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— ¿Entonces...? — preguntó él, arrastrando la palabra, esperanzado con una respuesta que no podía darle.
Lo veía desde mi altura, un par escalones por encima del suyo, y aún así se veía enorme. Era altísimo, podía hacer sido jugador de básquet, estaba segura, asumía que mediría más de metro ochenta. Mis ojos aceptaban lo que aquel hombre pidiera, pero yo no podía responder de manera afirmativa.
— Nos espera un largo viaje por delante señor Arias— dejé implícita mi negativa a ser suya, y me lamenté internamente por no poder dejar de lado mi verdadero interés en él, y ser una mujer jóven, que lo deseaba solo de verlo y con toda la disposición del mundo a pasar un mes en sus brazos disfrutando de unas vacaciones improvisadas en el caribe.
Dicho esto, me giré y comencé a subir hacia el interior del avión. Podía sentir sus pasos detrás de mí, y no necesitaba voltear a verlo para saber, que admiraba mi anatomía trasera.
Sonreí internamente y continué mi ascenso. Cuando me detuve en la puerta, una de las azafatas me tomó el bolso, y me dió un cortés saludo, además de una botella de agua que agradecí, tenía la boca seca.
Los tres hombres que lo acompañaban, se mostraban distantes y serenos. Habían tomado sus asientos en la parte delantera del avión, por lo que nos tocó avanzar hacia la zona final.
— Póngase cómoda señorita — susurró en mi oído, demasiado cerca de mí, al tiempo que pasaba por mi lado, rozando mi cuerpo con el suyo, provacando que ambos se trabaran entre los dos asientos.
Finalmente, colocó su mano en la franja dorsal derecha de mi cuerpo y la palma era tan grande que casi roza mi ombligo con su dedo corazón. Suspiramos y me sopló su aliento en el oído. Ese hombre me hacía temblar las piernas y lo acababa de conocer.
¿Cómo podría aguantar un mes entero con él, sin caer?...
Difícil reto, pero no había más remedio que intentarlo.
Finalmente, se apartó de mí y avanzó hasta el final de su avión, haciendo que todos miraramos el tirón que le dió a la puerta, mostrando enfado al cerrarla.
— ¿Desea algo señorita antes de despegar? — me preguntaba muy amable la azafata, morena de ojos que parecían violetas y un cálido aspecto general.
— Me podría funcionar un antifaz, tengo sueño y será un viaje largo.
Ella asintió, y con un...
« enseguida », se marchó hacia la cabina, sin que pudiera dejar de ver la pequeña caricia que le hizo en el cuello, a uno de los acompañantes de mi jefe mientras pasaba por entre los asientos.
Me pareció lindo.
Nueve malditas horas de vuelo para llegar a Cuba. Era un infierno.
Desde que habíamos despegado, hacía dos horas ya, Rodrigo seguía metido en su habitación y a mí me dolían los tobillos. Probablemente se me habían hinchado por llevarlos colgando de mi silla.
Tenía puesto el antifaz, fingiendo dormir y evitando el sol de la mañana que entraba por la ventanilla del avión, pero no podía quitarme los zapatos en un avión privado que no era mío, con tres tíos delante que no conocía.
La noche anterior no había dormido mucho, pensando en todo el tiempo que estaría fuera, y fingiendo ser una asistente común, cuando montones de negocios requerían mi atención y yo aquí, haciendo los recados de mister intenso.
¡Vale!... Lo había rechazado y eso pudo haberle sentado mal. Pero tirar la puerta y dejar a sus empleados solos, durante nueve horas por un berrinche conmigo, no me parecía muy maduro de su parte.
Aunque claro está... Todo eso, asumiendo que haya sido por mí, conclusión bastante egocéntrica por mi parte. Supe admitir.
En fin, que me dormí. Con las piernas hinchadas o no, me dormí.
Desperté cómoda, demasiado pude notar. Una cama suave cargaba mi agotado cuerpo. Mis pies resbalaron por hilos de seda, que sabía identificar perfectamente, porque así eran los sábanas. Pero cuando resbalé una de mis manos por debajo de la almohada y gemí bajito, abrazándola y hundiendo mi nariz en su cuerpo, recordé que ni esa era mi cama, ni mi almohada ni tenía la más mínima idea de cómo había acabado en la cama del avión de mi jefe, con el acostado a mi lado.
— Buenas tardes preciosa. Me encantan los sonidos que haces cuando duermes y la calidez de tu cuerpo junto al mío.
Lo empujé de pronto y el sonrió descarado. Ya se le había pasado la perrera evidentemente.
— ¿Que hago aquí? Y ¿Mi ropa? — me miré hacia abajo, y noté que llevaba solamente una camisa suya puesta, y eso me hizo darme cuenta de su pecho glorioso y varonil desnudo ante mi vista.
— Estoy asombrado de lo profundo que puedes llegar a dormir. Te he desvestido, sacado las botas, que por cierto — señaló hacia ellas, perfectamente acomodadas en una esquina de la habitación y se recostó sobre un codo de costado en la cama — son carísimas para una mujer con un sueldo de asistente personal, pero aún así — se mordió los labios distraído cuando me senté lejos de él, sobre mis talones en una esquina de la cama, dejando parte de mis muslos a la vista — lo más sorprendente es la belleza que posees toda tú — se levantó y yo lo imité, caminé hacia atrás porque el se acercaba demasiado y terminamos contra la esquina derecha del pequeño cuarto — quiero tenerte Lucy — susurró seducido por mí y tratando de seducirme él a mí, mientras colocaba sus brazos en los lados de mi cabeza, acercando su rostro demasiado al mío — se mía por este mes y déjame convencerte de quedarte — puso una de sus piernas entre las mías y cuando nuestros muslos se rozaron, el suyo dentro de su pantalón pero el mío en la piel directa, ambos aumentamos la frecuencia de nuestras respiraciones — me muero por tenerte preciosa, dime qué sí.