hace creer… Aquella montaña es otro mundo, bajas en un océano negro sin fondo… ¡Cuídate de la montaña!
—¿Por qué me está diciendo todo esto?
El hombre se mostró serio, casi bordeando la reflexión… pero su tono se suavizó y una sonrisa burlona brotó de sus mejillas cubiertas de vello hirsuto. Su voz recobró la brusquedad y sus ojos cambiaron, pensó que aquella voz ni le pertenecía, que un espíritu estaba hablando a través del policía. Jonathan se sintió inseguro al mirar aquella dura mirada de pedernal… pero sorprendente el policía se encogió de hombros.
—Porque no tengo nada mejor que hacer.
El oficial arrancó la patrulla y aceleró a toda velocidad por la despoblada calle agujereada. Jonathan contempló la acera cubierto de grietas y hierbajos… pensando en todo lo que había escuchado. Levantó la vista al sur, la cadena de montañas se alzaba verdosa y nublada con tentáculos de espuma; el cielo pálido, fúnebre… Acompañaba a la montaña Sorte en su densidad crepuscular con matices de punto naranja, violetas y dorados… Al verla, a la distancia, sentía una atracción oceánica al lugar. Lo llamaba… con sus pezuñas sucias y su aliento violento. Tuvo un sueño, que se hizo realidad al despertar; había muerto. Y los días no pasaban y las puertas no se abrían… Y en aquel mundo no existían personas, en las calles vacías. Solo fantasmas, en el pueblo todos estaban muertos… Era un purgatorio.
Y las puertas inmensas de madera se abrían con un crujido cordial, casi amistoso en su bienvenida. La catedral se alzaba a lo alto del cielo junto a un campanario que no funcionaba desde hacía décadas… El tiempo envejeció la pinturilla amarillenta, pero el edificio gozaba de su encanto sagrado. En lo alto, la señal de la cruz era un recuerdo de su presencia e impacto en el mundo; en lo bueno… y malo. Más como un recuerdo del cristianismo viviente, cuya existencia estaba condenada a la desaparición forzada… El mundo estaba olvidando a Dios. Y eso… formaba parte del crecimiento de la civilización.
—Jonathan—el padre Alejandro lo recibió con una túnica marrón y un cordón de tres nudos ceñido en la cintura. Se parecía un poco a las imágenes de San Francisco, pero sus ojos se notaban tristes; ausentes a veces… Como si extrañará la vida normal de un hombre feliz—… Has crecido bastante.
—¿Puedo ver al padre Fernando?
—Sí, pasa—el amplio recinto de techo alto, de tablas de madera y paredes blancas con vidrieras coloridas lo recibió con una melancolía entrañable. El altar era de piedra y a su lado los santos católicos exhibían sus semblantes adoloridos—... Recuerdo que tu familia venía todos los domingos a la misa que daba el padre Claudio, siempre se sentaban en el mismo lugar.
Las largas butacas de madera oscura permanecían inmóviles. Eran portadores de recuerdos, encerraban alegrías y tristezas… pero a simple vista, solo eran sillas con cojines para las rodillas de los crédulos. Jesús en la cruz, José y María afligidos, San Francisco y el resto… En otros tiempos, para él la iglesia era un santuario y no un lúgubre mortuorio. Tiempos en que Francis y su madre estaban vivas y su padre no bebía…
—Parece que fue hace media hora.
—Una tragedia… Pero, Dios, le da sus más duras batallas, a sus mejores soldados…
—No quisiera ser su mejor soldado. Solo quería tener una vida normal… Una familia completa.
Jonathan esperó conmovido en una de aquellas butacas alargadas. Las llamas del atardecer se filtraban por los crisoles coloridos que conformaban los episodios de santos beatificados. Suspiró profundamente… intentado adivinar en cuál asiento Ana venía con su madre a escuchar la misa y consagrarse. En una de aquellas ocasiones, cuando sus días estaban pintados de amor y no de tristezas; ella le preguntó si querían casarse por la iglesia. Aceptó… Tenía que confirmarse, por supuesto… La idea le pareció muy agradable, aunque tuviera que fingir falso aprecio por el catolicismo; el solo pensar en una unión tradicional lo cobijó con sonrisas y besos trémulos. Pero ahora solo sentía mucho dolor… clavado, profundamente en sus entrañas como una daga envenenada. Por un momento, imaginó a Ana entrando por aquellas pesadas puertas con un pomposo vestido blanco que brillaba en contraste con su tez morena, y sus rizos oscuros y sus ojos inmensos, y su olvido. Su caminata risueña al altar… parecía tan maravilloso. Y lo soñaba, amaba a Ana con locura y la salvaría.
—Joven—lo llamó la voz grave de Fernando con el sombrero negro ladeado y unos lentes oscuros.
Jonathan levantó la mirada del piso de mármol con aflicción. Escondió las lágrimas… El sacerdote le devolvió la mirada ausente, áspera, su piel arrugada era una cáscara que el tiempo y las dificultades habían maldecido.
—Por favor—entonó el muchacho, la voz le salió demasiado aguda frente a los sacerdotes; no sabía cuánta era su tristeza—… Ana está en peligro. Su vida… Su alma. Yo… No quiero vivir sabiendo que pude haber hecho más…
Y allí, sin importarle que lo mirasen, rompió a llorar con el rostro oculto en las manos. Fernando se acercó a él como una figura alta y negra, se inclinó y tomó su hombro con una paternidad que le rompió el nudo en la garganta.
—Debes tener fe—replicó el hombre—, debes orar, ayunar y creer… que Dios librará a todos del mal... Y así será.
Cuando habló, la voz le salió enmarcada por la aflicción.
—Pero usted no entiende, señor… Ella y su madre... Necesitan ayuda... Necesitan a Dios… Yo, lo necesito a usted también.
Fernando le susurró algo al padre Alejandro en italiano. El padre asintió y recalcó un par de palabras más que no entendió. Ambos hombres lo miraron inquisitivos durante un momento que pareció una gélida eternidad. Finalmente Alejandro habló con su peculiar voz de narrador.
—El sacerdote Fernando Espinoza irá contigo a la casa de la señorita Marcano para impartir el mensaje de salvación.
Jonathan se contuvo ante la oleada de llanto que lo arrolló, quiso levantarse de la butaca y abrazar al anciano Fernando, pero se aferró al asiento. El sacerdote buscó su pesado maletín y en un parpadeo estaban bajando por la empinada calle Verdad, con un purpúreo atardecer despejado y el sol naranja escondido entre las casas… Fernando parecía vestir un traje hecho con plumas de cuervo y su sombrero le daba un aspecto fúnebre en medio de la acera desolada, como un emisario de la parca. Jonathan más bien tenía apariencia andrajosa, estaba muy delgado por la pésima alimentación a base de harina y agua, lo más destacable de su rostro eran unas horrorosas ojeras; el cabello largo y descuidado se le pegaba a las mejillas por el sudor. Sus ropas eran viejas y tenían agujeros, las debía lavar a mano pero se rompían, así que solo las limpiaba con jabón cuando despedían un fuerte olor avinagrado. Miró los zapatos del anciano y eran muy negros y lustrosos; en cambio, los suyos estaban gastados y las suelas hablaban. ¿El trabajo de sacerdote pagaba bien? Se preguntó mientras tropezaba con una piedra en la acera. A aquella hora la calle parecía muerta, no habían niños pidiendo comida, ni vagabundos rezando por un tabaco o policías buscando el rebusque. Nadie. Solo ellos… Un vasto mundo incomprensible de silencio, pero entendible. Quizás pudiera fingir ser un ferviente religioso del catolicismo y dedicarse a la iglesia como sacerdote, así sus zapatos no tendrían que ser una talla más pequeña… ni sus ropas tendrían que estar descoloridas. Una vida digna… No sabía qué hacer con su vida. Una vez su padre intentó enseñarlo a manejar, pero era muy malo para recordar los cambios y caía en cada hueco… Tampoco era bueno en los deportes como su tío, que firmó con una liga de béisbol y se fue del país hace mucho. Caminaba sin rumbo, huyendo de crecer… De convertirse en alguien. Sí, era una estupidez continuar detrás de Ana; ella quería estudiar medicina y ser una gran doctora.
«Ella tiene sueños, aspiraciones, metas… Yo—sonrió en silencio y soltó un suspiro triste—… No sé qué hago con mi vida. Creo que lo mejor sería alejarme de ella, hasta que encuentre a alguien mejor que yo».
Aquella nostalgia le lastimó la garganta y no pudo tragar saliva. Sintió los ojos sofocados por lágrimas y…
—¿Qué tal te parece el padre Alejandro?—La voz de centinela de Fernando lo trajo de vuelta. Estaban a la mitad de la calle Verdad… Junto a casas deprimentes.
—Pues—no lo había pensado, no quería pensar en Ana y el futuro, así que solo habló sin pensar—… Siempre me pareció muy triste. Cada vez que habla, como se mueve y como mira a las parejas; es como si estuviera llorando por dentro. No pasa todo el tiempo… Hace años, cuando aún íbamos a la iglesia… Había un casamiento y el padre Alejandro impartió la misa y… Nadie se dio cuenta de su profunda tristeza cada vez que veía a los novios. Cada palabra le salió con mucho esfuerzo, como si hubiera llorado toda la noche… Es mucho peso para cualquier hombre, incluyendo el más célibe, el llevar una vida casta, apartado de todo contacto amoroso. Yo pienso, que ellos son los que más sufren, que desean tener una vida normal: una pareja, una casa, hijos… El amar… No tiene precio. Y creo que el premio del cielo, no vale el sacrificio del amor en la Tierra…
Fernando ocultó el rostro bajo el sombrero de plumas de cuervo y asintió, pensativo. Un rosario saltó de su cuello arrugado y permaneció suspendido en el aire; la cruz de aquel collar de cuentas resplandecía, como si fuese de una madera brillante, dorada… El anciano se lo guardó bajo el traje con recelo.
—Eres muy sabio para tu edad…
—¿Cómo lo sabe?
—Cuando nos conocimos, te dije que mi Carisma era el Discernimiento.
—¿Cuál es mi Carisma?
Se alegró de preguntar tal hazaña. Debía ser un don grandioso, solo eso tenía. Pero Fernando no dijo nada en toda el trayecto, solo caminó raspando ligeramente la acera con sus suelas. Quiso preguntarle otra vez, cuando llegaron a la calle Penitencia, con aquella montaña fúnebre escondiendo el sol en su madriguera, pero no le salieron las palabras… Los últimos rayos naranjas traspasaron la verdusca formación y les pintaron los cabellos con tonos vivaces… El mundo parecía tan irreal en aquel momento, un sueño que era más que un sueño. Aquella reja desconchada, la alfombra rosada bajo la mata de pumalacas y la casa vieja y abandonada…
Vio deslizarse una figura negra, muy alta y delgada que desapareció cuando se detuvieron y llamaron a los habitantes de aquel decrépito santuario. Miró por última vez la alta montaña Sorte, hipnótica… Lo atraía, como aquella estatuilla de María Lionza atraía a Ana con locura… Los demonios habitaban en el exilio, infectando lugares, personas…
Todo era irreal, todo era un fugaz sueño. Fernando lo sabía y Jonathan, estaba por descubrirlo. Porque somos un sueño, y ellos están despiertos… Sufriendo…
Estoy ebrio.
No tanto como para presumir de mi estado.
Pero si lo suficiente…
Como para pensar en mi vida.
¿Qué estoy haciendo con ella?
Escribo, leo un poco, me enamoro de vez en cuando y no llego a ningún lugar.
Solitaria vida, para mí, siempre es así.
Solo… En este agujero de mi vida triste, intranquila y fugaz.
Odio estar solo, con mis pensamientos, pero también odio el estar acompañado y sentirme solitario.