Continuación del Capítulo 1.
El magician tenía una horrorosa cicatriz en un ojo ciego. Era alto e imponente, de hombros anchos y unos brazos como fuelles. Pateó la fina espada a sus pies, lejos de si, y desenvainó un grueso mandoble entre palabras obscenas. Olió su esencia: pelo quemado y a incendios... Un demonio rojo. Las rodillas le temblaban con mirarlo, ese hombre debió haber quemado vivas a un centenar de personas. Lo podía ver, sentir, todo ese dolor escociéndole la piel. El nombre Alfred Van Lene le sonaba... De alguna de las historias de Sir Cedric.
El jaque sonrió enseñando unos cuantos dientes de plata. Tenía un pecho musculoso enmarcado en sigilos de Maeglafia. Símbolos de una antigua lengua. Marcas azules que evocaban poder. Levantó los brazos, apretando los gruesos omoplatos y describió un fiero arco, con un destello plateado que impresionó al público. Empuñaba una espada ágil y grácil, elegante, comparada con el grueso mandoble de Alfred. El magician de la cicatriz se quitó la capa, dejándola en el suelo. Abajo llevaba una túnica negra que se le ceñía al robusto cuerpo. Los sigilos azules del jaque brillaban cuando se movía: pasaban del azul al verde y luego al dorado. Sin más... Se lanzó sobre el otro.
Fue el movimiento más rápido, fuerte y brutal que había visto. El magician iba a levantar la espada para detenerlo, pero lo pensó mejor y retrocedió. La hoja cortó el aire con tanta fuerza que los oídos de Annie silbaron. El jaque siguió atacando, bailaba con mucha agilidad, evadiendo al hombre de la cicatriz que apenas se defendía. Describió un círculo alrededor de los tajos violentos de su oponente, dando estocadas, cortando... el magician retrocedió bañado en sudor.
Sangraba por un centenar de cortes a través de la túnica ceñida, parecía un borracho dando tumbos. Alfred Van Lene, herido, aulló y describió círculos con torpeza. Sus pies buscaban al jaque... Dolorido, se acercó como una presa rabiosa. Estiró un largo brazo y tomó la muñeca del jaque en un movimiento desesperado. Lo lanzó al suelo con estrépito.
Annie pensó que se lo había roto. Alfred se lanzó, quería rematar al jaque... que se levantó rápido como un zorro. Esquivó el grueso mandoble y con un limpio tajo le cortó el vientre al magician. Un horroroso grito se levantó por encima del escándalo de la multitud. Alfred parecía que iba a morir, por la forma en que se apretaba los intestinos salidos... Eran serpientes azules que salían de su interior. Famélico, casi sintió lastima por él. Sentía mucha repulsión. Ver toda esa sangre la hizo abrazar al alquimista. Por otro lado, los ebrios vociferaban maldiciones y bebían como si fuera una pelea de perros.
Un cuerno de vino voló desde la multitud, trazó una curva en el aire y se estrelló con Alfred Van Lene. El vino ardiente chorreaba sobre el perdedor, lamiendo sus heridas con ferocidad y corrosión. Se retorció por el ardor como un gusano.
El jaque inclinó la cabeza, depuso su espada y se alejó un poco malogrado. Pero el magician herido soltó un gruñido casi animal. Susurró unas palabras y de su brazo brotó una lengua de fuego dorado, que envolvió al jaque... con un quejido. El aire se cubrió del aroma a pelo quemado y piel chamuscada. Su piel saltó con un chisporroteo grasiento. Una pincelada de perfume de... «Grosellas».
«Una casa vieja que arde en llamas... junto con viejos recuerdos—Annie intuyó un pensamiento flotante, lo captó—. ¿De quién era aquel pensamiento?».
El grueso y afilado mandoble de Alfred Van Lene, el mago de la cicatriz... se abrió paso en la sien del jaque envuelto en llamas. Esparciendo un reguero de sesos, huesos y sangre por los adoquines... uno de los ojos cayó cerca de donde estaba. Annie soltó un grito, y se dobló por la cintura con horcadas. El joven le cubrió los ojos y la envolvió con su cuerpo. Olió un perfume de azafrán, apartando las náuseas de su mente.
—Vámonos.
El lugar rompió en festejos, vítores, aplausos y el chocar de las bebidas. La capa negra del alquimista la envolvió, llevándola con cuidado a un sitio lejos del ajetreo y el olor ferroso. Cuando abrió los ojos... estaba lejos del ruido, de la sangre, de los hombres y las mujeres malvadas. De duelos a muerte y peleas encarnizadas. De todo, menos de aquel... ¿aquel? No sabía su nombre. Estuvo toda la noche con un misterioso joven atractivo.
—¿Cuál es tu nombre?—Preguntó, risueña.
—Soy Sam Wesen.
—Aja—sin darse, cuenta lo tenía tomado de la mano. El guante era terso y duro—. Y yo soy la hija pérdida de Courbet.
—No tengo problemas con ello.
—¿Sam?
—¿Sí?
—¿Por qué lo mató? Es decir... Había perdido la batalla. Ninguno debió morir... Ellos solo se mataron sin necesidad de motivos claros.
—Así es la vida—los ojos sangrientos de Sam lanzaron destellos acuosos—. No se deja de luchar... hasta que se muere. El morir implica dejar atrás todo por lo que has peleado. Los primeros que habitaron esta isla debieron sentirse frustrados. Estaban muertos, pero por alguna razón seguían caminando, arañando el suelo y teniendo hijos infelices.
—Fue horrible.
—No debió ver eso. Suele pasar a estas horas del festival. Cuando las bebidas ya han destruido el pensamiento racional. Los jaques huidizos o los magos errantes borrachos, retan a los magicians. El juramento otorga un comportamiento a la altura del estatus, que conlleva el cargo de protector. La mayoría ignora estos berrinches, pero, pasa que los magicians más belicosos son los que ceden ante estas provocaciones.
—¿Por qué te llamas como un héroe de la antigüedad?
—Porque sí.
—¿Los Wesen no estaba extintos?
—En los huesos—Sam se pasó un dedo por los labios.
—¿Tus padres estaban obsesionados con el Héroe Rojo?
—Haces muchas preguntas, Annie—un brillo húmedo cubría su boca. Sus labios rojos manaban un fragante aroma.
Sus manos tomaron su cintura con suavidad, la atrajo. Su pequeño cuerpo se pegó al suyo. Sentía su calor ¿O ella estaba acalorada? Era un palmo más alto y la miraba, no a ella, a sus ojos... ¿a sus labios? Su rostro se acercó, aquellos ojos sangrientos se desvanecieron. Annie entreabrió los labios, esperando. Sam estampó su boca. Su beso era un cosquilleo en toda la cara. Una corriente energética recorrió su cuerpo a toda velocidad, dando vueltas y retumbando. Sus labios eran miel pegajosa y suave, tenían un afrodisiaco más poderoso que la Lujuria impregnado en la carne... Era un beso suave, quizás el más suave que sentiría en su vida. Sus bocas se unieron, existía pasión, ternura, gentileza... El calor le nació en la boca con un profundo ardor y le recorrió el pecho, el estómago, los intestinos, el vientre. No necesitaba respirar pues sus pulmones se llenaban de calor... ¿Era amor? El exquisito dulzor del azafrán la hipnotizó. Sintió que se derretía a sus pies. Indigna de besar a tal creación. Cuando el beso terminó, tenía la respiración acelerada. El rostro gentil de Sam apareció flotando ante ella con una sonrisa.
—¿Estoy soñando?—dijo sin pensar.
—Quizás —le respondió. Su aliento olía a canela, nuez moscada, vino picante y... «azafrán». Quemaba en la nariz. Su esencia hermosa era un perfume de rosas, mezclado con un profundo abandono—. Dicen que morir es como soñar. Pero yo pienso que es mejor vivir.
La besó otra vez, con soltura... Sus manos acariciaban su cabello, sus finos rizos de oro fundido eran estirados por los dedos cálidos de Sam. Sus bocas se unían en una batalla de placeres. Quería besarla, devorarlo, poseerlo. La euforia, espesa, le nublaba el juicio. Tocarlo era lo mejor. Quería sentirlo con cada gramo de su ser.
—Te necesito—confesó Sam... casi como un susurro.
—Y yo a ti—su mundo consistía en besarlo. Toda la noche. Que aquel sueño no acabara nunca. Sam deshizo el beso, y se acercó a su oreja. Su respiración la puso a temblar.
—Estás bajo mi control—ordenó, existía un poder absoluto en el tono bajo de su voz. Annie se sintió flotar en una nube de algodón mientras le susurraba. Aquellos ojos rojos lanzaban chispas ondulantes. La sensación de placer se volvió agobiante, la poseía, la tomaba, la estiraba hasta el límite, la envolvía con fraternidad y la rompía en pedazos. Como si le hubieran quitado sus sueños y esperanzas—. ¿Estás bajo mi merced?
—Sí —susurró sin contenerse.
—Harás todo lo que te ordene.
—Sí.
Un fulgor carmesí atravesó sus entrañas. Su mente no respondía, estaba quieta mientras aquel extraño la tocaba. Bajo su merced... Lo sentía a través del camino invisible que los unía. Sus palabras resonaban huecas dentro de su cabeza.
—¿Si te pido que me entregues tu cuerpo, lo harás?
—Lo hare—asintió, cansada. Bajo su piel refulgían fuegos celestiales. No podía renunciar a las sensaciones. Su mente estaba nublada por un denso humo afrodisíaco.
—¿Robarás y matarás si te lo ordeno?—Preguntó Sam con una sonrisa lobuna. Unió sus labios con un beso húmedo.
Annie se estremeció, de su boca escapó un gemido de necesidad. En su cabeza se removían fulgores hirvientes. Entre sus piernas sentía un calor abominable. La humedad predominó entre sus muslos, con adulterio.
—Sí—con cada beso perdía control de si misma.
Su mente y cuerpo eran dos astros lejanos, cortados por velos de galaxias espirales. Se lamió los labios en busca de aquella sustancia delirante. Perdía el control... Sam se mecía bajo la fuerza inclemente de la brisa.
—Eres mía.