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Capítulo Dos

Me envolvió el miembro en sus dedos de uñas primorosamente pintadas y luego le dio un beso en su cabezota, dejándole la marca de la pintura de sus labios.

Sentí un escalofrío de todo mi cuerpo y apresuradamente contesté:

—Pero yo pensé que ibas a buscar comida y bebida.

—El viaje se puede posponer —dijo la rubia con los ojos otra vez nublados de deseo.

Su mano, todavía estaba en mi miembro y como siempre, empecé a sentir el efecto sexual. Y mi excitación renació mientras se agigantaba en su mano.

—Esto no es justo —dije en broma— yo estaba preparado para comer, y ya me tienes listo para más acción... ¿Por fin, que haremos? ¿Comemos o parchamos?

—Podríamos comernos mutuamente —dijo ella jugueteando con mi lanza ahora erecta.

Suavemente la eche a un lado y me pare al lado de la cama.

Luego, señalando la puerta le ordene:

—Vete, mujer, vete y trae comida y cervezas para tu hombre. Yo me quedare aquí para descansar y recibirte como es debido.

—Bien pensado, mi macho. Volveré en seguidita. Y descansa, porque lo vas a necesitar. Y le creí.

Tan pronto como la rubia se fue, me dirigí al baño y eché a andar la regadera.

El agua tibia sobre mi cuerpo era una sensación deliciosa, y me lavó el sudor de cuatro horas continuas, haciendo el amor.

Decidí que ya había tenido suficiente de aquella rubia ninfomaníaca.

—Después de todo —me dije— no te vas a gastar todo el primer día que estás en la playa, hay otras cosas que disfrutar.

Saliendo del baño, encontré una gran toalla y me sequé con fuerza. Echándole una mirada a mi cara no del todo hermosa, pero si con carácter, me dije que no se notaba signos de disipación en ella, a pesar de la tarde agitada que acaba de pasar.

Todavía tenía que encontrar un cuarto donde parar. Ya tendría tiempo para más distracción de este tipo. A decir verdad, tenía todo el verano para ello.

Comencé a vestirme y, mientras me ajustaba el cinto, le eché otra mirada a mi figura reflejada en el espejo sobre el tocador.

Cuatro años levantando pesas me habían dado un buen par de hombros y un brazo con una musculatura bien proporcionada. Había parado de hacer ejercicios, en el punto en que el cuerpo se va convirtiendo en verdaderos pelotones de músculos.

—Otros individuos deberían tener ese buen sentido —pensé poniéndome la camisa deportiva— ¿Quién quiere lucir como gorila?

Buscando por el cuarto, encontré un lápiz y un pedazo de papel. Garabateé un corto mensaje y lo leí de nuevo:

—“Ha sido todo muy encantador, muñequita “rubia natural”, aunque me tengo que ir. Perdóname por irme sin despedirme.

Quizá podamos volver a vernos de nuevo en el futuro. Gracias por todo, eres maravillosa.

Tu macho.

Puse la nota sobre la cama, cogí mis maletas y salí del departamento.

Permanecí en la acera fuera del edificio unos momentos. El tráfico era intenso, finalmente, vi acercarse un taxi y lo llamé. Echando mis maletas en el asiento de atrás, me fui tras ellas y me senté, dejando escapar un suspiro de alivio.

—¿A dónde, amigo? —preguntó el chofer del taxi sin volverse.

Pensé por unos segundos y conteste:

—Si usted estuviera buscando un lugar para parar, apacible, cerca de la playa y no muy distante de un buen restaurante, y un bar ¿dónde iría?

El taxista volvió su maltratada cara hacia a mí, y me sonrió como a un camarada.

—Ya lo tengo, lo llevare a otra playa, cara y lujosa. Eso sí, barata no es, aunque está llena de buenos departamentos, decentes baras y restaurantes uno de los mejores pedazos de la playa y con más mujeres deseosas de parchar que en ningún lugar en todo el país, y quitando uno que otro afeminado o lesbiana, es un barrio para divertirse, gozar y disfrutar de la vida con toda libertad.

—Pues vamos para allá, —dije arrellanándome en el asiento de atrás. Desde ahí podía observar las hileras de departamentos cruzándome por la ventanilla, y como el mar azul, de tras de los mismos relucían con los rayos del sol poniente.

La propietaria del edificio donde fui a parar era algo digno de verse.

Era casi de noche cuando ya había arrendado el departamento junto a la playa, y no me había preparado nada y tampoco había echado una mirada detenidamente a la dueña, quizá por lo cansado que estaba de haberme pasado la tarde contemplando a la rubia ninfómana y además, porque había estado zapateando en la playa en busca del departamento adecuado.

Su voz tenía un especial atractivo.

Era una de esas voces de un tono bajo, que hacen sonar la frase más ordinaria y corriente y con tonalidad sensual.

Y por lo que me dijo, aparentemente podía vivir como me diera la gana mientras no le pegara fuego al lugar o plantara alguna bomba.

Me dio a indicar que el resto de los ocupantes del edificio les gustaban las fiestas, y los juegos sexuales eran cosas comunes a todas horas.

Y ella no objetaba nada, siempre y cuando no fuera necesario que viniera la policía.

Otra de las indicaciones para permitir aquellas orgías en su edificio era que deseaba ser invitada, ya que le gustaba divertirse siempre que se pudiera.

Ahora la radiante claridad de la mañana, la señora Rebeca estaba ahí, parada en la puerta de mi departamento, con un montón de sábanas limpias en sus brazos.

La miré cuidadosamente y me agradó lo que vi. Ella estaba más abundante en carnes, aunque no lucía gorda. De unos cuarenta años, con un cuerpo apetitoso que podía hacerla pasar por treinta. La señora Rebeca tenía un par de magnificas tetas que parecían querer salirse de su sujetador.

Usaba el pelo negro recordado, para enmarcar una cara más bien hermosa y sensual. No era que fuera una belleza, aunque a decir verdad, no estaba nada mal como para aventarse unos cuantos palitos con ella, seguramente sería delicioso.

Y por la forma en que me miraba era aparente que, ella hubiera deseado que eso sucedería pronto y que yo me lanzara al mar del placer:

—Buenos días, señor Calleja. Pase para decirle que la mayoría de los ocupantes del edificio llevaba su ropa sucia a la máquina de lavar en la esquina, aunque si usted lo desea, hay otro en el sótano de este edificio.

Puso las sábanas sobre el sofá. Yo me di cuenta. Sentí como si me desnudara, a pesar de que llevaba puesto mi traje de baño y una camisa de playa.

—Esto, señora... —empecé un poco turbado.

—Rebeca —me corrigió ella— llámame Rebeca.

—Encantado —precisamente yo le iba a decir que me llamara Roberto.

Se sonrió y dijo:

—Está bien Roberto, me agrada que seas del tipo amistoso. Tengo aquí a varios jóvenes que lucen como dioses griegos, aunque, por desgracia, están tan enamorados de sí mismos, que a una le dan nauseas, tan sólo verlos.

—¿De verdad?

—Oh, seguro —dijo Rebeca sentándose en el borde del sofá— Yo soy viuda, tú sabes, Roberto. Y no te engaño, soy tan humana como cualquier otra mujer. Estaba acostumbrada a tener a mi hombre cuando lo necesitaba y sencillamente, no puedo pasármela sin mi necesidad. ¿Me entiendes?

—Sí, como no... claro que entiendo...

—Óyeme Roberto, ¿Por qué no te das una vueltecita por mi departamento más tarde...? podemos platicar y nos echamos... unos tragos. Tengo el presentimiento que tú y yo seremos muy buenos amigos —Rebeca, hizo una pausa y luego continuo— Tener una mujer de mi edad como una amiga puede resultar algo bueno... ¿sabes? Sé que este lugar está lleno de jovencitas con las que no puedo competir, aunque, si he de ser sincera… yo no soy celosa —y sonrío— siempre agradezco una buena compañía.

Sus ojos oscuros recorrieron mi cuerpo de nuevo, sólo que, hicieron una pausa especial en el bulto entre mis piernas.

—Así es, Rebeca —le dije— vamos a ser muy buenos amigos. Acepto tu invitación para un trago juntos, más tarde, aunque ahora precisamente, iba a tomarme un bocado y a tomar un poco de sol.

—Comprendo, comprendo, los jóvenes adoran la playa y el sol. Esa fue una de las razones por las cuales mi difunto esposo no quiso poner una alberca aquí, se imaginó que nadie la usaría, y tenía razón.

—Bueno —dije aclarándome la garganta— gracias por traerme las sábanas, Rebeca.

Ella permaneció ahí contemplándome.

—No te olvides de que te espero más tarde. Te he de preparar el mejor trago que hayas tomado en tu vida.

—Apuesto que sí, Rebeca.

—Hasta lueguito, Roberto —me dijo bajando la escalera que iban del pórtico de mi departamento al patio, donde otros daban al frente— No te me quemes mucho.

Me apoyé en la barandilla y observé a Rebeca, todo su cuerpo era atractivo, maduro, aunque sensual, mis ojos la siguieron en su cachondo caminar y la vi cruzar el patio moviéndose sensualmente, y entrar a su cuarto.

—Una mujer interesante la Rebeca, una sesión con ella en la cama, ha de ser algo muy instructivo. Apuesto que me enseñaría cosas que yo ni siquiera he soñado —pensé.

Entonces me sonreí, recordando a otra mujer del tipo de Rebeca. Ella me había enseñado cantidad en las pocas semanas que pasamos de desenfrenados juntos, cuando yo era estudiante de la escuela superior. En verdad ella, Erica Montes, debo darle el crédito de haberme enseñado el 99% de lo que yo sé hacer.

Aquellos recuerdos agradables recorrieron mi memoria mientras iba camino a la playa a través de la calle, a las aguas del Mar estaban a unos muchos metros de ahí.

La verdad, era que, no había pensado en ella en años.

Era una de mis maestras en la escuela superior, aunque debo decir que con ella aprendí mucho más, fuera del salón de clases, que dentro de la escuela.

Andaba cerca de los cuarenta y nunca se había casado.

Erica, o la señorita Montes, como la solíamos llamar, no era mal parecida y mantenía tras unos vestidos un poco pasados de moda, una figura espléndida.

Una noche, ella me invitó a su casa para ayudarme con mis matemáticas. Nunca fui muy bueno en matemáticas, aunque tampoco adelante mucho aquella noche.

Estábamos sentados en el sofá con los libros y papeles regados delante de nosotros en la mesita de centro, cuando de pronto la señorita Montes, me agarró y me besó con fuerza en la boca.

Naturalmente yo estaba un poco sorprendido, aunque reaccioné como cualquier joven de 18 años lo hubiera hecho, sencillamente le respondí su beso.

Nuestras lenguas chocaron una contra la otra mientras, instintivamente llevaba una de mis manos a sus senos.

Cuando la toqué, ella dejó escapar un gemido de jalar aire.

—Oh, lo siento, señorita Montes, —empecé yo tratando de excusarme, a pesar de que no había sido yo quien había empezado todo aquello.

—Por favor, llámame Erica —me dijo mientras, poniéndose de pie, me tomaba de la mano y me llevaba rumbo al cuarto.

Yo no era virgen entonces, no lo había sido desde los diecisiete años, ya que me había cogido a Araceli Aguirre, en el estacionamiento de su padre.

Aunque esta era la primera vez que lo iba a hacer con una mujer madura y la cual se veía un poquito nerviosa, igual o tanto como yo.

Aunque, una vez que estuvimos en el cuarto semi oscuro, se me fue la nerviosidad y me puse en manos de Erica literalmente.

Lo primero que ella hizo fue quitarse todas las ropas y luego ir en mi auxilio.

Yo todavía estaba batallando con los botones de mi camisa, cuando Erica rápidamente me zafo el cinto, me abrió la bragueta y me bajo los pantalones.

Luego se arrodilló frente a mí y comenzó a acariciar mi miembro y mis testículos.

—Caramba, caramba si que estas bien equipado, jovencito —exclamo ella, mientras jugaba con mi erecto pene— Apuesto que ya te has hecho cargo de una buena porción de jovencitas, ¿no es así, Roberto? —murmuró sin esperar respuesta.

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