Capítulo 3
Hace seis años
El sol me da de lleno en la cabeza.
Me hago una trenza, pero los rizos no paran de salirse y tengo que soplármelos y metérmelos detrás de las orejas. Los dedos me huelen a pegamento, hay que despegar la costra blanca de las almohadillas.
Pero no es ni un poco frustrante, porque el grueso paquete de anuncios ya se ha acabado. Hoy lo he terminado mucho antes. Y ahora puedo ir corriendo a casa, hacer la compra e ir al hospital de la tía Ala.
Siempre me pide que llegue pronto. Hago lo que puedo para terminar de trabajar lo antes posible y correr a verla. Ahora es más o menos lo mismo. Lo del corazón no es ninguna broma. Lloré noches enteras después de que se la llevaran en la ambulancia.
Aparte de la tía Ali, no tengo a nadie. Mis padres murieron en un accidente de coche cuando yo tenía dos años. Mi tía, sin hijos y sola, me acogió y me crió como si fuera suya. Dice que me parezco mucho a mi madre, su difunta hermana, y a veces sonríe con tristeza.
Vivimos en la pobreza, mi tía trabaja como profesora de matemáticas en una escuela. Lleva a los niños a clases particulares, intenta ganarse un dinero extra, pero sigue sin poder decir que nuestra situación económica mejore.
Y entonces... se pone enferma en mitad de la noche.
Lo peor de todo, de repente. La tía Alya nunca se ha quejado de su corazón, los médicos se echan las manos a la cabeza. Pero para estar seguros, la mantienen en el hospital. La paciente se resiste y no quiere quedarse mucho tiempo, y yo apenas intento persuadirla para que atienda a razones.
Entiende que no debe comportarse como una niña caprichosa. Pero a la tía Alya no le gustan los hospitales y no puede evitarlo.
Así que me ajusto la correa de la mochila al hombro y salgo corriendo hacia el metro. Consigo saltar al vagón, apenas puedo agarrarme a la barandilla -hay demasiada gente-, pero aun así me siento satisfecha.
Está bien, todo va a salir bien. Podremos charlar más tiempo, te contaré lo de las clases de inglés de hoy. Estoy estudiando para ser intérprete en la universidad, y estoy muy orgullosa de ello.
Llego a la zona de dormitorios y subo las escaleras hasta el cuarto piso, sacando las llaves del bolsillo mientras avanzo. Una puerta arañada, un picaporte redondo y...
La puerta está entreabierta. El espeluznante hueco negro es negro porque el pasillo está oscuro.
No me siento bien. Mis pensamientos están revueltos, saltando unos sobre otros. Tengo las palmas de las manos empapadas y me suda la frente. ¿Qué hacer, qué hacer? Soy una chica sencilla, no tengo armas, ni forma de enfrentarme al ladrón.
Bueno, si ya se ha ido. Entonces sólo tengo que calcular la pérdida. ¿Y si está aquí? ¿Y armado?
Pienso frenéticamente en todos los objetos de valor. Jesús, qué hay que llevarse... un viejo ordenador que necesito para mis estudios, un par de joyas de oro de la tía Ali, un televisor... También hay una caldera y una lavadora, pero también son viejas. Apenas funcionan.
"Deberíamos llamar a la policía", por fin se me ocurre algo sensato.
Doy un paso atrás, pero de repente la cabeza me da vueltas. Tengo que agarrar el picaporte. La puerta cruje traicioneramente, el corazón me salta a la garganta y me olvido de cómo respirar.
Al cabo de unos segundos, la puerta se abre de un empujón y mi espalda choca contra la pared. Una oleada de dolor me recorre desde la parte baja de la espalda hasta los hombros.
La mano de alguien me aprieta la garganta y mis ojos se oscurecen. Resoplo intentando liberarme, pero no sale nada. La persona que está a mi lado es mucho más fuerte que yo. Está oscuro y no puedo verle la cara.
Clavo las uñas en la mochila, intentando darle un puñetazo, pero la piel artificial se me escapa.
- Suplico con voz ronca al monstruo sin rostro y siento cómo sonríe contra mi piel.
Y entonces me suelta la mano bruscamente. Me arrastro por la pared e intento toser, con la garganta empapada de arena y los ojos borrosos.
Mi tos corta el silencio del pasillo. De repente, se oyen pasos desde la escalera; un destello de esperanza en mi interior me hace pensar que se trata de uno de mis vecinos.
Intento levantarme, pero me agarran bruscamente por el pelo y me arrastran al interior del piso. Grito, con la boca cerrada por una palma que huele a tabaco.
- Si entras aquí...", exhala en mi oído. - ¿Qué demonios haces aquí? No estoy lo bastante ocupada, ¿verdad? ¿Qué vamos a hacer contigo ahora, mierdecilla?
- Basta -le cierra la boca alguien desde la habitación.
En voz baja, con calma, pero también con tanta autoridad que a nadie se le ocurre resistirse.
Su voz es baja, tan baja que no puede evitar estremecerse por dentro.
Su mano desaparece de mi boca, pero un aro de acero rodea mi garganta y no puedo decir ni una palabra. Pero no puedo callarme. A menos que sea demasiado decir. Pero ahora estoy tan asustada que no puedo ser desafiante. Estoy en la clase de peso equivocada. Estúpido. Idiota. Debería haber retrocedido y llamado a la policía de inmediato en lugar de quedarme parado.
- Deja que la chica se vaya, no es culpa suya que haya vuelto a casa. Sé educado, después de todo.
Me lo trago. Los educados no agarran a las chicas por el cuello y las arrastran por el pelo. No les cierran la boca y...
- Bueno, Leah, entra. Tenemos mucho de qué hablar -dice la misma voz, y no tengo ni idea de que tendré pesadillas al respecto durante años.
Me empujan dentro de la habitación, pierdo el equilibrio y me caigo. Inmediatamente, sin embargo, me encuentro en un fuerte abrazo. Duro y asertivo, pero claramente sin deseo de herir.
- Cuidado donde pisas, pequeña. Queda mucho camino por recorrer.
Su aliento me hace cosquillas en la sien, una oleada caliente recorre mi cuerpo. También huele a sándalo y a algún tipo de aroma oriental.