6. HAMBRE DE HOMBRE
—¡Bienvenidos amigos! —dijo alguien. Se oyeron aplausos y vivas —. Les agradezco que hayan venido, sobre todo tan tarde — habló Roman por el micrófono haciendo que Miranda se levantara—. Ésta fiesta es en honor de todos ustedes, mis nuevos vecinos.
La chica dejó de oír sus palabras cuando el enojo invadió su cerebro. Salió de la casa; cruzó el patio, y solo entonces notó la iluminación en el lugar, donde una fiesta amenazaba con dar inicio. Se tuvo que agarrar de un árbol cuando un mareo la asaltó. No debió beber tan de prisa y menos sin haber cenado.
Si no vió autos, fué porque los invitados eran todos los vecinos y habían llegado a pie. Seguían llegando. Maldita sea, había un olor a carne en el ambiente que volvió sus tripas unas fieras.
Vió el Mercedes e hizo una mueca despectiva. Esos cristales podrían sufrir una ralladura... como el que se rompió en la parte trasera de la casa. Continuó su camino con una risita malvada. Tenía que encontrarse con Roman Watson y reclamarle su falta de tacto.
—Ahora va a conocerme en serio —masculló caminando lo más digna que podía entre los invitados, quienes al verla llegar, empezaron a cuchichear.
—De nuevo, agradezco su paciencia —dijo Roman.
Descubrió a la chica entre los asistentes. Vió que se sentaba en una silla de mimbre, con aparente actitud de relajación.
Su renovada hermosura lo distrajo un instante. Le gustó la forma en que su cabello alisado caía sobre los hombros desnudos. Le sonrió, a pesar del último encuentro y ella correspondió con sutileza, incluso la miró relajarse al cruzar las piernas metidas en esos ajustados jeans y botas altas. Nadie portaba la mezclilla con tal seducción.
—Espero que en las siguientes semanas no sean muchas las molestias que les cause. Ahora, disfrutemos de la cena y la música —los aplausos y gritos ensordecieron a Miranda. Luego, echó un vistazo al improvisado escenario donde una banda empezó a tocar. Así que planeó atormentarla, sin dejarla descansar.
Y además, ayudado por los vecinos. Con ella no le iba a resultar hacerse el agradable. Se incorporó para ver a la banda y sintió como su estómago le reclamó que no aprovechara el momento para ir por un plato de carne. Uno bien grande antes de irse a su casa.
La lucha mental se debilitaba con la pelea entre sus hambrientos intestinos y el enojo, pero no cedería. Su voluntad era mayor.
Miró a Roman con más detenimiento. Eso la ayudaría a enfadarse más. En su lugar, una fantasía sensual se atravesó. Le dió la espalda y caminó hacia la ruidosa música. Tengo hambre, tengo hambre, se dijo para no pensar en que Roman y su amor platónico eran el mismo hombre.
—Buenas noches, Miranda —dijo de pronto Román detrás, haciéndola brincar. No solo físicamente.
Se llevó una mano al pecho y se mojó los labios. Giró lentamente y se topó con su pecho. Levantó la mirada hacia el monumental y repentinamente antojable ejemplar que la miraba con simpatía.
¿Qué hago? Se preguntó sintiendo un hormiguero recorriendo su cuerpo.
—Perdón, no quise asustarla —se inclinó hacia ella para que lo escuchara.
La chica se levantó y puso distancia de ese hombre que por fin sabía quién era.
Esa noche, Roman vestía un traje gris informal con camisa blanca. Su barba había crecido un poco más y por fin veía en él los rasgos de El Rey.
El hombre pudo aspirar un delicado perfume que le recordó el jardín que compartían. Un loco pensamiento atravesó velozmente su ser entero.
—No se preocupe, no me asustó. No soy tan impresionable —respondió y se abofeteó mentalmente al instante. Debo estar en mis días sensibles, se dijo al verlo como un delicioso manjar al que quería pegarle un mordisco.
—Así que planeó una fiesta y no me invitó —respondió separándose de él para caminar, haciendo que la siguiera. Lo miró sobre su hombro desnudo. Complacida, supo que tenía toda su atención.
Nuevamente tuvo una discusión mental. ¿Para qué quiero su atención? ¡Éste hombre no me interesa! ¡Todos son iguales! ¡Malos amantes, insensibles y sólo quieren meterte su miserable y floja miniatura!
Se rió consigo misma al recordar que en su último intento de estar con alguien, la sorprendió con esa tontería de que quería que le llamara a su remedo de erección con un nombre ridículo.
—Dejé una invitación en todos los buzones y puertas —contestó su inquietud—. ¿Revisó el suyo?
Miranda miró sus anchos hombros. Las manos le cosquillearon y entrelazó las manos. Eran tan amplios que le impedían ver otra cosa que no fuera su cuerpo. Esos músculos divinos lograban perturbarla cada vez más. Levantó la vista a su rostro, buscando un defecto físico o un cabello fuera de lugar. Se encontró con su sonrisa amplia y franca. Simplemente le arrebató el aliento, al grado de que se sintió nuevamente mareada.
—Creo que no... — musitó entrecerrando la mirada—. Será mejor que regrese —susurró, pero con la música tan fuerte, él apenas la escuchó.
Roman dió un paso hacia ella que iba de espaldas. Miranda se sacudió. No era buen momento para enfrentar al enemigo. Las piernas se le doblaron, por los altos tacones en el césped. Se iba a ir de espaldas cuando los largos brazos de Roman rodearon su cintura frágil y la atrajo contra su torso. Miranda se aferró de sus bíceps.
—¡Por Dios qué brazos! —pensó en voz alta.
—¡Miranda! —dijo asustado, luego comprendió lo que dijo y se acuclilló en una rodilla. Se rió un poco y la jaló sobre su pierna para que se sentara. Su risa se hizo más fuerte.
Miranda rodeó sus hombros tratando de recuperarse de la vergüenza y de ignorar la sensación de su trasero contra el muslo firme de ese hombre que además olía a su perfume favorito: a macho. ¡Carajos, Miranda, deja de portarte como lo que críticas! Pero es tan... lo miró embelesada.
Roman se topó con sus ojos azules. La chica despertó de su momento lascivo y se apartó de él. Fingió calma y se pasó las manos por los brazos.
—Será mejor que se levante, va a manchar su traje.
La miró arrodillado. Aún así, seguía siendo alto junto a ella. Nuevamente buscó poner distancia entre ella y sus instintos primitivos. Tenía seis meses sin sexo... en realidad un año... más de un año... ¡Mierda! Era una perdedora para las citas, pues solía juzgar demasiado a quienes se le acercaban.