CAPITULO VIII
Salimos rumbo a Santiago muy temprano por la mañana, todo era de novedad para mí. Nada es más ligero y reconfortante que el libre albedrio y estaba disfrutando ese momento. A cientos de kilómetros lejos de casa, me preguntaba qué estarían haciendo mis padres y mis hermanos, como llevarían su vida en mí ausencia. En un estornudo de realidad, donde tiempo y espacio estrechan sus lazos se acostumbrarían a la idea de no verme, olerme o sentirme, como los muertos que desaparecen de nuestras vidas y dejan de ser parte de nuestra cotidianidad.
Recordé las cincuenta y un mil veces que me habían invitado a largarme al extranjero, se abrían oportunidades, se corría la voz como hilos de pólvora, algunos lo tomaban en serio, otros sólo los veíamos pasar y se iban, partían con la esperanza cargada en sus bolsillos, se largaban sin más equipaje que sus sueños. En la secundaria, casi cuando estábamos por terminar el último año, comenzó a correr el rumor de que estaban embarcando gente a Australia, necesitaban poblar y colonizar esa extensa región, muchos amigos se entusiasmaron con la idea, pero a mí no me pareció buena y la deje pasar como tantas otras.
Ya estando metido en la Universidad, se soltó el boom del petróleo en Venezuela y algunos parientes de la numerosa familia de mi padre se fueron para allá, incluso mi amigo Mario con quien estudiaba Diseño de Arquitectura, tomó la iniciativa de salir y se largó, insistió mucho para que hiciéramos el viaje juntos, pero Venezuela no suponía ningún atractivo como para dejarlo todo, así que a pesar de su insistencia deje de lado la posibilidad de emigrar a ese país que flotaba en petróleo.
Quizás porque las cosas no me iban mal entonces o no sentía que me afectaran directamente. Sin embargo, España cubría mejor mis expectativas por todos los vínculos que se tejieron desde la conquista, pasando por su fascinante historia y el maravilloso Arte Plástico que poseían y habían desarrollado a través de los siglos, artistas como Velázquez, Murillo, Goya, no dejaban de sorprenderme. Conocer sus obras directamente del Museo a mí consternada contemplación, sería más que un regalo de los dioses a un humilde mortal, pero hasta ahí.
Difícilmente podía haber logrado conseguir una visa para realizar el viaje o lo que es más angustiante, conseguir el dinero para comprar el pasaje y estar unas semanas aunque sea de turista; no pasaba de ser un espejismo pintado en el aire sin mayores pretensiones. Ser el mayor de mis hermanos y haber nacido en un ambiente de clase media baja (muy baja), no me ofrecía muchas opciones y realmente los incentivos a mí alrededor eran escasos o más bien nulos y hasta juzgándolos con más certeza: negativos en la más optimista de las situaciones.
Cualquier pretensión extra que saliera de los márgenes de mi círculo social sonaba a presuntuoso y banal. Como haya sido, viajar a Chile fue una decisión que tome a expensas de los demás sin importarme sus argumentos y consecuencias. En la antesala de la desesperación cuando la presencia del caos amenazaba con arrojarme al vacío, pensé que era lo correcto y lo hice.
Ahí te ves Perú, no cuentes conmigo por el momento.
Pintar es un gozo mientras no dependas económicamente de ello, al hacerlo para obtener un beneficio se convierte en trabajo y no un divertimento, creo que es como abrir la caja de Pandora y descubrir que no hay nada en su interior excepto humo que se evapora ante nuestros ojos y punto. Haber alcanzado cierto grado de perfección en el manejo de los colores y la composición te da esa dulce amarga sensación. Ya lo decía uno de mis maestros en la Universidad y cuánta razón tenía.
No se puede esperar que todo sea un milagro siempre, hay que disfrutar de lo ordinario aun cuando sea rutinario. Pero la pintura contiene una diversidad de placeres escondidos bajo sus faldas, ofrece con holgura nuevas expectativas y sensaciones en cada tema que se explore, como la frescura y el amanecer de un nuevo día, un mundo de posibilidades abierto a las sorpresas y a los estímulos.
Mis amigos poetas o quienes pretendían serlo, me miraban con cierto recelo porque yo no sólo pintaba sino también escribía. Ellos sólo escribían y a veces lo hacían bastante mal. Nos juntábamos en un lugar que era lo más parecido a un club para el ocio y la juerga, la Asociación de Escritores, que habiendo escasez de ellos ya podrán imaginar cuantos en realidad se juntaban. Nosotros llenábamos ese espacio vacío los días viernes. En especial la parte destinada al restaurant cantina que tenía en su interior y era el único lugar que parecía cobrar vida cada fin de semana.
Discutir con un vaso de cerveza en la mano era más agradable a sólo sentarse en una silla e intercambiar ideas y puntos de vista, lanzando teoremas para cambiar o reestructurar el mundo en una charla de salón, con una copa en la mano aquello era más disfrutable. El afán de rebeldía y exaltación se quedaba plasmado en las palabras y por lo general terminaba en el calor del momento o en el mejor de los casos, apilado sobre un montón de folios que se convertían en sendas hojas amarillas con el tiempo. El grupo que formamos algunos de esos gatos trasnochados se deshizo después de publicar algunos panfletos o aparecer publicados en algunas revistas meteóricas.
Todo vibra suave o furiosamente de acuerdo a la naturaleza del ejecutante, como un violinista arrojando melodías incansables, insanas, agónicas. Y el tiempo nos va ubicando en el lugar que nos corresponde y en el momento preciso como soldaditos de plomo de un batallón interminable para suerte o infortunio. El descontrolado huracán de fantasías descuelga sus velas y se agita al vaivén del viento. Y cuando preguntaban, respondían: Todos estamos haciendo vida.
En mi desliz al sur, viendo los árboles correr a través del cristal del autobús (es un decir, como cuando decimos, la luna se oculta detrás de las nubes). Recordé los días de mi infancia cuando viajábamos con mi madre en tren a Jauja a visitar a mi abuela Filomena, eran esos días felices donde todo tenía los colores del arco iris y donde nada me dolía ni siquiera una muela y mi vida era una página en blanco que se iba llenando minuto tras minuto y todo tenía un lado cubierto de chocolate y otro de vainilla, ni la pobreza, ni las carencias, ni nada que pudiera molestar a los adultos hacía estragos en mí, era invulnerable a toda la bola de acontecimientos que denostaban la naturaleza y peculiaridades del planeta.
Mi hermano menor José y yo teníamos el mundo en nuestras manos, sin tener absolutamente nada que ostentar. Pero odiaba cuando el tren hacía su recorrido por Ticlio, alcanzábamos una altura de casi cuatro mil metros y el oxígeno se enrarecía, me daban mareos, vómitos y mi cabeza parecía estallar, sentía un sabor agrio en la boca y hubiera preferido estar en cualquier lugar del planeta menos ahí. Era una ruta obligada, un paraje inevitable y espectacular, al pie de las cordilleras con sus penachos blancos de nieve y ese aroma a frío seco y estancado que parecía flotar pesadamente en el aire.
Ese recorrido duraba unas horas y era bello y angustiante, el tren avanzaba y retrocedía según las curvas que encontraba en su camino, el terreno era accidentado, numerosas y constantes. Luego venía el descenso desde el vórtice de la cordillera a dos mil y fracción, el nivel del oxígeno alcanzaba a equilibrarse, el color del paisaje adoptaba otras tonalidades, cambiaba de rojos, ocres a verde hoja y turquesa, el azul del cielo casi era fosforescente y la blancura de las nubes me hacía enceguecer.
Los vendedores de humitas y tamales aprovechaban las paradas espontaneas del viejo ferrocarril para trepar y meterse a los vagones y ofrecernos sus delicias culinarias; también llegaban las señoras de amplias polleras con sus ollas rebosantes de papas amarillas recién cocidas y sus choclos de dorados dientes sonriéndonos sin desparpajos, les ponían unas rodajas de queso fresco y qué caviar ni que ocho cuartos, quería probarlo todo. Con tanto vómito y mareo tenía la panza vacía y quería hincarle el diente a lo que llegaba. No faltaban los señores del violín y la zampoña, tocaban hermosos huaynos y le arrancaban el llanto a mi madre, yo me preguntaba ¿Por qué llora si son tan lindos? Precisamente por eso se le soltaban las lágrimas y no podía evitarlo por más que lo disimulara.
El Valle del Mantaro nos abría sus brazos, extendía sus enormes y ondulantes campos de cultivo para recibirnos, yo me asomaba a la ventana para observarlo todo, los caballos pastando y agitando sus crines, los eucaliptos de delgados cuellos estirados aireando sus abundantes hojas, las borregas siempre alborotadas y arrancando el pasto con los dientes como si nunca fuera suficiente y las vacas meneando la cola y rumiando. Y esas casitas blancas de tejados rojos y sonrientes, todas al unísono cantándonos la bienvenida. Era demasiado para un niño y cómo no ser inmensamente feliz entonces con todo ese descomunal regalo de la naturaleza. Y lo más sorprendente nos esperaba en Jauja, la ternura de mi abuela Filomena y sus brazos cálidos al recibirnos y abrazarnos.