Capítulo 2: Nunca perderemos la esperanza.
—El tiempo se acaba—dijo una voz suave.
—Están cada día más cerca, y lo que implicaría—otro voz, desenfocada.
Escuchaba voces a través de las paredes. Bajó a la oscura biblioteca, el alquimista le estaba hablando a las sombras... ¿o hablaba solo? Las voces variadas se unían en coro. Las siluetas se desdibujaban en la oscuridad, adquiriendo formas extrañas.
—No puedo hacer nada por ella—inquirió el alquimista—. Pero lo hecho, no se puede deshacer. Cuando armas una trampa, debes tener el estómago para matar a la presa. Si logramos retrasar lo suficiente a los del castillo, los sureños podrán rebelarse. Un nuevo regente se alzará con su propia historia.
Se acercó más, para ver a aquellas sombras... sentadas alrededor de la mesa. Sus pisadas resultaron extrañamente silenciosas mientras bajaba por la escalera. La oscuridad flotaba en el techo, una forma negra volaba en un remolino sobre las estanterías.
—Es una pena—dijo un joven. Tenía una sonrisa cruel.
Unos ojos violáceos bailaban como esferas de humo. Niccolo lo reconoció por el cabello plateado... «Un Daumier, un perjuro, un nahual». El cuervo voló hasta la vela en el centro de la mesa, aquellos ojos de pedernal lo miraron de manera extraña... soltó un graznido. Un gusano se removió en sus tripas. Todos guardaron silencio al ver a Niccolo. Un silencio aterrador, donde enterrar los pensamientos. Se le congelaron los huesos.
—Niccolo Brosse—Sam le señaló una silla. Se abrochaba la capa negra con un dragón de plata con los ojos de granate—. Siéntate con tus compañeros.
Escuchó una melodía. Aunque quizá solo fueran cosas del cansancio. Había una voz muy suave, casi empalagosa en su mente... dando vueltas:
«Que dirías si tú escoges una estrella, vuelo alto y voy por ella. Si te llevo a otro universo, y después te pido un beso... y si bailamos esta noche y te llevo aquí en mi corazón.».
«¿De dónde es esta canción?» pensó, intentado despejar su mente.
Se sentó en la mesa junto a los enemigos. Sintió un vacío glaciar en el estómago, recorriendo su vientre con punzadas de dolor: estaba rodeado de personas, pero se sentía muy solo. Tenía ganas de abrazar a Mia, en medio de toda aquella melancolía. No supo explicarse a si mismo el porqué, pero pronto... recordó que ella lo odiaba y algo en su pecho empezó a rasguñar sus costillas.
«Si te cuido... cada día». Era una canción que escuchó afuera de la biblioteca. «Que dirías. Si yo aquí estoy... Y nunca me voy... ¿Me dirías que no?».
—Yo le dije que no—murmuró por lo bajo.
El cuervo caminó por la mesa, frente a Niccolo. Juzgándolo con sus ojos de grajo. No le gustaba la mirada furibunda de Camielle Daumier... sentada frente a él con una sonrisa lasciva. La luz intermitente de la vela arrancaba destellos plateados de su piel pálida. Miró de soslayo al hombre cadavérico a su lado... Gene sonreía. El rostro huesudo, lampiño, blanco como la leche cortada y flaco como un palo. Su cabello color arena estaba bien cortado y sus ojos color hielo eran inexpresivos, malvados.
—Ya—susurró con una voz suave—. Se va a mear del miedo.
—Ellos son aliados míos—aclaró Sam levantando una mano—. Camielle es un aliado de la Sociedad de Magos, un discípulo de Pisarro que envió, para cumplir una importante misión.
Niccolo asintió acobardado, no sabía que más hacer. Daumier no le quitó los ojos de encima. Las motas de sus iris bailaban en sus cuencas. Fuego siniestro. ¿Qué veían aquellas cortinas burlonas? El alquimista los juzgó a todos con la mirada sangrienta
—Podemos hablar—dijo, cómplice.
El cuervo salió despedido con una torbellino de plumas negras y se perdió en las estanterías.
—El mensaje no llegó—comenzó Gene y se sintió embelesar ante aquella voz suave, embriagadora, como el buen vino—. Cruzaban el Bosque Espinoso hasta Rocca Helena. No pudieron explicar la desolación del bosque, moribundo... No existía ningún ser vivo. El viento y sombras eran sus única compañía... Se estaban volviendo locos. La guarnición del Premieré Château acudía al llamado. Las cartas a los fieles no dejaban de llegar desde cada rincón de la isla. Los magicians reunieron una caravana y partieron ante los misterios que se escondían en lo profundo de la espesura.
»El primero desapareció la tercera noche del viaje. Según Jean, que estaba de guardia: se levantó a medianoche a echar una mead, se quedó mirando las estrellas... y desapareció. Todos creyeron que algo se lo llevó. Luego fueron dos, se los llevaron mientras dormían. Eran extraños animales. Los que los vieron no pudieron hacer nada. No podían moverse, no estaban asustados. Pero de alguna forma no podían levantarse de sus asientos. Era como si... las voces dentro de su cabeza se hubieran apagado.
»La noche onceava un... demonio los atacó en medio de la oscuridad. Jean me juró que era un hombre con piel de caribú, tenía zarpas negras como espadas. El rastreador lo había sentido, pero creía que estaba confundido... nunca había detectado a un animal así en su visión. Lucca se quedó atrás mientras aquellos insurgentes combatían al monstruo. Jean tomó un caballo y lo reventó hasta el pueblito. El caballo botaba espuma por la boca y ambos estaban cubiertos de sangre. Corrí a ayudar al rastreador cuando se desplomó, estaba cercenado. Murió como un cerdo, horas más tarde... en una cama ensangrentada. Lucca llegó al día siguiente, con heridas, pero solo una cuarta parte de la caravana logró atravesar el bosque.
—El Homúnculista—replicó Camielle, arrugando la nariz.
—Se supone que el Dragón Escarlata, exterminó todas sus creaciones. Quemó el laboratorio— puntualizó Niccolo, inquisitivo.
—Eso nos dijeron—corroboró Sam—. Cedric fue un héroe, pero las ramificaciones del laboratorio tenían salidas en toda la isla. Los monstruos que vieron, son los homúnculos que escaparon.
Gene asintió.
—Tomé el primer carruaje hasta aquí por orden de Pisarro.
—El rey Sisley decretó un reclutamiento—Sam tamborileó la mesa con los nudillos—. Las filas de la Guardia de la Ciudad doblan sus esfuerzos—miró por un instante a Camielle—. Escuché a Beret hablar de barcos. Los alquimistas de la Maison de Noir ocultan secretos.
—En el sur se sublevó el Gremio de Asesinos contra el Fuerte de la Ninfa—replicó Gene—. Los gremios instan al pueblo a que se rebele contra la autoridad. Los precios de la comida se disparan hasta las nubes. No hay trigo, ni cebada, ni alubias. La avena se triplicó en valor y la carne está desapareciendo. El pueblo sureño se mantiene a base de pescado y manteca. Los campesinos tierra adentro pasan hambre por las plagas. Los caminos son cada vez más peligrosos. Una rebelión está por levantarse. El reino se prepara para una guerra sangrienta.
—Sam —terció Camielle con una mueca.
El alquimista sonrió.
—El pasado esta escrito con nuestra sangre y en este momento somos las últimas páginas—Sam le dedicó una sonrisa melancólica—. Es por eso que aunque no queramos. Debemos pelear por las causas correctas. No tenemos que pagar el precio que demanda el último rey Sisley. No tenemos que ceder ante un baño de sangre.
La luz del día danzaba por la biblioteca. Niccolo creía que llevaban unos mil años discutiendo. Gene se levantó mirando a todos, se alisó la vieja capa morada, parecía muy triste.
—Nos tocará hacer cosas terribles—sonrió. Tenía una sonrisa muy blanca y bonita. Pero a pesar de estar demacrado y famélico, se lo veía alegre—. Nos perseguirán, discriminaran y matarán... pero aun así. Nunca perderemos la esperanza.
Aún le dolían los dedos de tanto escribir y los tenía manchados de tinta. La luz se filtraba por las ventanas, una luz blanca que se fue tornando amarillenta. No sabía, cómo había terminado envuelto en aquella conspiración. Su tío Vidal era un informante de Seth Scrammer, y ofreció la biblioteca como base de operaciones. Mientras que Niccolo debía recibirlos. Arriba, a su tío lo habían traído entre seis hombres, borracho con una cuba, lo dejaron sobre su cama. El perro bermellón llegó meneando el rabo y se subió a la cama mientras le lamía el rostro. Conspiraciones y homicidios.
—Lord Milne era un hombre sano y fuerte—farfulló Marcel, discutiendo con Vidal—. Lo había visto beber jarras de ron y vino... como agua. Tenía un estomago fuerte, pero ahora vomita todo lo que come. Está flaco como un hueso. Y el maître Chett. No había nadie con más vitalidad que él. Era un sanador de primera con conocimientos sorprendentes. Pero nadie abrió su cadáver. Muchos piensan que sus labios negros eran por el veneno.
Niccolo también escuchó los susurros en la biblioteca. Comentaban que el nuevo consejero del rey había conjurado con un demonio para maldecir los cultivos. Secretos en las celdas del castillo. Túneles secretos descubiertos por los guardias. Magia antigua y olvidada. El rey no era tal, sino un impostor y que aquella sombra al pie del trono podía infundir vida a los muertos. Niccolo había vistos los patrones en las estrellas. Había aprendido astrología a través de los libros... Las personas de Obscura venían que les leyera los pronósticos de los planetas. Era cierto... En el cielo se mostraban las señales de una desesperación inminente. Había tres jaulas, de las cuales solo una tenía un par de pájaros mensajeros. Las aves no estaban regresando... emigraron fuera de la isla. Sir Cedric desapareció. Los alquimistas desentierran magias inmemoriales bajo el mandato de Lord Verrochio. Se han mandado a abrir sepulturas y sitios olvidados. Se han despertado males dormidos. Las pesadillas del Homúnculista muerto vagan por el Bosque Espinoso. El comercio esta estancado. Se han perdido todos los cultivos del sur.
—El reino se muere —comprendió Niccolo—. Los héroes están muertos.
La campana de bronce tañía una larga nota grave en lo alto de la torre. Marcaba el mediodía y Niccolo sintió un violento escalofrió... como un latigazo. Los oídos le zumbaron bajo la sombra del campanario.
«Una larga nota fúnebre». Le recordó el día de la supuesta muerte del rey Joel. El campanario había llorado desde el amanecer hasta la puesta del sol. Pero cuando un nuevo alba rayó el cielo, se esparció la noticia de que solo era un engaño tonto.
«Pero aun así...».
Su tío Marcel Brosse y el guérisseur Chett habían visto languidecer al rey en su cama con dosel.
—Las fiebres se lo estaban llevando—le dijo mientras se alisaba la espesa barba entrecana sujeta en un anillo de oro—. Por más que lo intentemos... un hombre no puede vivir para siempre. Los elixires de cinabrio o cualquier otro método solo retrasan el envejecimiento. Todos tenemos un desgaste—miró en derredor como si tuviera miedo de que las paredes le escucharan—. El rey moribundo llega al borde de su vida. Esta figura aparece y...
El corazón se le agolpó en la garganta y sentía la sangre como brea. Tenían una misión. ¿Cómo se había metido en tal problema? Era un escriba soñador, le gustaban las historias de aventuras. Vivirlas en carne propia era... tenso y asfixiante. Gene le puso una mano en el hombro.
—Niccolo.
—¿Si?
No sabía dónde iban. Los siguió sin protestar, rodeando la torre. Subieron una escalinata adoquinada. Cruzaron una empedrada calle, bajo el ardiente sol y siguieron por un camino de tierra que seguía el cauce del Aguadorada. Estaba cohibido. Parecía una oveja rodeada de lobos. No podía evitar imaginar estar ante la indómita Mia, de ojos chispeantes, astutos; ella no tendría miedo. Era una auténtica maga que rehusaba del pánico y el terror. Se mantuvo firme, tal como ella lo haría.
Gene lucía la capa morada de la Guardia con costumbre, sobre el cuero negro, y la espada en el cinto. Pero Niccolo, se había abrochado la capa sobre los hombros cansados, parecía que la lana pesaba más que el hierro.
«Soy un conspirador más... en un teatro mal armado». El morado podría ser el último color que llevaría si todo salía mal. Por alguna razón, deseaba que así fuera. Quería terminar con todo y volver a su rutina de comodidad. A sus clases mañaneras con Annie y los otros niños. A sus tardes con Mia y las noches estrelladas. Pero lo había arruinado. Había cerrado la biblioteca a casi todos... Mia lo odiaba. Las noches... eran vacías y tenebrosas.
¿En que se había convertido?
Siempre quiso alejarse, pero el destino era tan terco, que la terminaba encontrando en cada esquina. Supongo que su camino era un círculo... alrededor de Mia.
En sus labios tenía el recuerdo tímido del beso de Mia. Estaba amaneciendo y no podía dormir. Recordaba el dolor con el que había llegado la joven envuelta en la capa roja. Lloraba a mares relatando los terrores que vivió: hablaba de demonios, árboles que se movían en la oscuridad, de Cedric. La tuvo entre sus brazos como una niñita, sintiendo el calor a través de las ropas que llevaban. Le regalaba caricias de consuelo. En su pecho se removían sentimientos fugaces, esperanzadores.
Estaba enamorado de Mia. Lo había sabido desde que se quedaron a ver, juntos, las estrellas. Niccolo conocía los nombres de las constelaciones y le leyó el futuro incierto a Mia. Venía de vez en cuando a hablar con él. Lo que más le gustaba es que lo aceptaba, sin intentar conocer su pasado. Se reían muchísimo, pero no era su risa lo que lo cautivó. No, para nada. Eran sus conversaciones... capaces de atravesar las murallas de su alma e integrarlo al todo. Se sentía volando junto a ella por los confines del cosmos. Mirando estrellas infinitas, brillantes, azules, tristes, vacías, eternas. A través de un vasto territorio inexplorado de maravillas oscuras y estrellas muertas. Aunque... No fue tan especial el poco tiempo que pasaron juntos. Fueron las sensaciones... que convirtieron esos recuerdos, en pequeños momentos inolvidables... que podrían durar el resto de sus vida.
La sostuvo, desconsolada. Hasta que lo besó... Sus labios tiernos se tocaron. Niccolo sintió cosquillas. Era el primer beso que daba. No sabía qué hacer. Mia lo llevó hasta un lugar oculto dentro de su mente, sin decir palabra... y lo trajo de regreso cuando aquellos labios suaves, rojos y cálidos se alejaron de los suyos. Siguieron besándose, rodeados de pilas de libros mágicos y velas aromáticas. Afuera escuchaba como los bardos cantaban sus canciones de medianoche.
Si pudiera escoger un momento en toda la existencia del universo. Sería este, sus almas bailarinas, conectadas, drogados hasta los huesos con ternura, escuchando la música vibrar a través de sus células. Mirándose como si fuéramos eternos. Ansiaba a la indómita Mia... de cabello rizado y negruzco, labios rojos y mirada desafiante.
Niccolo contemplaba los pedacitos de existencia que se desprendían de su rostro, y... eran recogidos, suavemente, por su memoria fugaz. Sabiendo, que un día todo eso sería un dulce recuerdo, y... así fue.
—Debemos irnos, Niccolo—imploró Mia.
—¿Adonde?—Quería volver a besarla, dejarse llevar—. No tenemos a donde ir.
—Lejos... A Puente Blanco, escondernos.
—No podemos.
—Vi los ojos del rey—confesó Mia mientras le acariciaba el rostro—. Cedric desapareció... ¡Lo mataron! Nada de esto me gusta. No me entiendes, Niccolo. Escuché profecías oscuras. La luna teñida de sangre. Gusanos blancos que salen de la tierra. Estoy aterrada, tú... no me conoces. No sabes por lo que he pasado. Te quiero, Niccolo. Pero no puedo permanecer en el mismo lugar... Yo—lo miró largo rato, pensando si valía la pena revelar aquella verdad. Aquel secreto que consumía su alma—. No...
Niccolo pudo haberla consolado con mucho más que palabras y caricias. Quería renunciar a todo por ella. A su rutina de comodidad. A su voluntad. A su vida. A sus libros... A la locura de sus hermanos. Abandonar la soledad. Pero tenía miedo. No podía seguir con aquello. Temía por él, por Mia.
—No sé muchas cosas sobre la vida—confesó—. No sé vivir ni nada de eso... Pero no quiero que te vayas de ella. Escuchaba las canciones, sabía que la vida no era una historia de amor. Que renunciar a todo por una ilusión era una insensatez... No podía. No por una ilusión. Una debilidad. Sus besos lo convencían de entregarse. Si renunciaba a todo por una persona... ¿En qué se convertiría? A la medianoche, Mia terminó dejándolo.
—Al final... acabé por convertirme en una persona horrible para ella.
Las botas de cuero le pesaban. Prefería usar zapatillas.
—No importa lo bueno que seamos—Gene parecía indagar en el fondo de su alma con sus ojos helados. Le dio una coraza de escamas de acero, un par de botas altas bastante duras y viejas, un chaleco de cuero endurecido con un oso negro estampado y una espada de buen acero en una vaina azul—. Las vidas que vivamos. Las personas que respetemos. Los dioses que adoremos. Las leyes que sigamos. A todos nos tocará nuestro turno de redención. Tú decides si lo haces... o huyes y mueres.
Las manos le temblaban y le sudaban bajo los gruesos guantes de piel curtida. El Fuerte de Ciervos se erigía junto a la muralla este de Valle del Rey, el castillo anexado a la enorme muralla de veinte varas parecía un bulto canceroso en la piedra: tres torres rectaban por el muro de ladrillos, unidas por un torreón alargado. Una muralla más pequeña los abrazaba en un arco de piedra.
El rastrillo de bronce estaba subido. Una de las puertas de la ciudad era custodiada por una cantidad exagerada de guardias. La ciudadela se construyó amurallada, para prevenir una invasión extranjera. Pero los enemigos nunca llegaron a la isla. Eran los vestigios de una era olvidada.
Pasaron bajo puntas oxidadas, con un par de guardias apostados a cada lado del portón. Lucían el ciervo bordado en hilo de plata a sus espaldas. Uno de ellos se le quedó viendo a Niccolo de manera hosca... pero lograron eludirlos y pasar al patio de armas. Donde un numeroso grupo de jóvenes se batían con espadas embotadas, hachas sin filo, lanzas y escudos mellados. Un joven flacucho de rizos castaños le acertó con un movimiento de revés en la cabeza a una muchacha pecosa y pelirroja. La joven se retiró llorando con la oreja sangrante. Niccolo se llevó la mano al puño de la espada, instintivamente. Le temblaban los dedos... No sabía empuñar un arma. Las espadas le parecían inútiles. Armas quebradizas. Tampoco era un mago...
Era un Brosse. En su sangre no corrían los ríos de la «quintaesencia» que le daban forma al camino del Misticismo. Los Brosse de antaño eran jinetes de alicantos: aves impresionantes de plumaje dorado. Pero aquellas bestias se habían extinto. La última era poco más grande que un halcón corriente y murió hace cuatrocientos años durante la época de la Purga.
—El dolor es bueno—replicó Gene. Caminaba a zancadas frente él, parecía nervioso—. Nos recuerda que estamos hechos de carne y hueso. Que somos humanos. Sangrar es vivir, nos recuerda que seguimos respirando. Es igual que llorar: nos recuerda que tenemos emociones y no estamos vacíos.
El muchacho soltó la espada y se arrodillo frente a la pelirroja para ayudarla.
—Muchos de ellos son buenas personas—Gene lanzó una mirada al patio mientras andaba. Llegó al pie de una de las torres oculta por gruesos árboles—. No habrá más guerras, si al caer la noche seguimos vivos… Niccolo.
Junto a la torre, a la sombra del muro, casi oculta, una mujer los esperaba con la espalda apoyada. Vestía la capa morada, era alta y rubia con el cabello recogido en una larga trenza que le llegaba a la cintura. También era muy hermosa.
Gene se le acercó.
—Lucca—llamó. Sus ojos eran dos esmeraldas llameantes. Era muy seria, miró a Gene de manera despectiva y no pronunció palabra hasta que se fijó en Niccolo.
—¿Y este?—Lo miró con desdén—. Se ve todo delgaducho y delicado. Parece que tiene leche en las venas. ¿Nos ayudará a rendirnos?
Niccolo abrió la boca para decir algo, pero no dijo nada.
—Como creí—remarcó ella, con un deje de reproche, en las comisuras de sus labios rosados. Se volvió hacia Gene—. ¿Dónde está él?—Se refería a Sam.
Gene negó con la cabeza.
—Está ocupado con Lord Verrochio.
—Muy bien—ella sonrió cargada de rabia—. Si nos descubren nos matan y él… Tranquilo, lamiendo las botas de los perros del castillo.
—Ya—Gene puso los ojos en blanco—. Hagámoslo de una vez, estoy impaciente porque nos maten.
Bajaron por una escalera en la torre, hasta llegar a un corredor con un sinfín de habitaciones contiguas. Pasaron por una sala polvorienta atestada con partes de armaduras gastadas. Doblaron hacía otro corredor con «más escaleras»… A lo lejos, se escuchaba la canción del acero. No… sobre ellos.
—Estamos bajo tierra—dijo de repente.
—¡Vaya!—Musitó Lucca—. Tienes lengua—se mostró sorprendida, aunque sus ojos decían otra cosa.
—Así es—se limitó a decir.
—¿Quién es él?—Le preguntó Lucca a Gene.
—Niccolo Brosse. Es el escriba de la calle Obscura.
—Ya veo, un escribano con una espada. Niccolo les va a rociar tinta en los ojos a nuestros enemigos y los apuñalará con plumas—parecía a punto de partirse de risa. Lucca se acercó, era cinco dedos más pequeña que él. Le tomó del brazo con un guantelete de acero, su voz sonaba picara—. ¿Eres tímido, Niccolo?
Niccolo se sonrojó. Sus mejillas se encendieron con tentáculos de calor. La proximidad de la mujer lo sobresaltó, la única que había estado tan cerca de él era Mia. Se sintió triste al recordar la conexión que tenían.
—Déjalo, Lucca.
Ella soltó una risa estruendosa. Bajaron a un conjunto de celdas oscuras. Un aroma a ozono le llegó a la nariz. Nació una luz en la penumbra. Un faro viviente… blanco y puro. Lucca tenía aquella luz suspendida en los guantes de acero. Sentía su calor próximo y su olor. Su esencia proyectada en una bola luminosa.
—La quintaesencia—murmuró, con cierta envidia. Se nacía con ella, se cultivaba en el alma y conocimientos. Poder. Energía fluyendo en la sangre peculiar. Si no nacías con ella, no eras nadie especial… no tenías el regalo de los dioses.
—Vamos—Gene siguió caminando a tientas, hasta encontrar una puerta gruesa con una perilla dorada. Rebuscó en un desordenado llavero. Un montón de llaves de diferentes formas y tamaños, escogió una llave de oro con forma de cisne—. Aquí guardaron el hallazgo de la cripta. Le robe las llaves al borrachón de sir Erich. Ese gordo no sabe dónde se queda dormido cada vez que bebe.
La puerta se abrió con un crujido. Lucca lanzó la proyección al techo bajo de la cámara. Entraron en un almacén repleto de cajas de madera, repisas, instrumentos viejos y mesas. La duda lo carcomía por dentro. Pero se mordió la lengua ante los comentarios insultantes de Lucca. Aquella luz pálida flotaba, alargando las sombras. Gene se dirigió a una mesa y la señaló. Había una gran caja de madera, sellada con clavos. Antes de que Gene y él pudieran levantar la caja. Un par de sombras moradas entraron. La esencia resplandeciente los convirtió en hombres armados con espadas relucientes. Fantasmas silenciosos con aceros relucientes.
Niccolo retrocedió asustado. Estuvo a punto de orinarse encima ante las figuras feroces. Un destello reluciente lo cegó… Gene se puso frente a él para detener una espada con la suya. El acero dejó escapar una nota aguda que le aflojó los sesos.
—¡Niccolo!—Gritó Gene, su voz se volvió rasposa—. ¡Detrás de mí!
El guardia embistió a Gene con una tormenta de acero. El hombre delgaducho y cadavérico retrocedía, retrocedía y retrocedía, temblando. Lucca fue rodeada por tres sombras moradas con el acero refulgiendo. La mujer se descolgó la capa morada con un floreo caballeresco: estaba cubierta con acero brillante. Su armadura lanzaba destellos plateados, tenía un ciervo de pronunciadas astas grabadas en el peto, sus ojos eran zafiros. Los tajos le llegaban de todas direcciones. Ella los detenía con vigor y respondía, debía tener al menos cinco espadas para defenderse de todos esos guardias. Pero eran muchos, muchos…
Niccolo no sabía que hacer. Intentó esconderse en el almacén, el sudor se le escurría bajo las capas que tenía. Se encogió detrás de un montón de cajas. Mientras los ruidos del conflicto resonaban en lo profundo de su cráneo con destellos metálicos. ¿Cómo nos descubrieron? Se preguntaba, asustado. Le temblaban las piernas, las sentía rígidas… Si hubiera tenido la vejiga llena, sin duda la hubiera vaciado en aquel momento. Se asomó de su barrera de cajas.
Lucca detuvo un tajo, recibió otro en la hombrera y las correas saltaron. Por poco le abrían la cabeza. Las espadas silbaron, cortando el aire… Un hachazo le alcanzó en un brazo y una lanza se rompió en su pierna, abollando la armadura. Estaba sangrando, el líquido parecía tinta corriendo por su guantelete. Apostada en la entrada del almacén, les impedía el avance. Dos guardias acorralaron a Gene, que tenía un corte en la frente y la mitad del rostro cubierto de sangre. A la luz del resplandor, parecía tener una vulgar mascara negra. Su capa colgaba hecha jirones.
Uno de los guardias rehuyó de
Lucca y cruzó la habitación hasta la pila de cajas. Se acercó a Niccolo con la muerte en los ojos. El joven escribano derribó una repisa de cajas. No sabía qué hacer, si rendirse o luchar, si llorar, suplicar… o sacar la espada. Pensó en Mia cuando sostuvo la empuñadura. ¿Qué hubiera hecho ella? Una magician como ella hubiera peleado, aún si no tenía una oportunidad de ganar. Sí, así era Mia. La extrañó mucho en aquel momento. Si hubiera huido junto a ella, no estaría a punto de morir. Temía por lo dolorosa que sería su muerte. Las lágrimas resbalaron por sus mejillas. Derribó otra repisa impidiéndole el paso al guardia con la espada desenvainada. La imagen de Mia llorando apareció ante sus ojos. La lastimó… Rompió su corazón. Por su miedo… Por sus inseguridades. Tenía que ser un mejor hombre. Por ella… porque lucharía por amor.
«A todos nos tocará nuestro turno». Las palabras se Gene ardían en su conciencia.
Desenvainó la espada con las manos temblorosas. Juró que la volvería a ver y que trataría de hacer las cosas mejor. La quería abrazar una vez más. El guardia se lanzó a él con un grito. Niccolo aulló y desvió el arco de acero que le iba a partir la cabeza. La espada del guardia le asestó tan fuerte en el hombro que se le entumeció el brazo. No quería morir. Estaba desesperado y la vejiga se le aflojó, dejando escapar el orine por sus piernas. Sus botas se humedecieron. Niccolo levantó la empuñadura de la espada con toda su fuerza, apretó las muelas y alejó el acero enemigo.
El hombre no flaqueó. Levantó la espada nuevamente con una estocada. La punta de la hoja buscó el pecho de Niccolo; no pudo detenerla. La hoja atravesó la tela morada, el cuero, la coraza de escamas y… sintió como le atravesaba el corazón, mordiendo su carne. Su cuerpo chocó tan fuerte contra un muro de cajas que sus dientes entrechocaron.
La hoja se hundió, sentía el frío acero pellizcando su piel. Pero, seguía vivo… El guardia forzó la espada e intentó sacarla… pero, antes… Niccolo le clavó la suya en la garganta. Una sensación asquerosa recorrió sus dedos al sentir la hoja afilada abrir la carne blanda. El hombre dio unos pasos atrás, emitiendo un gorgoteo con la punta de acero incrustada en el cuello. Arrancó su espada y la sangre, oscura y espesa… le salpicó el rostro. El olor ferroso lo acusó.
Sintió mareos y la espada se le resbaló de los dedos. Se apoyó sobre las cajas, reprimiendo las horcadas. Sentía que se desmayaba, tosiendo. Había matado a una persona… El hombre se retorcía en el suelo con las manos alrededor del cuello. Conteniendo la sangre que escapaba a borbotones. Los puntos oscuros nublaron su visión. Miró a los otros…
Lucca detuvo dos espadas con la suya y cercenó el cuello de uno de los guardias con un tajo. Se inclinó para evitar un feroz arco de acero y destrozó una rodilla con otro movimiento de la espada. El filo se abrió paso por el hueso. Una pierna colgaba de un hilo de carne… Niccolo vomitó un caldo amarillo a sus pies. Su estómago no soportaba la visión ni el olor de la sangre. El hombre mutilado cayó sobre sus manos, gritando espantosamente. Ella le clavó la espada en un ojo y… la arrancó con una explosión de hueso y sesos. Lucca comenzó a matarlos a todos, cortando cuellos, amputando manos, robando espadas y hachas. Cogió una lanza del suelo y se la encajó en la pierna a un guardia. Le arrancó la cabeza con un espadazo.
Gene seguía peleando con los dos guardias, bloqueando golpes y moviéndose torpemente. Tenía el rostro ensangrentado, una de las hojas le acertó en un muslo. Cayó sobre una rodilla con un grito y detuvo la espada del otro. Gene le lanzo una mirada de socorro. Sus ojos gélidos estaban asustados… Niccolo dio un paso con el estómago revuelto. La espada a sus pies parecía infinitamente pesada. El hombre de la garganta abierta permanecía dormido en el suelo, tranquilo. El guardia levantó su acero para separarle la cabeza del cuerpo a Gene. Se detuvo, de su boca había salido una roja, puntiaguda y afilada lengua. Niccolo temblando, se dio cuenta de que era su espada… le atravesó la nuca al hombre. Soltó la empuñadura. ¡Lo había matado!
Gene se levantó de un salto y con una estocada mortífera le destrozó la cien al segundo guardia. El pelo arenoso se le cubrió de sangre. Ocho cadáveres nadaban en charcos de rojos cada vez más grandes. Gene levantó la caja y llamó a gritos a Niccolo. Ambos levantaron la caja y salieron escoltados por Lucca mientras escuchaban el rumor de pasos y gritos a sus espaldas. Niccolo no recordó cómo, pero estaban atravesando un túnel oscuro. Lleno de polvo y ruidos extraños.
Corrieron en la oscuridad, perseguidos por sombras. Cruzaban recodos y daban vueltas en círculos. Cada vez más lejos de sus perseguidores. Llevaban una eternidad caminando por estrechos pasadizos. Le dolían los brazos por el peso de la caja. El chirrido de la gruesa armadura de Lucca susurraba en sus oídos con cigarras. Salieron a la luz sin darse cuenta.
La luz plateada de la noche. La luna creciente miraba la tierra de los hombres. Lucca levantó la trampilla cubierta de tierra de algún callejón. Niccolo vislumbró a lo lejos una estatua familiar. Comprendió… Atravesaron una calle vacía. Llegaron a la biblioteca, desolada. Colocaron la caja sobre la mesa de fresno. Le dolía el cuerpo como nunca, y de alguna manera, también su mente estaba dolorida. Se sentía aturdido por todo lo que había pasado aquel día, y por lo que pasaría de ahora en adelante. Lucca le sonrió.
—Seguimos vivos, agradece eso, es más de lo que pueden tener aquellos guardias—comenzó a desatarse las correas y dejar partes de armadura abolladas en el suelo—. Si eres un hombre… después de todo. Hay un poco de sangre en tus venas.
Lucca le cosió la frente y la pierna a Gene con el hilo de tripa y aguja que guardaba Marcel en su baúl. Le aplicó un emplaste de hojas que tenía en un frasquito y vendo sus heridas. Hizo lo mismo con las suyas: por poco no se desnudó frente a ellos, mientras se limpiaba con yodo cortes en los muslos, los hombros y los brazos. Cosió algunas heridas más profundas con gruñidos disimulados y la ayudó a venderse el cuerpo. Notó que tenía muchas cicatrices rosadas en la piel clara.
—Fuiste muy valiente, Niccolo—lo apremió Gene. Cojeaba un poco al andar.
No quería hablar de ello, las manos temblorosas no podían sostener nada. Cuando recordaba la sensación de la espada al atravesar la garganta y la nuca de aquellos guardias, su estómago se revolvía. No podía creer nada. Aquello no había pasado, era un sueño del que despertaría. Se desnudó allí mismo y se sorprendió de tener el torso manchado de sangre seca y moretones. Se desprendió la coraza, el cuero y la túnica. Un pequeño corte en su pecho exhibía la estocada le que profirió el guardia. Llevaba el cinto en la cintura y la vaina, pero había perdido la espada.
Aún así… Se sentía más vivo que nunca. Quería contarle a Mia lo que había pasado. Pero… Ella se había marchado. La iba a recuperar.
—¿Niccolo?—Vio una imagen de su padre bajando por las escaleras. Tenía el brazo mutilado chorreando sangre oscura—. ¿Dónde estás, Niccolo?
El cuerpo de su padre ardía, consumido por flamas oscuras. Las llamas de las velas proyectaban su sombra sobre las paredes del estudio. Los cuerpos de sus padres permanecían, impunes, dentro de un círculo de sal roja. Una estrella de cinco puntas soltaba un humo de olor azufrado. Su padre se había sacado los ojos con una aguja de pelo y cortado el brazo derecho con una daga de acero de cometas… ¿Qué ocurría? ¿Por qué su madre tenía el torso apuñalado y los órganos destrozados?
Las manos le temblaron. Los golpes comenzaron a dolerle… Bofetadas. Gritos. Patadas. Quemaduras. Su madre lo había maltratado físicamente… Se desahogo con violencia. Sus padres lo maltrataron. Lo destruían. Lo encerraban. No… Nunca habían sido buenos. Ellos… ¿Habían desaparecido?
La cabeza comenzó a palpitarle con dolorosas punzadas.
Sus ojos se humedecieron. El brazo de su padre colgaba de un hilo de músculo. ¿Por qué estaban mutilados? Estaba evocando recuerdos enterrados.
—¡Niccolo!—Su padre le lanzó la daga. Tenía pies pequeños porque… ¿Era un niño? ¿Cuándo había pasado esto?—. ¡Mátame! ¡Hazlo, Niccolo!
La sangre oscura pintaba las paredes. El pentagrama de sal ardía. Olía a sulfato… Sus recuerdos regresaban y . Oscilando en mente con dolorosas pulsaciones. Los recuerdos encerrados regresaban en oleadas. Se abrían clavijas cerradas. Puertas obstruidas. Memorias ocultas.
Magia negra y caos…