CAPITULO V
Cuando me acerqué al Consulado de Chile a solicitar mi visa, tenía la equivocada idea que sería un trámite engorroso y difícil, pero no. Fue sencillo y breve, un sello en el pasaporte y listo. Diría que hasta me estaban esperando para facilitármelo. Ahora solo quedaba comprar el boleto de viaje y marchar a donde el viento me llevara. Había llegado el tiempo de navegar, izar las velas y alcanzar altamar.
Tenía mi documentación en regla, me había deshecho de la fábrica a regañadientes y contra mi voluntad. A mis espaldas mi país se caía en pedazos y no alcanzaba a percibir ninguna salida honorable, si volvía la mirada atrás posiblemente terminaría convertido en una estatua de sal. Mi familia (después de una larga secuencia de meditación), había pasado a un segundo plano en mi orden de prioridades, sólo quería estar lejos y experimentar otras vivencias.
Me encontraría con mi amigo Sovero en la Terminal de buses el día pactado, saldríamos muy temprano por la mañana, el viaje sería largo hasta Tacna, de ahí cruzaríamos la frontera y tomaríamos el transporte a Santiago. Calculamos más de 48 horas de viaje para llegar a destino. No sé porque elegí hacerlo por vía terrestre, quizás para conocer un poco la parte sur de mi país, cosa que hasta ese momento no se me había ocurrido, pero ¡Oh decepción, casi todo lo que vi eran pequeños pueblos donde el polvo pintaba las casas de un gris oscuro y decadente, que las hacía parecer viejas y a punto de desmoronarse; zonas interminables de pampas y largos y angustiosos desiertos.
Por suerte iba con un amigo y tenía con quien charlar o el viaje se hubiera tornado áspero y aburrido. Sovero era un tipo pequeño de estatura, pero un gran amigo y como artista no tenía nada que envidiarle a nadie, su estilo de pintar era muy peculiar, enfrentaba los lienzos con decisión, arrastrando los colores siempre vivos y brillantes, combinándolos de manera pastosa y gruesa, hacia unas bañistas formidables. Me gustaba su trabajo pero por falta de comunicación nunca logré hacerme de un cuadro suyo.
Pero como todos los mortales tenía un talón de Aquiles, los colores rosa no iluminaban su maravilloso mundo, un punto flaco en esa exuberante selva de talento y esto lo personificaba su esposa, más grande que él, alta y obesa; ejercía un poder soberano sobre mi pequeño amigo, ahora me explicaba el porqué de su semblante siempre triste y meditabundo. El viaje le había servido como una válvula de escape a su rutinaria vida y se sentía bien de hacerlo conmigo.
No dejaba de sorprenderme con sus actitudes, cierta noche, unas semanas antes de embarcarnos a Tacna, estábamos en un bar echándonos unos tragos, quizás planeando lo que sería nuestra aventura por el sur, cuando en la mesa de en frente se sentaron un par de enfermeras, al menos eso decían sus uniformes; le hice un guiño a una de ellas y me sonrió, era una señal de aceptación y le hinque el codo a mi amigo, las invitamos a nuestra mesa y accedieron.
Como digo ya era casi la medianoche, pero entre trago y trago convenimos en irnos a un hotel y llevarnos a las nenas. Todo parecía formidable, pagamos la cuenta y al momento de subir al taxi mi peculiar amigo desapareció sorpresivamente, no lo vi por ningún lado, se lo tragó la tierra o lo abdujeron los grises, ¿Dónde se metió? No tuve la menor idea. ¿Y qué me hacía yo con dos mujeres?, Habíamos pactado un encuentro poco más que amistoso y yo me sentía comprometido con ellas. En el peor de los casos me tendría que quedar con la más bonita y las dos estaban de a diez. Al notar la huida de mi compañero, la otra chica se sintió desplazada y abandonada.
—Me voy con ustedes, — dijo — sólo dame para los pasajes…
Me pareció una oferta razonable y nada despreciable. Y muy a mi pesar me quede con las dos a juguetear y a dormir en la misma cama, fue una noche sorprendente, placentera y agotadora. De la que te perdiste Soverito.., decía yo para mis adentros. Su explicación unos días después, fue que su mujer le hubiera partido la cara y todos los huesos del cuerpo si amanecía fuera de casa y supongo que tenía razón. Así era su vida y no tengo la menor duda que estaba habituado a ese tipo de situaciones o no habría una razón para aceptar tal sometimiento.
En la clase.., me refiero al aula de Economía donde todos éramos para todos y ninguno para nadie. Había una chica llamada Ana que era una delicia, delgada, de cabello ensortijado y vestía muy formal, linda y encantadora como pocas, a muchos nos gustaba pero el que acaparaba toda su atención era Kenji.
Caminaban siempre juntos y aunque todavía no eran novios se notaba que en eso terminarían. El dilema era que a Cristian también le gustaba y se sentía incómodo de que el chino como llamábamos a Kenji, se la estuviera ganando. Una tarde para tratar de impresionarla trajo su moto, una Harley Davidson de esas negras y cromadas, la invitó a pasear y ella accedió a darse una vuelta, ahí fue donde le entregó una carta de amor que había escrito con mucho sentimiento para ella.
Posiblemente no le hubiera ido mal, Cristian era un tipo atractivo y no tenía problemas económicos. El defecto que encontró en él fue su pésima ortografía, escribió amor con “H” y eso tiro por el suelo todas sus aspiraciones. Ana no podía soportar a un tipo que desconociera las más elementales reglas de una buena escritura y lo rechazó. Kenji se quedó con ella y fueron la parejita del aula, siempre andaban de la manita.
Cuando se nos pasaba el tiempo jugando al billar, entre chelas y bolas que no entraban a la buchaca, Ana iba y lo sacaba del grupo casi de las orejas, cosa que nos causaba hilaridad a todos los que andábamos metidos en la catedral del juego porque era como ver a Lulú entrando en el club de Tobi y llevárselo a coscorrones.
Todavía guardo en la memoria el rostro de mi madre cuando se despidió de mí en la Terminal de buses. Pese a que yo le había dicho que estaría de vuelta en quince días, estaba consiente que era el principio de una larga travesía, el aguilucho quería probar sus alas y ver qué tan alto llegaba. Tienen un sexto sentido las madrecitas y captan de un santiamén cuando les mentimos, aunque la mentira sea casi cierta o se acerque a escasos milímetros de la verdad.
Quizá no lo entendería si le soltaba toda la sarta de explicaciones que tenía preparado para argumentar mi viaje al país del sur. De algo si estaba seguro, no quería sufrir esa crisis despiadada a la que nos sometía un gobernante inescrupuloso, estúpido e inexperto en las lides de política internacional.
Cada día que pasaba veía que el deterioro de mí país se acentuaba más y más, la gente sin saber qué hacer, desesperada y empobrecida. No, yo no iba a sumarme a ese número de indigentes en las calles. Además estaba convencido de que la única manera de deshacerme de Elizabeth era haciéndome humo, todas mis estrategias anteriores habían fallado sin misericordia y rodado por el suelo como canicas descontroladas.
Hasta ese momento no había conocido a una mujer tan empecinada; ni Marlín (una de mis anteriores novias), quien también estuvo dispuesta a todo por convertirse en mi mujer me había costado endemoniado trabajo en quitármela de encima. No era la mejor salida pero no me dejaba otra opción, sobre todo cuando no se puede negociar con el bando contrario para salir del problema. La evasión rápida, certera e inesperada se convertía en el mejor remedio a sufrir una cadena perpetua de sinsabores y desengaños. Quedarme hubiera significado muchas cosas menos cumplir con mis objetivos. La compasión sólo me arrastraría a la desdicha, terminando como un infeliz don nadie por la vida.