7. ¿ALTO Y DOTADO?
—¿Qué pasa? —le preguntó al verla tan pensativa.
—N.… nada... No sé, de pronto me mareé — se llevó una mano a la cabeza y pensó en las dos copas de vino que se tomó. Eso debió haber liberado su ser primitivo.
—¿Está enferma? —inquirió poniéndose de pie.
—No, es el cansancio de la semana. Tampoco he comido bien. Este día hubo demasiado trabajo. Será mejor que me vaya a descansar.
Los ojos de Roman estaban fijos en ella.
—Eso tiene solución.
Tomó su mano y ella se dejó guiar. El roce de su piel causaba intensas sacudidas en la chica, que no podía contener.
Roman fue consciente de ello. Se miraron fijamente unos segundos, ambos buscaban con urgencia una chispa que detonara lo que se había dado. Qué locura, qué juego tan sensual. La llevó a sentarse.
—Permítame un instante. No se mueva de aquí, voy a traerle algo para cenar.
Miranda lo vio alejarse y no puedo creer que un hombre así la estuviera tratando con tantas delicadezas. Especialmente, después del último encuentro. Sonrió muy discreta, observándolo.
¡Dios!, chilló emocionada para sus adentros. Seguramente se quedó dormida y estaba en otra de esas fantasías que pronto se convertiría en triple X.
Era alto, con un cuerpo que la hacía pensar en muchos enigmas sexuales sobre estar con un hombre así.
Al menos en las películas porno siempre eran dotados, pensó y arrugó la cara al instante. Bajó momentáneamente la cabeza sintiéndose avergonzado de sí misma por lo lejos que había llegado al no buscar otra pareja después del imbécil de Gustav.
Roman no era su tipo, ni se parecía en nada a su ex marido. Gustav era físicamente todo lo contrario, el típico americano rubio, alto delgado, con un falso bronceado, vestido con ropa de marca y músculos marcados, completamente magro. Nada estrepitoso como Roman Watson, que exudaba rudeza, virilidad y mucha masculinidad.
Algo así como un cavernícola. Bruto, instintivo, capaz de remover sensaciones ocultas en el cuerpo de una mujer frustrada como ella. ¿Cómo sería en la cama? se preguntó incomodando a su vientre con la súbita elevación de la tensión en sus paredes vaginales.
Contuvo el aliento. Cómo deseaba ser, por una vez en la vida, ese tipo de mujeres que tenían aventuras rápidas y sin remordimiento de conciencia.
Roman volteó a verla y la sorprendió recorriéndolo. Alcanzó a ver en sus ojos la pasión que sólo pudo fantasear en días pasados, pero Miranda al saberse descubierta desvió el rostro. Sentía que la cara le ardía de vergüenza.
De la nada, salió un hombre y colocó una mesa ante ella.
—Buenas noches, señorita —dijo muy amable y enseguida acercó una segunda silla.
Volteó de nuevo hacia Roman, quién conversaba con el que servía bebidas.
No, Roman no era un tipo glamoroso, incluso podía intuir que su origen fue humilde, pero si la memoria no le fallaba, recordaba que su padre también fue luchador y uno de los mejores.
¿De verdad era El Rey? Se preguntó, deseando que así fuera. Para comprobarlo tendría que verlo sin ropa. Sólo así podría reconocerlo completamente, pensó ocultando una sonrisa traviesa.
—Ay Miranda, eres toda una pilla de closet —se rió y cruzó una pierna.
—El que solo se ríe —oyó de pronto la voz masculina y se sobresaltó por segunda vez esa noche.
—¡Otra vez me asustaste! exclamó tuteándolo, poniendo una mano sobre el pecho.
—¿En serio? Pensé que no eras impresionable —le respondió de la misma forma y se sentó ante ella —. Me hablaste de tú — le ofreció un refresco.
—¿Lo hice? No me di cuenta —respondió.
—No es lo único bueno que has hecho hoy.
—¿No? —inquirió recargándose en la silla, luciendo ante los ojos de Roman en extremo tentadora.
—No —musitó luchando por no delatar su interés —. Viniste a mi casa y mira, aquí estamos, tranquilos y conversando —sonrió provocando que el brillo de su mirada fascinara a la chica —. A punto de cenar juntos como buenos amigos.
Miranda vio aparecer ante sus ojos un delicioso platillo de carne asada, papas fritas, salsa y ensalada. La boca se le hizo agua. En otra ocasión habría jalado el plato hacia ella como si fuera una competencia para devorar. Esa vez se contendría. Debía mostrarse como una delicada y refinada dama.
Sonrió enderezándose en la silla. Reconocía que por fuera lucía como una princesa, pero en realidad los modales eran algo que detestaba especialmente cuando estaba en familia.
—¿Qué sucede? —preguntó Roman viéndola sorber un poco de su refresco.
—Nada malo, solo que tiene razón.
—No dejes de tutearme —le pidió, tomando un tenedor y un cuchillo.
—De acuerdo. Así lo haré.
—Y ahora, si me lo permites... ¿puedo hacerte una pregunta?
—Si no es muy personal —respondió cortando un trozo de carne con dificultad. Le dolían las manos —. Adelante.
Siguió insistiendo en su labor, sin mucho éxito, con el estómago gruñendo. Roman sonrió nuevamente.
—Permíteme, los cubiertos no son los adecuados para ti —dijo y empezó a cortar sin problemas un montón de bocaditos—. Dime Miranda, ¿a qué te dedicas?
El mismo chico que puso la mesa apareció con dos cervezas embotelladas.
—Buen provecho —dijo y les guiñó un ojo.
—Te dedicas a otra cosa, me imagino. Aparte de ser una celebridad.
Miranda se rió un poco.
—¿En el vecindario o en televisión?
—En ambos lados.
—La verdad —su carne quedó lista para comerse —, gracias — dijo antes de continuar—. Trabajo como masajista — recibió una incrédula mirada, por la manera en que lo dijo—. Soy cara, por si te interesa saber —agregó dispuesta a inquietarlo—. También trabajo a domicilio —le hizo saber, echándose un pedazo de carne a la boca
—Estás bromeando.
Miranda sabía que él, como algunas personas, pensaba que ser masajista se refería a ser prostituta, lo cual no dudaba que abundara en la ciudad. Mas de una vez en su trabajo, un exclusivo centro de belleza y relajación, hubo uno que otro cliente que le ofreció dinero a cambio de tocarlo íntimamente.
—¿Que no parezco una?
—Pues... —dudó en responder. Soltó sus cubiertos —. Muéstrame tus manos —le pidió y así lo hizo. Roman las tomó entre las suyas. Miranda sintió que la acariciaba—. Son suaves —musitó tocando sus palmas con los grandes pulgares. La sintió estremecer y no dudó de que lo estaba deseando tanto como él. Se inclinó a olerlas. Su nariz y su aliento enloquecieron el vientre femenino, pero no se apartó. —Huelen delicioso y a carne —la soltó acariciándola con sus delgados dedos largos.
—Si, la carne está muy buena —quiso distraerse de la sensación en su punto más íntimo.