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CAPÍTULO 3. Pov. Rámses. ¡QUE PASO AYER? (primera parte)

—Nada de drogas. ¿Quién es el conductor designado?— preguntó mi papá, Gabriel alzó la mano—Bien, tú no tomas y los demás háganlo con prudencia. Nada de sexo sin protección, y de acuerdo a las últimas declaraciones: nada de sexo en lugares públicos—me reí mientras Amelia intentaba taladrar mi cerebro con su mirada—, cualquier duda le preguntan a Amelia que sabe colocar condones en todo tipo de bananas y con distintas técnicas.

Y fue cuando me terminé de carcajear con fuerza. Amelia tenía que acostumbrarse a como era nuestra familia, formaba parte de nosotros reírnos del otro.

Llegamos algo temprano, Cólton aun hacía una prueba de sonido. No me sentía a gusto aquí, nuestros encuentros en el pasado con este mismo grupo fueron bastante desagradables, por decir poco, pero como el idiota enamorado que soy, mi chica me pide algo y yo accedo de inmediato.

El encargado del local me vio entre las mesas y se acercó a saludar.

—Rámses, ya casi empezamos. He estado teniendo problemas con las instalaciones. Una putada definitivamente, me ha dado dolores de cabeza toda la semana. Tus chicos practicaron ayer aquí y son geniales.

—Lo sé, te dije que no te arrepentirías. Este es mi hermano Gabriel, mi novia Amelia y su amiga Marypaz.

Él estrechó la mano de todos y me molestó la forma como se le quedó mirando a Marypaz, fue demasiado baboso, agarré a Amelia por la cintura y la atraje hasta mí.

—Jamás lo dude. De hecho, más tarde les avisaré a la banda que se van de gira. Me bastó verlos ayer para saber que el dueño los querrá en los demás locales. Bueno... eso si resultan ser tan buenos en vivo como en una práctica.

—Ve comprando los pasajes, porque son realmente buenos.

Se despidió al poco rato y nos invitó una botella de vodka cortesía de la casa.

Contra todo pronóstico la estábamos pasando muy bien. El toque fue excelente así que terminamos celebrando con los chicos su inminente gira.

Veía a Amelia bailar y divertirse, mientras yo hacía lo mismo. Gabriel reía de alguna anécdota de Franco, Cólton bailaba con una chica, Marié estaba sentada en las piernas del que presentó como su amigo y Aztor conversaba con algunas chicas que lo rodeaban.

Y eso fue lo último que recuerdo.

Escuché ruido de pasos que me hicieron reaccionar. Mi espalda me dolía por la incómoda posición en la que estaba. Su cabello me hizo cosquilla en la nariz y no me gustó su olor, solo olía a cigarro. Zafé mi mano que estaba apresada entre el mueble y la moví para que regresase la circulación. Su espalda estaba helada a mi contacto. Tanteé en busca de su camiseta pero no estaba.

¿Estaba desnuda encima de mi... en el mueble de la casa?.

Tenía nauseas pero el estómago me dolía, estaba dolorosamente vacío. Mi boca estaba seca y cuando tomé consciencia de eso me dio sed.

—Amelia, espera—la voz de Gabriel taladró mi cabeza, agobiándome con el dolor que sentí.

Abrí los ojos y frente a mi estaba Amelia parada, sus ojos cristalizados, su ceño fruncido, su cara... asqueada.

Fue entonces cuando miré a la persona que creí que era ella. Sobre mi pecho estaba Marié, desnuda hasta donde alcanzaba a ver.

Quité sus manos de mi cuerpo y me deslicé de su agarre horrorizado. Amelia frente a mí miraba la escena paralizada, con grandes lagrimas corriendo por su rostro.

No. No. No. No pude... no creo... no es posible que yo... No. No. No. Mierda. Maldición.

—Amelia—la llamé con la voz entrecortada en apenas un susurro.

Y ella hizo lo que nunca pensé que haría, corrió, huyó de mí.

Me levanté descalzo como estaba y corrí detrás de ella, escuché unos pasos seguir los míos pero no tenía tiempo de nada. No quería que se fuese, no podía perderla. Tenía que explicarle que yo no... no recordaba nada de lo ocurrido, aunque me hacía una idea bien clara de lo que pasó.

Abrí la puerta principal y la conseguí saltando en un solo pie tratando de calzarse con desespero sus zapatos.

—Amelia espera—le rogué desesperado, pero no fue la única voz que escuché. Mi hermano, parado al lado mío también la llamaba.

Amelia se giró con su cara contraída en el dolor y el desespero. Lucía aterrada y confundida. Destruida. Y era mi culpa que se sintiese así.

Pero entonces la vi mirar a Gabriel con pánico y fue cuando noté que mi hermano iba solo en camisa y bóxer y que estaba tan contrariado como yo lo estaba.

¿Por qué Gabriel la buscaba? ¿Por qué la estaba siguiendo? ¿Quería evitar que Amelia huyera después de como me consiguió?...

La mirada de Gabriel estaba fija en ella, ya no había nada que ocultase los sentimientos que sentía por ella. Es como si por fin pudiese verlo completamente expuesto. ¿Por qué?.

Miré a Amelia y ella bajó el rostro avergonzada.

Oh no... no. No. No.

—Amelia—susurró mi hermano como si yo no estuviese a su lado, como si fuese normal que su voz se quebrara de dolor llamando a mi novia.

Y fue cuando lo entendí. La ropa de Amelia estaba arrugada, su cabello enmarañado y ella no estuvo precisamente a mi lado durmiendo. Gabriel llevaba muy poca ropa encima y tenía marcas de sabanas en su rostro. No tenía que ser un genio para darme cuenta de lo que pasaba, pero hubiese querido ser un idiota y no saberlo.

¿Cómo pudo? Me dijo que nunca interferiría, que no se vengaría por lo de Andrea, me lo dijo y le creí. Me giré hacía él mientras clavaba mis uñas en los puños, sintiéndolos vibrar con las olas de cólera que se apoderaban de mí.

Gabriel me miró sin poder decir una palabra, en sus ojos brilló la vergüenza, el arrepentimiento y finalmente la aceptación. Alzó ligeramente su mentón, como preparado a recibir lo que le correspondía, confirmándome en silencio mi mayor temor, la pesadilla que estaba viviendo.

—¿Est-ce que vous dormez chez elle?!-¿te acostaste con ella?—mi voz fue un siseó que no logré ni siquiera reconocer como mío.

—Hermano, escúchame por favor.

—Responde maldito traicionero.

—No lo recuerdo, no lo sé... creo...

—¿Crees, cabrón?

Él bajó la cabeza y le grité exasperado, perdiendo el poco control que tenía, olvidando poco a poco que era mi hermano y que su sangre era la misma que la mía.

—¡Répondez-moi. ¿Est-ce que vous dormez chez elle?!- ¡Respóndeme ¿te acostaste con ella?.

Volvió a poner esa actitud de quien confiesa un crimen y espera el castigo y no pude más. Mi visión se volvió nublosa y mi corazón martillaba con tanta fuerza que no era capaz de escuchar a nadie más, ni siquiera a lo que quedaba de mi sensatez.

Estrellé mi puño con toda la fuerza de que era capaz, su sorpresa duró un segundo y me respondió el golpe.

Mi sangre hervía en mi torrente sanguíneo, quemando todo rastros del ADN que compartíamos a su paso. Aticé otro golpe con la misma necesidad de lastimarlo que el primero y sé que el me respondía con el mismo instinto primitivo.

Caímos al piso y mi puño dio de lleno en su mandíbula, mientras que Gabriel golpeaba mis costillas con la gran fuerza que sabía que tenía. Pero nada me dolía, solo el corazón, y era un dolor tan intenso que superaba cualquiera que él pudiera ocasionarme.

Ni siquiera cuando rodé sobre mi espalda y Gabriel golpeó mi nariz.

Franco me tomó por la cintura y me hizo retroceder lo suficiente como para quedar en el medio de los dos, pero eso solo causó que recibiera uno de mis golpes dirigido a Gabriel. Intenté apartarlo pero me volvió a empujar con fuerza y luego hizo lo mismo con el portugués traicionero de mierda.

Mi respiración estaba frenética pero las ganas de matarlo disminuyeron. Su cara estaba ensangrentada y me alegré. Nunca fue mejor peleando que yo, aunque era bueno. Recordé las veces que de pequeños nos peleábamos y como solía terminar con alguno mordiendo al otro. Creo que si hoy ocurriese eso, le arrancaría un pedazo de piel, quizás de una oreja. Pero no podía, era mi hermano y se lo debía a mi papá.

Con respecto a Amelia, no podía ni verla, era demasiado doloroso. Me lo negó tantas veces, me dijo que no le gustaba que me amaba a mí y sin embargo... se acostó con él. Verla era recordar cada una de sus mentiras y que me partieran el corazón mil veces.

Entré en la casa para ir por mis cosas. Marié seguía inconsciente en el mueble, en la misma posición rara en que la dejé

No quería permanecer en esa casa un segundo más, me puse mi camisa que conseguí sobre la mesa, tomé mi cartera, el celular, las llaves de la camioneta y me agaché a tomar los zapatos.

Gabriel había permanecido afuera con Amelia y no quería ni imaginar lo que podía estar diciéndole. Quizás tranquilizándola, diciéndole que todo estaría bien entre ellos, que las cosas se arreglarían.

No sé como pudo... cómo...

El ronquido de Marié me sacó de mis pensamientos. Ella nunca roncaba... solo cuando...

¡Maldita hija de la grandísima puta!.

Salí de la casa antes de que se convirtiese en una masacre. Amelia seguía parada en el mismo lugar donde la dejé igual que Gabriel. Eso me alegró, no sé que hubiese hecho si los hubiese visto juntos.

Caminé a la camioneta y vi cuando Gabriel corrió a la casa. No entiendo como puede saber lo que haré lo que pienso, lo que quiero y haberme hecho esto...

Mi garganta estaba cerrada con todas las lágrimas que quería derramar. Lagrimas de tristeza, de coraje, de traición... y ni siquiera eso podía describir lo que sentía.

Aceleré queriendo dejar todo este maldito día tan nefasto, arrepintiéndome en cada minuto haber aceptado venir. Frené justo al lado de ella y abrí la puerta para que se subiera, no podía hablarle sin estar seguro de que rompería a llorar.

Ella dudó en subirse. ¿Acaso pensaba que la dejaría abandonada?. ¿Tan poco creía que la quería?. Esperé a que Gabriel saliese de la casa. El silencio en el auto era sofocante, incómodo como nunca.

—Franco llevará a Marypaz—dijo el puto portugués y arranqué con fuerza.

Manejé desesperado por llegar a la casa, tratando de mantener mi concentración en la vía. Marié roncando... ella solo roncaba cuando se drogaba. A medida que la rabia se apartaba momentáneamente de mi organismo pude recordar algunas cosas, estaba seguro de no haberme acostado con ella, de hecho recordaba haberla visto desnudarse delante de mí y haberla empujado con fuerza para alejarla. En el segundo intento que dio, estaba fuera de mí y la estampé contra la pared, su cabeza rebotando contra el muro.

Arrugué el ceño asqueado por mi propio comportamiento. La violencia que nacía en mí cuando me drogaba fue lo que me hizo dejar de hacerlo. Un día desperté con las manos ensangrentadas, mi ropa sucia y rasgada y sin un recuerdo del día anterior. Temí por muchas horas que hubiese lastimado a alguien, hasta que Marié me confirmó, como si fuese una gracia, que tuve una pelea salvaje con un tipo que dejé inconsciente y a quien seguí golpeando hasta que las fuerzas me fallaron.

El temor de que pude haberlo matado y ni siquiera recordarlo fue lo que me hizo dejar de consumir. Y el recuerdo de estar empujando a Marié contra la pared y su gesto de dolor y sorpresa cuando se golpeó la cabeza me produjo una arcada seca.

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