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CAPITULO VII

Chile quizás no era la mejor opción, pero si la parada más próxima en ese momento, el dinero que conseguí en duras jornadas de ayuno y trabajo apenas me alcanzaría para un par de meses de estadía si lo medía a cuenta gotas y sin gastar en banalidades, eso me permitiría sobrellevar mi existencia hasta encontrar una fuente valida de ingresos para mantenerme en ese país un periodo de tiempo considerable. Chile era de alguna manera inhóspito para los peruanos por los rezagos de la guerra de 1879 que aún seguían vigentes, a pesar de haber transcurrido más de un siglo de distancia.

Ese acontecimiento bélico había marcado de manera brusca la convivencia entre nuestras naciones, el arrebatarnos a la mala un extenso territorio rico en azufre y otros minerales mantenía la herida abierta y cualquier flagrancia por mínima que pareciera alteraba nuestras relaciones limítrofes. Por el lado Bolivia su situación era menos favorable, había perdido su acceso al Pacifico y eso hacía que cualquier actitud intransigente alrededor de las fronteras levantara los ánimos.

Otro asunto a flor de piel era que Chile salía de un largo proceso dictatorial, los militares abandonaban el poder después de casi veinte años de permanencia. Llegaría a ese país en pleno cambio a la democracia. Ya me tocaría estar ahí y ver cuán fuerte era el amor o el odio del pueblo chileno a sus Fuerzas Armadas. Pero mi verdadero afán de visitarlo no era quedarme como residente o ciudadano de ese país, sino conseguir una visa para México.

Mi amigo Andrés, un pintor que también trabajaba con la señora María Elena, iba y venía continuamente de Santiago a Lima y viceversa, digamos que tenía vínculos muy estrechos para permanecer largas temporadas en Santiago, cosa que yo desconocía. En una de esas jugarretas del destino, coincidimos una tarde en la galería y lo abordé inmediatamente, nos fuimos a tomar una cerveza y platicamos.

Me abrió nuevas perspectivas y liberó mi mente de viejos prejuicios y estigmas sobre los chilenos, a su criterio la gente era gentil y no esos monstruosos enemigos que nos imaginábamos, sus mujeres graciosas y bellas, con ascendencia europea casi todas blancas y rubias y su economía era estable comparada con la del Perú de esos momentos. Y algo que colmaba mi interés, los chilenos tenían acceso a México con solo presentar el pasaporte, no necesitaban hacer engorrosos trámites para conseguir una visa como en el caso de los peruanos. Eso me dio más impulsó para fijar mis expectativas en el vecino del sur. Estando ahí haría cualquier cosa para conseguir una visa, incluso casarme con una chilena y eso me tomaría algo de tiempo.

México era el país que realmente me atraía y convenía a mis propósitos, por todo lo que había visto y leído, su cultura y avances en la Plástica eran extraordinarios, sus muralistas con sus gigantescos frescos me llenaban de una curiosa y amalgamada fascinación, quería estar ahí para presenciarlos personalmente, pisar tierra firme y contemplar su majestuoso pasado milenario, sus pirámides y toda la vasta arqueología azteca. Además era un país donde muchos intelectuales sudamericanos llegaban, una mezquita casi obligada. Y no sólo eso, quería probarme a mí mismo como artista, deseaba alcanzar o ser como uno de esos monstruos de la pintura.

En muchas ocasiones una de las formas de decirle a Marlín que no me quedaría con ella, era que viajaría a México a realizarme como pintor y eso la hacía ponerse melancólica al punto de abrazarse a mí con todas sus fuerzas como si al abrazarme lograría adherirse a mi piel e impedirme que me fuera. Entonces tenía diecinueve años y había visto a varios de mis amigos terminar la secundaria y enlazar sus vidas a los pocos meses de dejar la escuela y caminar con sus novias embarazadas del brazo.

La sola idea de verme interpretando ese papel me aterrorizaba y me ponía los pelos de punta. Después de todo el mundo no se reducía al barrio y sus alrededores, no tenía la menor intención de terminar mis días como un hombre común encerrado en una fábrica o en una oficina manteniendo a una mujer e hijos, por lo menos en esos momentos, aquello no figuraba ni en la más negra, oscura y fea de mis pesadillas.

Las palabras de Nietzsche resonaban en mí cerebro, como las de un padre despótico y acusador, ¿Eres tú el vencedor de ti mismo para desear hijo y matrimonio..? Definitivamente no lo era y le daba toda la razón al patético alemán, había mucha piedra que despejar del camino antes de llegar a ese crucial momento. Y el aleccionador y cínico Wilde con sus tratados sobre la brevedad de la juventud y la vulnerabilidad de la vida me movían el tapete para darme cuenta donde estaba parado. Lo mismo que le sucedió a Dorian con Sibila me pasaba a mí con Marlín y me sentí miserable y casi tan obsceno como el protagonista de su libro, la aparté de mi vida como si me arrancara un brazo o me sacara un ojo para arrojarlo al lodo.

Los consejos que no me dieron mis padres me lo estrujaron los libros en la cara como sendas bofetadas para decirme, Despierta, despierta, no tienes porqué ser estúpido... Leía para no ser víctima de la ingenuidad y aprendía con cada golpe bajo que me lanzaban esas palabras acariciantes y llenas de verdad, esos golpes violentos con guantes blancos. Aprender me costaba sufrimiento, angustia y lágrimas.

Después de 24 o 28 horas de viaje si mal no recuerdo, llegamos a Arica. El viaje fue pesado y agotador, el sur del Perú se veía pobre y casi en el abandono, cómo no lo iban a codiciar los chilenos. Era el último tramo del recorrido, creo que Soverito y yo éramos los únicos que seguiríamos hasta Santiago, todos los demás venían por mercadería barata para comercializarla en algún lugar de la república. Revisaron mis documentos, todo en regla y sin miradas mal intencionadas.

Ya estaba en las fronteras de Chile, había muchas casitas de madera bien construidas, el ambiente se veía limpio y ordenado. Comimos algo por ahí y luego buscamos un hotel para hospedarnos, saldríamos al día siguiente muy temprano hacía Santiago. Recordé que en Arica se dio la última batalla que peleamos contra los chilenos, donde el coronel Bolognesi en un arrebato de heroísmo le dijo al enviado chileno que pedía su rendición, “Arica no se rinde y pelearemos hasta quemar el último cartucho” Nos ganaban en número, en armamento y tenían sus tropas bien comidas y preparadas, fue una masacre, donde no hicieron ningún prisionero porque a todos los repasaron para no curar heridos o cargar prisioneros.

No querían un obstáculo extra en su travesía a la capital. Ahí nació la leyenda del oficial que se envolvió en la bandera peruana, apeó su caballo y se arrojó desde el morro al mar embravecido para no hacerla trofeo de los chilenos. Algo a favor del amor inconmensurable a la patria, lo cierto es que los mandos superiores se cargaron con el dinero destinado al abastecimiento de las tropas, la compra de armamento y su equipo de campaña. Un claro ejemplo que la corrupción no tiene bandera ni madre.

Lo triste de la historia es que después de haber sido un territorio extensísimo quedamos reducidos a una cuarta parte de lo que fuimos, gracias a las continuas tropelías y divisiones que se hicieron desde la llegada de los conquistadores españoles hasta los libertadores del mundo libre que nos cayeron para bien y para mal desde Argentina y Venezuela. Ya libres y soberanos nuestros gobernantes se ocuparon de vender nuestro territorio a los países vecinos como quien troza un pedazo de pan y lo reparte. Nuestra infortunada guerra con Chile, producto de una intervención forzada por un acuerdo bicameral con Bolivia de ayuda mutua en caso de conflictos territoriales.

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