Librería
Español
Capítulos
Ajuste

Capítulo II: María Narváez

—No digas pendejadas, Gloria… una hija es un regalo del cielo, una bendición, y debes luchar mucho para darle lo que se merece para sacarla de toda esta porquería, además, tú quieres a tu hija y he visto cómo te la rifas por ella, así que ahora no reniegues.

—No es que reniegue… es que ese maldito Rubén, me tiene harta, por más que pienso y pienso no encuentro una forma de acabar con esto… me cai que varias veces he pensado en matarlo para que ya no me esté jodiendo, sólo que, me falta valor para hacerlo… de otra forma, ya fuera difunto.

—No, tampoco esa sería la solución, irías a la cárcel y tu hija al DIF, (Sistema Nacional para el Desarrollo Integral de la Familia), o terminaría en la calle y eso es lo que debes tratar de evitar siempre…

—¿Y cómo? Mientras Rubén siga vivo no parará hasta que me vea prostituirme… ¿Y luego? ¿Cuándo mi niña crezca? ¿Qué futuro le espera a ella? ¿Crees que cuando ya esté más viejo ya no va a querer que mi hija lo mantenga? —preguntó Gloria, con rebeldía y con dolor al tiempo que volvía a tallarse la cara con ambas manos y abundante jabón— no quiero ni pensar lo que va a pasar con mi hija mientras ese padrote infeliz siga vivo —agregó Gloria, enjuagándose el rostro.

—¡Malditos explotadores, perros desgraciados...! ¡Deberían morirse todos de una buena vez y dejar de estar causando tanto daño a las personas buenas! —exclamó María, sin poderse contener sacando esa amargura que sentía dentro del alma.

Gloria, volteó a verla sorprendida y no hizo falta que le dijera nada, de inmediato comprendió que ella misma había sido una víctima de algún maldito explotador. Nunca lo hubiera imaginado siquiera, siempre había creído que María, era una señora decente y que no era capaz de prostituirse.

A sus 45 años todavía se conservaba bien, estaba algo entrada en carnes, aunque estaba bien formada, su vientre casi plano, sus pechos grandes, una cintura que aún se le marcaba y unas caderas que llamaban la atención a donde quiera que iba, sobre todo cuando caminaba con ese vaivén tan suyo.

No era guapa ni tampoco horrible, sus facciones algo toscas y el gesto de enfado que siempre tenía la hacían verse más fea de lo que en realidad era, podría decirse que era simpática.

Vestía de manera común y corriente, como una ama de casa cualquiera y todas las mujeres que se prostituían en ese barrio, suponían que era dejada ya que vivía sola y no permitía que ningún hombre se le acercara, aunque muchos lo habían intentado desde que Gloria la conociera.

Desde siempre, la había visto trabajar de varias cosas, nunca vendiéndose, hacía tandas, vendía productos de belleza, tejía blusas o suéteres, todo muy lejos de la vida en la calle, muy apartada de vender su cuerpo a cambio de dinero, de fingir pasión para ganarse unos pesos.

—¿A quién mantenías, tú María? —le preguntó Gloria, con un tono tranquilo y relajado al tiempo que tomaba la toalla y comenzaba a secarse el rostro con suavidad.

—¿Qué…? ¿Cómo… cómo lo has sabido? —dijo María confundida mientras se recargaba de espaldas en uno de los lavaderos que estaba al lado del que ocupaba Gloria.

—Por tu reacción… nadie puede expresar tanto rencor y tanto dolor como una que ya lo ha vivido en carne propia, por eso lo sé y por eso te pregunto. ¿A quién mantenías? ¿Qué fue lo que te pasó?

María guardó silencio por algunos minutos con la cara gacha viendo hacia el suelo, como si estuviera decidiendo entre contarle o no a la que consideraba su mejor amiga.

Sabía que Gloria, no sólo era muy era derecha, sino que, no andaba metida en chismes, mucho menos en rumores, además de que respetaba la amistad como algo sagrado.

—No lo conoces ni lo conociste. Nadie en este barrio lo conoció. —comenzó a decir María, con un tono de voz nostálgico y volteando a ver a su amiga— No vivíamos por aquí, en el centro de la ciudad, vivíamos en la colonia Obrera, allá por donde está uno de los cabarets de la zona, “El Balalaika”.

Te voy a contar como fue esa parte de mi vida que nadie conoce porque quiero que reflexiones y tomes una decisión que pueda alejarte de esta vida de miseria y degradación de la que muy pocas logran salir.

Nací y crecí en Tuxtla Gutiérrez, Chiapas, a principios de la década de los años 80.

Mi madre murió cuando yo tenía seis meses de edad. Ella tenía apenas 16 años y nunca supe de qué murió, nadie pudo decírmelo. Mi abuela, que se la pasaba borracha todo el día, nunca me lo mencionó.

Eso sí, me dijeron que era muy bella y poseía un estupendo sentido del humor, y sé que es cierto, pues yo también lo tuve desde siempre. Como quiera que sea me quedé sin conocer a mi madre y sin saber cómo hubiera sido conmigo si hubiera vivido.

Mi padre, ni siquiera sé quién fue, lo único que alguna vez me comentó mi abuela, fue que en cuanto se enteró que mi madre estaba embarazada de mí, agarró sus pocas cosas y se largó del pueblo, nunca más volvieron a saber de él, seguramente anda de “brasero” o “mojado”, como les dicen ahora.

Mi abuela se hizo cargo de mí. No era mala persona; de hecho, tenía una forma de ser maravillosa, cuando no andaba con sus copas encima, lo cual no era tan frecuente.

Me leía historias, me horneaba y cocinaba las mejores comidas que podía brindarme. Tenía problemas con la bebida. Era alcohólica y lo peor era que traía amigos de la cantina a la casa y cuando ella se quedaba dormida, esos hombres me hacían cosas. Ya para entonces tenía yo 16 años.

Aprovechando que mi abuela se emborrachaba y se quedaba dormida, me manoseaban o querían que yo les tocara sus partes, me ofrecían dinero y regalos, algunos trataban de besarme en la boca, yo me negaba y los mandaba al diablo ya que no me gustaba que me trataran así.

No obstante, tenía que soportarlo cada vez que mi abuela llegaba con sus amigos a la casa, por lo general eran los mismos siempre y ya los conocía bien.

Lo bueno es que, eso no era muy seguido. Estoy segura que mi abuela no sabía lo que aquellos desgraciados hacían conmigo, de haberlo sabido, no lo hubiera permitido.

Ella trabajaba de sirvienta en una casa. Le tomaba dos horas ir y dos volver. Yo me iba y volvía sola de la escuela. Los abusadores lo sabían y trataron de aprovecharse, yo no se los permitía y no dejaba que entraran a la casa cuando mi abuela no estaba.

No sé si fue buena suerte o el negarme a lo que ellos querían, lo cierto es que nunca pasó a mayores, siempre pude mantenerlos a raya nunca pudieron convencerme de que me dejara hacer algo.

Por ese tiempo, yo veía mujeres con peinados y vestidos glamurosos paradas en la calle donde vivíamos, diario había muchas y todas se veían muy bien, parecían artistas de cine, bueno, al menos para mí, una india que no conocía más allá de su casa, pues si me lo parecían.

No tenía ni idea de qué hacían, o para qué estaban en la calle tan arregladas, sólo pensaba que eran hermosas y cuando era pequeña, eso era lo que yo quería ser. ¡Una mujer como esas!

Un día le pregunté a mi abuela qué hacían esas mujeres tan guapas y me dijo:

—"Esas mujeres se quitan los calzones y los hombres les pagan", y recuerdo que pensé:

—"Probablemente yo podría hacer eso y ganar dinero"

Y aunque había un hombre que me ofrecía mucho dinero y me pedía que me quitara mi ropa interior para tocarme mejor nunca lo dejé, había algo dentro de mí que me detenía.

Cuando me quedaba sola en casa, tenía amigos imaginarios que me acompañaban, con los que cantaba y bailaba: un Javier Solís imaginario, una Lola Beltrán y los grupos, imaginarios...

Creo que me ayudaron a soportar todo lo que me rodeaba, de lo que, aunque no me daba cuenta clara, era una señal que hablaba con toda claridad de un negro futuro para mí.

Yo era una niña muy extrovertida, y me reía mucho por cualquier tontería. Al mismo tiempo, tenía miedo, siempre tenía miedo de todo. No sabía si lo que pasaba con los amigos de mi abuela era por mi culpa o no, yo sentía que sí. A pesar de que era una chica inteligente, dejé la escuela, no terminé más que la secundaría y en segundo de preparatoria decidí rendirme y no seguir estudiando.

Cuando llegó la década del nuevo milenio, con todo eso de la liberación femenina y los derechos de la mujer, me convertí en el tipo de chica que no sabía cómo decir "no", era la chava fácil a la que cualquiera podía meterle mano cuando quisiera: si los chicos del barrio me decían que yo les gustaba o me trataban bien, básicamente podían hacer lo que quisieran conmigo hasta clavar si era necesario.

Para cuando cumplí 18 años ya tenía relaciones sexuales con un par de chavos del vecindario. Por ese tiempo mi abuela me decía que yo ya tenía que ganar dinero para los gastos, pues no alcanzaba... la pobreza en nuestra casa, era peor cada día y los gastos aumentaban.

Así que una noche -un Viernes Santo- me paré frente a un hotel, en otra colonia de donde yo vivía.

Tenía puesto un vestido de dos piezas, zapatos de plástico baratos y me había pintado los labios de naranja, pues pensaba que eso hacía que me viera mayor.

Como te imaginarás tuve mucha suerte, los clientes comenzaron a llegar directamente a mí, y aunque no sabía bien cuanto debía cobrar les decía la primera cantidad que se me ocurría y para mi sorpresa ellos aceptaban. Para ese momento yo ya sabía que un hombre no te paga solo porque te quites los calzones, tienes que darles lo que buscan y si lo haces bien, pues la ganancia es mayor, además de lo que les puedas sacar con engaños.

Tenía 18 años y lloré mucho después de hacerlo con cada cliente, al quedarme sola en el cuarto del hotel de paso al que habíamos ido. Lo hice, me prostituí, me convertí en mercancía a la que sólo podían llegar los que pagaran por ello y te aseguro que les cobraba caro.

No me gustó hacerlo con aquellos hombres a los que nunca antes había visto. Cada uno de los cinco que estuvieron conmigo esa noche me enseñaron algo. Gané como cinco mil pesos esa noche.

Cuando llegué a casa y le entregué casi todo el dinero a mi abuela, me preguntó de dónde lo había sacado. Le dije de donde sólo movió la cabeza y agarró el dinero.

Cuando se está jodido como lo estábamos nosotras y no hay forma de qué entre dinero a la casa, no se le va hacer gestos a lo que llegue, aunque sea mal habido, con que sea dinero con eso basta. Por eso a muchos rateros los bendicen en sus casas, les rezan y piden a Dios que les vaya bien en sus robos.

El fin de semana siguiente volví al mismo lugar y al parecer mi abuela se alegró cuando yo regresé con más dinero, ahora ya conocía el negocio, cobraba una tarifa alta, fija.

Lo que había aprendido con los chavos con los que me acosté por gusto, me servía de maravillas, cerrando los ojos e imaginando que estaba con alguno de ellos, ahora podía complacer al cliente, aunque él no me provocara nada, lo hacía gozar como si no hubiera otra mujer en el mundo.

Casi dos meses estuve trabajando de esa manera sin tener problemas con nadie. A mediados del tercer mes que taloneaba, los fines de semana normalmente, un par de hombres me golpearon con una pistola y me pusieron en la cajuela de su auto.

Descarga la aplicación ahora para recibir recompensas
Escanea el código QR para descargar la aplicación Hinovel.