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Visita nocturna

Junto a la ventana de Patricia crecía un framboyán. Prácticamente desde que aprendimos a caminar, solíamos escalarlo cuando íbamos de mi casa a la de ella. Era mucho más cómodo para nosotros subir tras dar unas cuantas zancadas, que caminar diez metros hasta la puerta principal.

Estaba acostumbrado a entrar y salir con entera libertad de la habitación de la Pequeñaja, pero nunca lo había hecho de madrugada y mucho menos en una situación de vida o muerte. No lo dudé una milésima de segundo. Cerré los ojos y me dejé guiar por los instintos. Conocía de memoria las oquedades del tronco del árbol. Fue sencillo y rápido llegar arriba.

Me aproximé a Patricia sin evitar ruidos innecesarios. Estaba demasiado extenuado para andarme con cuidado.

—¡Ayúdame! —supliqué zarandeándole.

Si quería despertarle, debería activar la sirena de los bomberos o detonar en su oído una granada. Así cayesen truenos o se tirasen fuegos artificiales, ella dormiría a pata suelta.

Bajo la tenue luz de la lámpara, su piel se veía tan pálida, que me resultó imposible no apartar los rizos y medir con el dorso de mi mano su temperatura. Contuve la respiración hasta que percibí el calor de sus mejillas. Luego, revisé su pecho y disfruté aletargado cada rítmico compás. La Pequeñaja descansaba con tranquilidad y a cuentas con su consciencia, a diferencia de mí, que pasaba las noches parloteando en alta voz con los espectros que se colaban en mis pesadillas.

Las ropas mojadas se me habían pegado a las carnes. De vez en vez, un viento helado me traspasaba la piel, se entremezclaba con mi gélido interior y me quebraba los tuétanos de los huesos y los cartílagos. Apenas me sentía la punta de los dedos. Les masajeé para hacerles entrar en calor antes de que se transformasen en peñascos de hielo. Mi único consuelo era que Gumersindo lo estaba pasando tan mal como yo.

Necesitaba quitarme la humedad de inmediato o pillaría un resfriado. ¡Pero no en frente de Patricia! Aunque estuviese dormida, no me parecía digno. Con esa idea, me fui al cuarto de baño. ¡Qué sitio más repugnante! Olía a vainilla.

El espejo me devolvió una imagen que daba miedo. Aún no había desarrollado los caracteres secundarios masculinos, pero tenía las hormonas fuera de control. El esbozo del bigote y los granos en el rostro eran solo el comienzo del desbarajuste que se avecinaba en mi organismo.

Una ducha tibia reconstituyó mis miembros adormecidos. Ya empezaba a sentirme persona y a pensar con claridad. Estaba convencido de que había despistado a Gumersindo y a su camada de cerberos. Sin embargo, aún no era seguro regresar a casa. Lo más juicioso sería esperar un par de horas y mudarme de ropas.

Tiré la sudadera y el pantalón en una esquina. Por mucho que me molestase dejar un chiquero a mi paso, tenía preocupaciones de mayor peso. Ya inventaría Patricia una excusa en caso de que su madre le reclamase al día siguiente.

Busqué en los escaparates algo que pudiese usar para atravesar el jardín sin que mis preferencias sexuales fuesen puestas en duda. Pronto desistí. La Pequeñaja era treinta centímetros más baja que yo. Aun vistiendo sus ropas, continuaría estando desnudo.

Patricia se estaba perdiendo la puesta en escena de Una solución descerebrada a mi gran metida de pata. Vivíamos en el siglo XXI, la era de la información, el Internet y la pornografía gratuita. ¿Por qué todo me salía mal? ¿Qué me sobraba o faltaba en este sin sentido llamado Vida?

Con un millón de dudas existenciales sin resolver, me envolví en un albornoz que apenas cubría la parte superior de mis muslos. Intenté desenredar la tira y, sin que fuese mi intención, le di a Patricia una patada en la cabeza.

De repente, abrió los ojos. Yo solo contaba con centésimas de segundos para decidir qué conducta seguir. Ella no creía en el monstruo del armario, y la idea de que su mejor amigo se había quedado varado tras robar flores en el jardín del comisario del pueblo sonaba bastante descabellada. Cualquier chica en su situación, estaría convencida de que un extraño procuraba violarle o asesinarle.

El terror se plasmó en su semblante. Para evitar que diese la voz de alarma, le aprisioné la boca con mis dedos e inmovilicé su cuerpo con el peso del mío. Sus dientes rozaron mis carnes intentando dejar una huella profunda, pero le apreté con más fuerza.

—Tranquilízate, por favor —susurré a su oído. Ella abrió aún más los ojos y continuó luchando. Todavía no dilucidaba con claridad.— Soy Dante, Pequeñaja, tu mejor amigo.

Por su mirada comprendí que me había reconocido. Con suavidad, la fui liberando hasta permitirle moverse bajo mi panza. Busqué calmarle con las únicas ideas que se me ocurrieron (esa noche la inventiva se había ido de paseo y apenas generé proposiciones mediocres).

—Te cederé mi cuota de buñuelos hasta que te apiades de mí o resolveré tus tareas de matemáticas por el resto del curso. Haré lo que prefieras. Elige según te convenga.

Murmuré todo tipo de promesas. Alguna de ellas tendría que surtir efecto.

—¿Dante, qué haces aquí? —musitó ella entre asustada y confusa.

—Es una larga historia y, conociéndote como te conozco, sé que no te conformarás con la versión corta. Lo importante es que no fue mi intención dañarte.

El sitio donde ella había recibido el pisotón crecía sin tener límites. Estaba claro que le dolía porque mudó su expresión de «no sé qué coño quieres» por una de «deseo cogerte por el cuello y matarte».

—Todo lo que recibo de ti son golpes —me reprochó adoptando la postura de un gallo de pelea.

—Estoy dispuesto a hacer un juramento con mi dedo meñique para probar mi inocencia. Sabes que no quebraría uno de esos.

Tampoco era el fin del mundo. En unos días se le bajaría la hinchazón y la excursión nocturna sería una historia de humor negro.

Le di un instante para que se hiciese idea de la situación. Solo entonces noté su pijama rosa de Minie Mouse. Me fue imposible retener una carcajada. ¡Olor a vainilla en el baño y ropa de bebé! Estaba en frente de una niñata predecible.

La risa se me ahogó en la garganta cuando tropecé con su expresión furibunda. ¡Y eso que aún no había visto el destrozo causado en la bañera! ¿Cómo le convencería de hacer las paces?

Inspiré una bocanada de aire y la expulsé con suavidad. Acabaría con esta situación aunque eso significase caminar al cadalso por voluntad propia.

—¿De qué manera te resarzo la mala noche y el caos que he armado en tu cuarto de baño?

—¿Tengo que limpiar? —rugió afilándose las garras y para devorarme vivo.

Asentí, a mi pesar.

La Pequeñaja ha sido uno de los seres más vagos con que me he topado, peor que yo, y eso es mucho decir.

Una sonrisa mordaz cruzó por sus labios. Se le había ocurrido una pérfida idea. Bien caro me cobraría el favor.

—Te comiste el último buñuelo.

Sentó las premisas de un juicio inmisericorde y me atacó con una ametralladora de rencores. Aquel asunto le estaba carcomiendo el cerebro.

Me apresuré a recordarle mi ofrenda de paz. Los restos de los dulces debían andar vagando todavía por su sistema digestivo. Era muy pronto para que olvidase su victoria.

—Lo único que sé es que por tu torpeza cayeron al suelo siete. ¡Siete! Puedo justificar el trancazo en la cabeza, pero eso es imperdonable —reiteró.

Su enojo era real. Fruncía el ceño, desparramaba los ojos, gesticulaba con exageración y se empinaba sobre la punta de los pies. En sus fantasías, ella saboreaba una fuente de dulces, y yo comía las migajas del suelo.

Icé en el asta imaginaria la bandera blanca y doblegué mis ilusiones.

—Micaela hará más el domingo. Te cederé los que me corresponden. Lo prometo. —La rendición total era cuanto podía ofrecer.

Añadí el hambre crónica a la interminable lista de cosas negativas que me había aportado mi maldición mientras Patricia imitaba una danza india sobre el colchón de su cama.

De pronto, se detuvo y retomó las armas de combate.

—No es suficiente —aseguró levantando el mentón.

—Entonces, di qué es lo que deseas —suspiré resignado.

No estaba en posición de negociar. Así pidiese el cielo y las estrellas, no tenía otra opción que complacerle.

—Ser tu pareja en el baile de graduación.

El tenue resplandor de la lámpara apenas me permitía evaluar la veracidad de su propuesta. ¿Sería una trampa? Recién comenzábamos la secundaria, faltaba mucho tiempo para ir a esa fiesta.

—¿Hablas en serio?

—¿Crees que es el momento de bromear? Pretendo regresar a la cama y retomar el sueño justo donde me interrumpiste. Estaba sentada frente a una fuente de deliciosos buñuelos. Esos me los pagarás.

—No eran reales —protesté perplejo.

—La sensación que me producía comerlos sí, y me la has arrebatado con crueldad. Un baile de graduación y un saco de dulces. Ese es mi precio.

El salario de un mes y un paseo lejano me pareció un trato justo. Como las promesas se las lleva el viento, sellamos el pacto con el cruce de los dedos meñiques.

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Glosario

Usain Bolt: Velocista de origen jamaiquino.

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