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Operación Robo de Jardín

Luego de deslizar rosas a escondidas, durante dos semanas, en el pupitre de Jimena había dejado patitiesas las plantas de Micaela. Conté a mi crédula madre que una plaga de hurones era la responsable del destrozo. La pobre se tragó la mentira a cucharadas y lloró tanto que casi se deshidrata. Cada año se presentaba al Concurso de Jardines con la esperanza de obtener un premio. Siempre dedicaba algo de tiempo a sus flores pese a que entre sus dos trabajos pasase más de diez horas diarias de pie, en casa se matase limpiando y durmiese a ratos.

Las que sí no creían en catástrofes eran mis vecinas. Chuncha Martínez había corrido tras de mí, armada con una escoba, y Milagros me amenazaba con contar mis peripecias a la policía si me atrevía a traspasar los límites de su propiedad. Razones les sobraban para odiarme. Ninguno de los jardines de mi barrio conseguiría un buen lugar en la competencia después del paso por él del huracán Dante.

Comprendí que, para mantenerme cortejando a Jimena sin gastar dinero en la floristería, debía explorar los alrededores del poblado. Con ese fin, tracé un plan de acción y me fui a dormir a la misma hora que las gallinas.

La alarma del reloj sonó a las tres de la madrugada. De buen grado le hubiese soltado un manotazo al aparato y enviado a freír tusas, pero me arrastré por encima del colchón de mi cama y caí al piso. Estaba tan frío como la pata de un muerto. Solo de tocarlo, me desperecé de un brinco.

La operación Robo de Jardín comenzaría cuando tomase un sorbo de café. Aún tenía los ojos pegados y un ladrón, experimentado o no, ha de estar apto físicamente.

Luego de tragarme tres tazas del brebaje casi sin respirar, me creí Superman. Me coloqué una capucha negra y zapatillas para correr, y me escabullí a través de la ventana (rara vez usaba la puerta).

La villa estaba desierta. Tal parecía que todos los seres vivos habían sido hechizados por un malévolo nigromante. De vez en vez, una lechuza revoloteaba bajo las luces de neón. La sombra de sus alas y su ulular daban al vecindario un sello místico y aterrador.

Acallé mi miedosa consciencia y dominé los deseos de regresar a la cama. Debía estar loco o enamorado, que es casi lo mismo, pues me alejé de mi casa sin voltear atrás. Así me jugase el cuello, esa noche no volvería con las manos vacías.

Mis sutiles pisadas repiquetearon en el asfalto traspasando los límites entre lo ilógico y lo perceptible. Estaba convencido de que un extraterrestre me seguía los pasos cuando una sombra gigantesca se abalanzó sobre mi pecho. El empujón me tumbó al suelo.

«¡Fantasmas!», vociferaron mis pensamientos. Pero mi yo temerario no se dejó engañar por la primera impresión e iluminó al supuesto espectro con la linterna. El monstruoso ser que amenazaba mi vida no era otro que Cuco, un perro callejero con quien solía compartir mis hamburguesas. Él mostró su alegría removiendo el rabo mocho y me siguió fielmente. Amparado en la penumbra y custodiado por un animal, me sentí infalible.

Después de caminar durante una eternidad, llegué a un sitio repleto de olorosas azucenas y rosas matizadas. Era un paraíso para un ladronzuelo idiota, y como un idiota entré, sin detenerme a pensar a quién pertenecía la vivienda.

Por si me asaltaba el cargo de consciencia, me refugié en el recuerdo de Jimena, en sus provocativos labios de amapola que tanto deseaba probar, en sus ojazos almendrados, en sus manos suaves y, sobre todo, en el par de pechos firmes que me impedía pegar un ojo por las noches. Esa visión me inspiró valor y borró las dudas. El asesino en serie de jardines estaba a punto de cometer una fechoría.

Salté la cerca apoyándome en una mano. Avancé y estiré mi brazo sin que temblase.

Creí que mis frecuentes incursiones a la casa de la Pequeñaja me habían entrenado bien. Estaba equivocado. Pronto, me quedó una cosa clara: moriría sin besar los labios de Jimena.

En un primer momento, no tuve idea de lo que acontecía, solo precisaba una mezcla de siluetas amorfas y ruidos sin cadencias.

En el escalafón de idiotas, me he asegurado el primer puesto. He recopilado más de mil razones para explicarles por qué, pero con la narración de lo sucedido aquella noche, sobra.

La alarma del jardín se activó. Ustedes se preguntarán a qué sesudo se le habría ocurrido asegurar un montón de yerba contra ladronzuelos de poca monta. Yo supe la respuesta en cuanto el pito se me incrustó en el oído y las luces coloridas encandilaron mis ojos. Me había colado al sitio más peligroso de Calabazas.

Gumersindo, el dueño de la vivienda, no solo era el jefe de la policía local, también había ganado durante toda una década el premio otorgado por el Ayuntamiento al mejor floricultor. Su propiedad era un recinto fortificado. Para invadirla era necesario sortear las alarmas, los sensores de movimiento y los perros cerberos.

Tarde comprendí que había entrado a la boca del lobo sin un plan de contingencia. La alarma era el menor de mis aprietos. Les garantizo que volaría las distancias a la velocidad de Usain Bolt con tal de alejarme de la rabia del oficial. Según las viejas del barrio, si un infeliz bandido caía en su poder, le sometía a tal cantidad de torturas que hacía palidecer al mismísimo Conde Drácula.

—¡Mierda! —exclamé cuando tres pastores alemanes se me acercaron.

Quien dijo que el perro es el mejor amigo del hombre, olvidó que yo también era humano.

Uno de ellos, el más hambriento de la camada, me mostró sus sanguinarios dientes. Por mucho que intenté, me resultó difícil sacar de mi mente su imagen haciendo un festín con las cinco o seis libras de más que pendían de mi panza.

El miedo es difícil de definir si todo marcha bien, pero cuando las cosas se ponen patas arriba, en cada uno de nosotros deja un sello inconfundible. En esa ocasión, una mano invisible brotó de la tierra y se aferró a mis pantorrillas. Quedé plantado en el sitio donde estaba.

Escuchar el primer rugido me hizo caer al suelo. El aliento de las fieras calentó mi cuello.  Se preparaban para poner fin a mi vida.

Debí haber tomado en serio las clases de educación física en el gimnasio del colegio. Me faltaba agilidad y astucia para encaramarme en lo alto de un pino y huir de las voraces fauces de los demonios dentudos.

Hasta mi supuesto amigo canino mestizo de rabo mocho fue mucho más inteligente que yo. Al ver a mis enemigos, se esfumó de mi lado. Ni un millón de hamburguesas hubiesen sido suficientes para comprar su lealtad.

Estaba solo y en peligro de muerte inminente. ¿Lloraría Jimena durante mi entierro? No dilataré esta narración con situaciones que nunca ocurrieron. Si hubiese muerto, hoy no estaría aquí contándoles una sarta de absurdos.

—¡Alto, bribón, o te las verás con mis cachorros! —gruñó Gumersindo abriendo la puerta que daba al porche.

Los insultos no tenían discusión. Yo los merecía, pero llamar cachorros a esos demonios, era una blasfemia.

—Dios, tú existes. Tantos libros no pueden estar equivocados —musité a duras penas.

Como aseguran los sabios, uno se acuerda de los santos cuando llueve. Yo precisé del paso de un tornado para mirar al cielo. No prometí peregrinar por el camino de Santiago, autoflagelarme o entregar mi alcancía a los pobres. Tampoco pedí perdón. Lejos de arrepentirme, a cada segundo se incrementaban mis ansias de conseguir un par de flores para Jimena.

—¡Maldito desgraciado! —chilló la señora de la casa asomando la cabeza desde la ventana de la cocina—. Te advierto que mi esposo es policía. Va armado y soltará los perros.

«¿Soltará los perros? ¿Qué quiso decir la vieja? Entonces, ¿están amarrados?», me interrogué. Mi única neurona activa respondió las preguntas. Si los animales estuviesen libres, siquiera me rascaría el cogote. En un dos por tres, habrían descuartizado mi cuerpo y se zamparían la mitad más apetecible.

Mis miedos me habían impedido escuchar el tintineo de las cadenas. Di gracias a Dios. Estaba salvado.

—Soy el Fantasma de la Ópera. Vengo a llevarme tu alma —grité fingiendo la voz.

No habría sido tan tonto para usar la mía propia.

De qué manera se me ocurrió mortificar al oficial en un momento crítico es una cuestión que aún ronda por mi cerebro. Supongo que siempre había deseado hacerlo y, al presentárseme la oportunidad, no la dejé escapar.

Eché a correr en dirección al portón. De camino, arranqué una mata de gladiolo y pisoteé los sembrados de crisantemos.

—Gumer, apresúrate. El desalmado está desbaratando los canteros. —Lloriqueó la esposa.

El policía estaba echando humo por la nariz y los ojos. Afloraba el monstruo a través de su piel.

La señora salió al portal. Se llevó las manos al pelo y se jaló los moños. Sentí pena por su cabeza. Ya era demasiado fea para, además, quedar calva.

En el momento más inoportuno, los rociadores automáticos se activaron. Un torrencial aguacero me entripó la sudadera. Mi cuerpo cedió su firmeza al miedo y al frío, y los temblores me atacaron.

—¡Basta ya, imbécil! —me ordené intentando controlar una situación que se me iba de las manos.

Por suerte, estaba tan metido en el personaje del fantasma de la Ópera, que continué utilizando la voz falsa aun sin proponérmelo.

—Imbécil será tu abuela —refutó Gumersindo convencido de que me refería a él—. ¡Con qué esas tenemos! Además de robarme y despedazar mis sembrados, me  faltas el respeto. Ya no hay más de qué hablar. Te aconsejo que no corras. Nunca serás más rápido que mis perros.

Mis posibilidades de escapar con vida y regresar a casa sin que mi madre me castigase se reducían a medida que pasaba el tiempo. Escuchar la advertencia del policía y desprenderme en una carrera fue lo mismo. Salté sobre la cerca de una zancada. Dejé un trozo del pellejo en el buzón de la entrada y otro incrustado en el tronco de un árbol. Ni me detuve a pasarme la mano por las zonas adoloridas. Vociferaría mis lamentos cuando llegase a mi casa, no mientras huía por mi vida.

Las fieras me seguían los pasos. Advertí el ruido de sus zancadas justo tras mis espaldas. No encontraría escapatoria. A dondequiera que fuese, mi rastro les guiaría a mí y, por tanto, a los oídos de mi madre.

Tenía dos opciones:

—La primera, morir devorado.

—La segunda, enfrentarme a una tunda de chancletazos.

Para tomar una decisión contaba con menos de un minuto. Ya oía el jadeo de los demonios. ¡Cómo corrían esos bichos!

Bien había hecho el mestizo mocho al abandonarme por una longaniza. Sí, el muy traidor estaba sentado en una esquina relamiendo un trozo de embutido. Considérenme la persona más desagradable del planeta, pero recuerden que luchaba por sobrevivir. Sin amedrentarme, le arrebaté la comida y la lancé tras mi rastro.

El mestizo me tiró un gruñido. Levantó su nariz y engrifó el espinazo. Por un instante, dudé de su genética. Siempre le había considerado un perro horrible.  Después de echarle un vistazo fugaz, cupo la posibilidad de que se tratase de un espantoso gato tartamudo con afectación en el frenillo. Lo único que me quedó claro, fue que esa sabandija perdió mi amistad. Nunca volví a compartirle mis hamburguesas.

Redirigí mi carrera hacia la casa de la Pequeñaja. Aunque Gumersindo siguiese mis huellas hasta allí, se daría de bruces ante un nuevo misterio.

«La fisionomía de los habitantes de esta vivienda no compagina con mi ladrón de gladiolos? ¿En qué sitio se habrá escondido? ¿Le encogió un rayo reductor?», se preguntaría cada día antes alimentar a sus bestias.

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