La herencia de mi padre
Todo comenzó quince años atrás, aquel veinticuatro de diciembre, cuando Jimena pasó de largo zarandeando el cabello acaramelado. Pese a que en su rostro crecía un grano del tamaño del monte Everest, no hubo un chico que no se deslumbrase con su trasero ni una muchacha que no le envidiase.
Ese día me apunté en el club de fans del amor a primera vista. Con la cabeza echa un lío, le perseguí por los pasillos. ¡Con qué gracia removía los pantalones acampanados! Era ella el regalo de Navidad que no me atreví a pedir a Santa Claus por motivos de consciencia.
La deseé y, por vez primera, mojé mi pijama durante la madrugada. Como nadie me había explicado el misterio de los sueños húmedos, creí que tenerlos era el equivalente a morir de vergüenza. Aquella mañana, eché las sábanas a la lavadora sin que mi madre se percatase. Llegó el momento en que cambiaba la ropa de cama a diario. Aparentaba ser el chico más limpio del planeta.
Si hubiese tenido una pizca de sabiduría, quizás mi historia sería diferente. Hoy sé que mostrar demasiado interés en una joven trae consigo consecuencias funestas. En aquel entonces nadie me lo advirtió salvo Patricia, la Pequeñaja traviesa que vivía cruzando mi jardín, mientras nos zampábamos una fuente de dulces.
—Tienes cara de tonto y modales de mono. Esos animales trabajan en el circo porque provocan risas. Persiguiendo a Jimena, le alejas de ti.
—No menciones a una diosa. Llamémosle…
Ningún mote me pareció adecuado para una estrella de mirada angelical y sonrisa seductora.
La Pequeñaja ignoró mis reproches y acumuló razones en mi contra. Sin embargo, mis oídos se cerraron a los peros y preferí soñar despierto.
—Si tanto te interesa, róbale un beso, o pídele una cita —insistió cogiendo uno de mis buñuelos.
Meterse con mis dulces siempre ha sido sinónimo de declararme la guerra. No obstante, aquella tarde, pasé por alto su agresión. El enamoramiento por Jimena era suficiente carga para mi rústico cerebro.
Las gotas de almíbar cayeron en mis pantalones y se me pegaron a la entrepierna. Entonces, a mi miembro le embargó una extraña sensación y se elevó sin contar con mi permiso. Funcionó como una cosa con vida propia dentro de mi cuerpo. En cuestiones de segundos, una ametralladora armada con semen apuntó al pecho de Patricia.
Me faltaron fuerzas para caer en una longaniza de explicaciones con un claro principio y un final inexistente. Mordí en la punta de la lengua una justificación inapropiada y asumí mi culpa. Era culpable, sí, porque no había manera de que Patricia comprendiese que la vida de un varón adolescente gira alrededor de sus estallidos hormonales.
Crecí rodeado de mujeres. Los tabús eran mi pan de cada día. Por mucho menos que una erección pública involuntaria, debí haber huido a un sitio remoto del planeta; pero ningún escondite me habría resguardado de la astucia de Patricia. Ella ha sido dotada con una nariz privilegiada para desempolvar misterios a primera olfateada.
Al suceso no le encontraba una explicación lógica. Aunque el inusual vestuario de Patricia le hacía lucir como una diosa egipcia desaliñada disfrazada de humana común, se notaba a simple vista que no era un ejemplo de belleza femenina. Su cuerpo todavía no había desarrollado las deliciosas curvas que dan gracia a una mujer. Las greñas que, escapaban de su moño rojo, ocultaban parte de su rostro. Definitivamente distaba de ser hermosa, siquiera agraciada, pero a través de sus ojos se vislumbraba la fuerza de su espíritu.
Ella volteó el rostro hacia una planta de galán de noche y colocó ambas manos en el espacio existente entre nosotros. El invierno venía haciendo de las suyas. En un santiamén, las puntas de los dedos se pusieron tan moradas como sus mejillas y perdieron la sensibilidad.
—¡Rayos! —exclamé disgustado aun a sabiendas de que a ella le desagradaban las palabras vulgares.
Me miró fijamente y, en aquel instante, su incipiente magia surtió efecto en mis nervios de mantequilla. El pobre buñuelo se me resbaló y cayó al pavimento. Con mucho gusto lo hubiese alzado, sacudido el churre y zampado de una mordida. En esta historia busco, ante todo, ser franco. Así que aquí va mi mayor muestra de sinceridad: he sido capaz de arrebatar un dulce de la boca a un cerdo y hasta de lamer cualquier sitio donde haya caído una partícula de almíbar.
Patricia se enjugó los ojos de mala gana.
—Por favor, Pequeñaja. No armes una tormenta en un vaso de agua —supliqué cruzando los dedos.
Mi susurro quebró el jadeo de su respiración. «Uno, dos, tres», conté en silencio y esperé el estallido de su cólera. Cien números después, ella permanecía estupefacta.
—Grúñeme, pégame, insúltame, di lo que sea con tal de que no te quedes callada. Tu silencio me martiriza —insistí colocando la mejilla, tal como nos había enseñado la maestra del catecismo, para que me propinase un puñetazo.
No me daría el lujo de perder a la única chica que me escuchaba.
La mirada de Patricia, incrustada en mi pantalón, puso mis nervios en ascuas. Me hizo sentir desnudo pese a que había resguardado bien mi cuerpo con trapos. Mucho me costaba ocultar la vergüenza y mantenerme firme ante su escudriño.
Coloqué el pozuelo delante de la portañuela. Mis manos temblaron como las alas de un pájaro recién nacido y los miedos se destilaron a través de la piel. Aunque sujeté el recipiente lo mejor posible, no impedí que los buñuelos llegasen al suelo.
—¡Maldición! —gritamos ambos al unísono y echamos el ojo a los dos únicos dulces sobrevivientes que flotaban en el almíbar.
Estiré la mano para alcanzar uno de ellos, pero Patricia me soltó un trancazo que la dejó tiesa. Se colocó los brazos en la cintura y se puso en modo de abuela regañona.
—¡Eres un depravado! —me espetó alarmada.
—No me juzgues a menos que seas un varón —tartamudeé en un idioma parecido al alemán.
Su agresión suscitó la rebeldía y mi cuerpo se aprestó para la batalla. Ericé el espinazo y ensayé en mi mente una sarta de recién aprendidos insultos. Sin embargo, Patricia soltó un largo suspiro y estampó un gesto cordial en su semblante.
—Debieses poner un mote a tu nuevo amigo porque llamarle pene suena vulgar. ¿No crees? —sugirió entre pícara y melindrosa.
—De ninguna manera. Eso solo lo hacen los maricas —le interrumpí conmocionado.
—Le nombraré… espera. —Se tomó unos segundos para pensar.— Tiene que ser algo sugestivo, algo que resuma tu personalidad en una palabra.
Colocó su dedo índice en mi boca. Medio minuto más tarde, sus ojos destellaron en un frenesí de luces que remedaba el cielo al atardecer. Me estremecí desde el pelo hasta los callos porque cuando Patricia brillaba con luz propia, una estrella explotaba en el interior de su cerebro.
—Ya lo sé. Usaremos una palabra en otro idioma. ¿Qué te parece Tembo? Es un vocablo guaraní —sugirió rebosante de entusiasmo. La decisión estaba tomada y era irrefutable. A partir de ese día tuve a Tembo entre las piernas.— No te preocupes por encontrar una explicación racional a este «accidente». —Un dejo de ironía sobresaturó su última palabra.— Ya lo he entendido. Tienes el gen de tu padre o estás loco.
¿Olvidé mencionar el gen de mi padre? Mucho había tardado en relucir. Él se agenciaba la culpa del ciento porciento de mis desventuras.
Debí comenzar esta narración conceptualizando un padecimiento que ha afectado a los hombres de mi familia por varias generaciones. Todos mis parientes han vestido pantalones con elástico a la cintura para no tener que zafarse el cinto si el deseo sexual les aniquila el razonamiento. Los Muñoz hemos sido aves de paso en cuestiones concernientes al amor y al compromiso. Para nosotros conquistar a una mujer ha significado lo mismo que comprar ropa nueva. La hemos deseado, obtenido, usado hasta el aburrimiento, y después, tirado a la basura.
Mi padre fue un digno miembro de su clan. Le pintó con promesas un paraíso a Micaela cuando apenas era una chiquilla de dieciséis años. Luego de embarazarla, le dejó plantada en el altar. Ella fue una más dentro de su infinita lista de conquistas.
Hasta que se despertaron mis hormonas, creí que escaparía de la Garra Malvada de los Muñoz, pero fui un iluso. Tal como auguró la comadrona el día en que nací, la estrella de la mala fortuna se cernía sobre mi cabeza.
Por un lado, los nuevos atributos que adquiría mi cuerpo generaban mi curiosidad; por otro, no cesaba de temer. Dejar llanto y sufrimiento a mi paso por el mundo no era el futuro que anhelaba.
Mientras pensaba en cómo sortear mi tara genética, intenté sacarle la sonrisa a Patricia con uno de mis chistes aburridos. Ella chupaba el azúcar que recubría al buñuelo. ¡Qué clase envidia me producía! Cada uno de sus lengüetazos dolía en lo más hondo de mi estómago.
—Eres una villana —le reclamé afligido.
—Yo ruin y tú, degenerado. Por eso somos los mejores amigos. Hacemos la pareja perfecta.
—Soy capaz de explicarlo, Pequeñaja —gemí en un estertor agonizante.
¿Podía en realidad? Eso pintaba a perversión tal como ella decía.
—¿Estás enfermo? —preguntó con el tono irónico que yo bien conocía.
—No —afirmé, y entrecerré los ojos preparándome para escuchar un discurso hasta la hora de la cena.
Una gota de almíbar le corrió por el mentón. Moría por arrebatarla de un mordisco. ¡Oh Dios, qué tormento es tener algo justo al alcance de los dedos y perderlo por portar un ADN condenado!
Ella acortó la distancia entre ambos y, sin dejar de saborear el buñuelo, habló con la boca llena:
—No hay más que decir. Estoy presenciando tu debut como idiota consumado.
Me asombró que me definiese en tan pocas palabras. Ya me había acostumbrado a ser llamado así. Era un insulto de baja cuantía que la Pequeñaja me espantaba en la cara. Fuese merecido o no, solía soportarlo en silencio, lo elegía un millón de veces antes de verle enojada.
—Entonces, ¿estamos bien? —pronuncié las sílabas con lentitud para tantear su mal humor.
Toda la confusión me zumbó en la mente.
—¿Qué se le va a hacer? Distas mucho de ser una persona normal. Si no hubieses nacido pretérmino…
¿No se los dije? Patricia se había contagiado con los dichos de Micaela. Ya lo sabía, pero oírle confesar mi problema con tanta indiferencia fue aún más terrible.
Se encogió de hombros y capturó el último buñuelo que quedaba en la fuente. Le lancé un par de ofensas silentes y masqué algunas bocanadas de aire.
Entregando los dulces como ofrenda de paz, preservé la amistad de la Pequeñaja. Sin embargo, a partir de ese momento, ella siempre soltó una aborrecible risa tartamuda frente a una fuente repleta de golosinas.