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Tres

No había ruido alguno, era una calma repentina y densa. Hasta el rumor del mar se había extinguido. Mario abrió los ojos, poco a poco, lentamente.

Era como si tuviera miedo a encontrarse con aquella mujer.

¡Y de pronto la vio ahí! En la pared de enfrente. Y en la de la derecha.

Y en la de la izquierda. Y en el techo...

Sí, ella estaba en todas partes, como si se hubiera multiplicado. Estaba de rodillas, con sus muslos impúdicamente abiertos, muy bien abiertos.

Con las manos en sus labios vaginales, sobándoselos. Invitándolo a probarla, a sentirla plenamente. Con la boca entreabierta y ansiosa.

Con los ojos clavados en el cuerpo masculino. Sus manos de diosa separaban los labios externos de la panocha y ofrecían a Mario la roja cavidad, húmeda y temblorosa.

—¡Ven, por favor…! Por lo que más quieras… ¡Méteme tu chostomo hasta donde puedas! Quiero sentirlo en lo más profundo de mis entrañas, que me llene por completo, que me haga gritar de placer, de pasión, de lujuria.

Ahora el tormento era mayor, más cercano... más directo.

—Quiero que me perfores las entrañas, por favor, ven… ya no me hagas esperar más, sabes que me necesitas lo mismo que yo a ti, sólo así apagaremos esta pasión.

Con una brusca sacudida, él volvió a hundir la cabeza en la cama y cerró los ojos. Decidido a no volver a abrirlos más. Aunque los gemidos siguieron toda la noche.

Gemidos semi incontenidos, sollozos de muchacha que necesita amar antes de volverse loca, gemidos que se clavaban en su ser con fuerza incontenible. Todo el tiempo la estuvo oyendo llorar. Murmurando su nombre y suplicándole placer.

A la mañana siguiente, las luces iluminaron el cuarto y las imágenes desaparecieron de las paredes. Una de ellas empezó a levantarse hacia arriba, como las puertas de un moderno garaje, dejando la entrada libre a un hombre serio, con aire de matón.

Llevaba una bandeja, leche, huevos, carne, mermelada, pan y mantequilla. La dejo sobre el suelo alfombrado de rojo, como las propias sábanas de la cama.

Luego desapareció por donde había entrado. Mario tenía hambre, mucha hambre. Aunque no comió, no iba a seguirles el juego. Sabía que lo estaban alimentando demasiado bien, con ánimo de engendrar en él la necesidad ineludible de eyacular.

Aparte de que tenía la seguridad de que en la comida existía algún estimulante o afrodisíaco que lo motivaría aún más, tal vez usaban Viagra.

Cuando el fornido hombre volvió, horas más tarde. Llevaba la comida... aunque el desayuno seguía intacto, lo cual no le interesó al matón que dejó una charola y se llevó la otra como si la hubieran vaciado.

Mario quería dormir... aunque no lo conseguía. A pesar de que ahora no había nada que se lo pudiera impedir. Estaba muy nervioso, profundamente tenso.

Su longaniza, aunque había decrecido en su rigidez. Se mantenía aún tensa, dura, firme, dispuesta a la contienda sexual, como anhelando la penetración que durante toda la noche le había sido ofrecida de manera generosa.

No tenía reloj, ni disponía de alguna referencia que pudiera darle idea de la hora que era en ese momento. Aunque Mario estaba suficientemente entenado como para saber en todo momento, la hora y casi al minuto, aunque estuviera, como en aquellos momentos, internado en un cuarto hermético y completamente desnudo.

Sabía que ya había llegado la noche, incluso sin necesidad de que el hombre le hubiera llevado la cena. Había estado sin probar bocado en todo el día. Tratando de concentrarse en otras cosas, con lo que evitaba la sensación del hambre. No quería sucumbir ante aquella batalla sicológica.

No, no sentía hambre, aún no. Aunque esperaba que la falta de energía por no comer, le ayudaría a no tener que luchar contra su propio organismo si lo presionaban sexualmente con la noche anterior. Entonces sobrevino un apagón de luces.

La iluminación de las paredes, convertidas en pantallas, se produjo.

Mario se estremeció... El momento había llegado. Ahí estaba la hermosa muchacha. Mirándolo con ojos de amor profundo y deseo imposible de contener.

Mario sintió el primer aguijonazo de la lascivia. La bella mujer seguía en su lugar de manera fija. Su cuerpo estaba ahora, completamente cubierto por una capa blanca que la envolvía como nube pura a una diosa de la mitología.

Sus ojos acariciaron el cuerpo desnudo de Mario. Este pudo notar que había lagrimas que resbalaban por sus mejillas, lo que la hacía más atractiva, se veía vulnerable, estaba sufriendo y despertaba en él la ternura y el deseo de consolarla.

—Mario, no puedo más…! ¡Te necesito…! —comenzó diciendo ella.

El sintió el segundo aguijonazo en sus entrañas.

—Mario, mi amor, he llorado toda la noche y todo el día. No puedes ser tan infame, ¡te deseo con toda mi alma! Quiero que me hagas el amor, sin ti no podré vivir, necesito sentirse dentro de mí, penetrando con tu maravilloso garrote.

Tenía que vencerla nuevamente.

—¡Sueño contigo, cariño…! Sé que me deseas, que me quieres parchar, que anhelas recorrer mi cuerpo con tus manos, con tus labios, con tu lengua, tienes que aceptar que eso es lo que más te gustaría en estos momentos.

Con un hábil movimiento se quitó la nívea capa. ¡Estaba completamente desnuda!

—Mírame, Mario... ¿No te gustan mis pechos?

Mario estaba decidido a no verla, no quería anhelar esas hermosas formas que le daban vida a su cuerpo, no quería desear besarla y acariciarla con lujuria, no quería pensar en la forma en que le haría el amor si pudiera.

—¿Dime cariño, no te gusta la piel fina y tersa de mi cuerpo? Te juro que es muy suave, tibia, rica, tus manos podrían probarla cuando tu quisieras.

Tenía que vencerla en esta ocasión.

—¿No te gustaría sentir la tersura de tu mazacuata entre el calor suave de mis muslos…? ¿No quieres meterme tu tranca en mi empapada pucha?

Mario iba a gritar que se callara... y se contuvo. Quería decirle que no destrozara su mente con aquellas peticiones... y se aguantó. Iba a exigirle que no siguiera... aunque sabía que todo sería inútil. Ella cumplía con su labor y él tenía que entenderlo.

Los días y las noches fueron pasando de forma mucho más dramática que la primera. Tuvo hambre y, necesitó comer, era indispensable para su cuerpo. La humedad de su glande era continua y casi permanente. Se daba cuenta de que podía acabar loco, trastornado por todo aquello.

Sin embargo, también necesitaba de aquella hermosa mujer.

Trece días después... Con su miembro adolorido. El cual estaba siempre apuntando hacia arriba. Justo hacia donde se encontraba la hermosa mujer.

Mario elevó los brazos y tendió sus manos hacia ella. Ahí estaba la mujer, la de la piel brillante y tersa. Esa que clamaba por unas manos viriles que la recorrieran excitándola. La panocha que frecuentemente se le ofrecía, húmeda y temblorosa.

La voz honda que suplicaba, que gemía, que murmuraba frases de deseo... Ahí estaba.

Sus manos iban ya a rozarla, a sentir el contacto de aquel cuerpo que le succionaba la mente. La tocó, estaba, de manera inusitada, caliente. Una ligera convulsión conmovió el cuerpo femenino al sentir el contacto de las manos de Mario.

Sus dedos tocaron los endurecidos pezones, al tiempo que una voz masculina le pedía:

—Ahí la tienes, Mario, es tuya, y sólo necesitas decirnos un nombre para poseerla.

La boca de Mario empezaba a deslizarse por el hermoso cuerpo de la muchacha, era tan delicioso sentir en su boca esa aterciopelada piel que lo enervaba.

Sus labios gozaban golosos de aquella piel, de aquel aroma. Su boca se deslizaba por el vientre, tocando los vellos púbicos. Se encontraba muy cerca de los labios de la ardiente y jugosa panocha.

Quería acariciar los suaves muslos, las piernas deliciosas, morder los senos y disfrutar plenamente de aquel rico bizcocho. Y la voz volvió a sonar:

—Un nombre... sólo un nombre y es tuya hasta que te canses de ella.

En ese momento, para Mario ya no existían motivos para callar, ni el sentido de lealtad, si ese era el precio que tenía que pagar por ella, bien valía la pena hacerlo.

Nada, todo en su mente era ¡deseo…! ¡Lujuria…! ¡Pasión! ¡Deseaba el cuerpo de una mujer, en especial el de aquella y podía pagar por ello!

Mario gritó un nombre y en seguida hundió sus labios en el delicioso papayón.

Aquella vulva se estremecía, húmeda, caliente y vibrante. El prisionero la besó con toda furia. Mario se acostó encima de ella.

La besó, de forma por demás apasionada, en la boca. Era un beso desesperado, casi con demencia. Mientras, sus manos se crispaban en torno a los duros y erectos pezones, los cuales parecían tan deliciosos que invitaban a probarlos.

Por otro lado, su mazacuata contactaba suavemente con los labios vaginales de la bella mujer, que parecía más que dispuesta a todo lo que él quisiera.

—¡Penétrame ya…!. ¡Quiero sentir el roce de tu longaniza en mi panocha!

Grito ella con desesperación. El grito rompió el silencio ardiente y denso del cuarto. Mario no pudo más, aquello era incontrolable. Quiso jugar con ella, rozarla sutilmente, arrancándole estremecimientos y sacudidas de deleite, aunque no pudo hacerlo.

Su pasión era insoportable, así que la penetró hasta que sus huevos chocaron contra las carnosas nalgas. Con toda su potencia y virilidad. Hasta sentir el contacto suave y cosquilleante del vello que rodeaba la vagina.

El dolor de la rigidez aumentó, mezclándose con un placer infinito que le hizo apretar las mandíbulas y rechinar los dientes.

Sus manos, al mismo tiempo, se crisparon con desesperación a los duros pechos.

Mario creía que su pito, introducido en la vagina de ella, se convertía en punto de partida de una increíble sensación que atravesaba su cuerpo y llegaba hasta el rincón más escondido de su cerebro, dándole una descarga de gusto, que considero capaz de producirle la propia muerte.

Los dos cuerpos, abrazados, rodaron por la alfombra roja que cubría el suelo, lanzando quejidos, y suspiros, y gritos de placer contenido.

Ambos llegaron al orgasmo de forma simultánea.

Ella estiraba las piernas, abriéndolas hasta formar una línea recta, perpendicular al propio tronco. Al tiempo que crispaba sus manos a los hombros masculinos y echando la cabeza hacia atrás y, agitándola como una loca poseída.

Mario abrazaba por completo el torso femenino, estrujándolo contra su pecho, aplastándole las chichotas contra su propio pecho.

Apretando los testículos contra la vagina en un desesperado intento por intensificar la penetración que mantenía. Ella apartó las manos de los hombros de él, y las llevó a su cara, acariciándose a sí misma, al sentir la inundación del líquido ardiente que se producía en su vagina, ahogando el útero.

Los labios de ambos permanecían unidos sin perder la oportunidad de besarse con deseo y desesperación, esa boquita era deliciosa.

Ella quedó encima de él, Mario la sujetaba con sus manos, levantándola un centímetro arriba de su cabeza. De esta forma sus labios pudieron demostrar su voracidad con el papayón femenino. En tanto ella apretaba entre sus manos el recio miembro, plenamente erecto. Su boquita golosa, chupaba el fierro con todo gozo.

Así continuaron por largos minutos.

Chupando, mamando, gozando, disfrutando. No tenían punto de reposo para su pasión. Los dos estaban entregados a esa lascivia desbordada. Por fin liberaban toda la tensión de tantos días. Al final, estaban consiguiendo sus propósitos.

Cuando los estremecimientos de ella y de él les hicieron entender que estaban llegando a un nuevo orgasmo. Mario la empujó contra la alfombra, de manera que quedara boca arriba. La mujer estaba anhelante, con los ojos encendidos y con las piernas bien abiertas. Todo su cuerpo estaba estremeciéndose, vibrando de lujuria.

Entonces, él se echó sobre de ella, para volver a penetrarla.

En ese momento Mario entendió que estaba disfrutando del placer que tanto se había negado a sí mismo y que tanto lo había obsesionado en los últimos días.

Cabalgó sobre de ella, viniéndose infinidad de veces en su pucha, aunque sin llegar a agotarse en ningún momento. Los dos jadeaban, se mordían amándose de una manera furiosa, salvaje, animal, despiadadamente sexual, con delirio, con rabia y con un intenso deseo brutal.

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