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Capítulo 3

De pronto, con fuerte puñetazo en el pecho me rechazó de una manera que no podía creer:

—No tan aprisa jovencito —me gritó mientras componía sus ropas— si quieres algo más, que acariciarme como lo has hecho, primero me pones casa... Ahora, te vistes y te vas...

—Elsa, de mi vida, tú sabes cuanto te amo y...

—Nada, muchachito loco. Primero casa y después lo demás... Y en este mismo instante te largas... Si no te vistes rápido, te hecho desnudo a la calle... y ya me conoces.

—Elsa... Elsita... mi amor… yo sólo…

Nada la conmovió y debí obedecer, después, cuando ya era muy tarde, me enteré que ella debía abandonar aquel departamento en el que vivía ya que debía varios meses de renta y como no quería alquilar otro, pues se buscó a su tarugo, que fui yo y con eso solucionaba todo, en definitiva, esa preciosa y sensual mujer, jugaba conmigo como quería.

Fue así como una semana más tarde nos fuimos a vivir juntos a un departamento que alquilé para los dos y entonces sí, tuve sus lindos encantos a mi disposición, de manera plena y total, sin egoísmos y con una pasión que no le conocía.

El iniciar una vida juntos, desde que llegamos al lugar donde viviríamos, fue como una especie de luna de miel maravillosa, allí mismo en el departamento, ya que con los gastos del alquiler y el deposito de dos meses, me quedé sin un centavo.

Esa tarde, en que recordé todo, seis meses después de que comenzamos a vivir juntos, Elsa, me había abandonado, se había ido a casa de sus padres, ahí a corta distancia, aunque tal lejos de nuestro departamento.

Y, como si fuera poco, ella que me había enseñado cosas en el lecho que jamás habría imaginado, me acusaba ahora nada menos que de ser una especie de Frankenstein de los colchones, un monstruo de las sábanas, un monumento a la lujuria.

Ya me lo imaginaba yo: una muchacha que sabe tan bien manejar las situaciones y controlar la pasión que por ella sentía, algún defecto debía de tener y esta los tenía todos.

Lo grave es que la necesitaba a mi lado con urgencia, la quería junto a mí para seguir disfrutando de su compañía. Sin su calor, sus risas, su presencia, su voz tan firme y mandona, mi vida, se iba transformado en un témpano de hielo.

Bueno, al menos sabía el precio de su regreso: un collar de esmeraldas que valía millón y medio de dólares. Cualquier día me conseguía una cantidad como esa, yo creo que ni trabajando toda mi vida iba a lograr reunir esa cantidad.

Salí de la cantina con una fría borrachera. Es, decir, había ingerido ron como para ahogar a un caballo y, sin embargo, conservaba la sangre fría y el dominio de mí mismo.

Millón y medio de dólares, un collar de esmeraldas, el precio de mi pasión, si quería recuperar a la mujer que sabía cómo aplacar ese fuego que me calcinaba.

Caminando triste y derrotado, se me vino a la memoria una vieja película, que vi en una cineteca. ¿Y si lo intentará? ¿Arriesgar ir a la cárcel por Elsa?

Total, vivir sin ella, era lo mismo hacerlo en el departamento ahora vacío o en una celda fría, no había mucha diferencia. La verdad, lo mismo daba… Y de pronto me sentí alegre, me froté las manos, pateé una lata vacía en la calle y me dispuse a la acción.

Unos días después, en la mítica ciudad de New York, un señor de gruesos lentes entró con paso seguro a la elegante joyería de la avenida principal.

Por un buen rato había observado entre los gruesos cristales blindados que protegían las vitrinas del establecimiento rebosantes de joyas carísimas y, según calculó un vendedor que le había estado atisbando discretamente, y ya se había decidido por una compra.

Aquel tipo parecía extranjero, se le leía en la cara. No era muy alto, vestía con un traje de brillante y carísima tela que denotaba su calidad, los zapatos, mínimo de cien dólares en aparador, el dependiente de la joyería se felicitó a sí mismo, por su astucia para identificar a los posibles clientes potenciales, como el que ahora veía:

Y ese que estaba ahí, frente al aparador, era un cliente potencial y de los buenos, así que él lo atendería ya que lo había vigilado desde un comienzo.

Antes de que nadie se le adelantara, se acercó solícito al recién llegado:

—¿Que se le ofrece, señor? ¿En qué podemos servirle?

—Estaba mirando... solo mirando... gracias por su amable atención —dijo el hombre con un marcado acento que el vendedor no pudo identificar de inmediato.

—Perfecto, caballero, usted es dueño de apreciar nuestras mercancías. Aquí tenemos de todo lo que se hace en el mundo en materia de joyería...

—Así me pareció por lo que exhiben en sus vitrinas...

—Exactamente; si usted quiere el más fino oro trabajado en el Perú, lo podrá encontrar en ese lado; por acá hay plata de México, fina y bella como una telaraña adornada por el rocío; los diamantes más finos de Sudáfrica; los rubíes del Yukón; las perlas del Japón y Panamá, y, por su puesto, las esmeraldas de Colombia, verdes como el trigo verde y el verde, verde limón... y todo al alcance de sus manos.

El potencial cliente se río al recordar aquel versito, de una vieja canción española.

—Veamos primero el oro... —dijo de pronto el posible comprador.

Le mostraron pulseras, gargantillas, aretes, anillos, colgantes, en fin, todo lo que tenían en ese momento a su disposición. Dentro de aquellas muestras, hubo muchas de ellas que parecieron gustarle, aunque ninguna lo suficiente como para compararlas.

Siguieron con la platería: candelabros, cubiertos, platos, adornos, igual que joyería personal y alguna muy femenina. Tampoco hubo nada que llamara de verdad su atención.

Continuaron con las piedras preciosas, hasta que llegaron a las esmeraldas, ahí si que el cliente en potencia, mostró un marcado interés, sus manos ávidas se detuvieron en un collar de dos vueltas, una verdadera obra de arte de la orfebrería.

—¿Cuánto vale esta pieza? —preguntó con cierta indiferencia, como lo había venido haciendo con alguna de las anteriores joyas que le mostraran.

—Bueno, es un poco caro, mi distinguido señor… aunque vale cada centavo.

—¿Cuánto? —insistió como sin darle importancia al dinero.

—Un millón y medio de dólares…

El extranjero no se inmutó, su rostro no demostró nada, el vendedor, con alivio, observó como continuaba mirando la fina prenda de piedras y metales codiciados.

Por su experiencia que cualquier otro, al oír la cifra, lo habría dejado de inmediato, como si las refulgentes esmeraldas quemaran, o como si tuviera miedo de dañar tan costosa prenda. Este, por el contrario, continúo impertérrito su inspección.

—Con ese precio —dijo al cabo de un minuto— es necesario que lo valúe un experto...

—Por supuesto, no tenemos el menor inconveniente en que así se haga...

—Sería un lindo regalo para mi esposa... Hay sólo un problema...

—¿Y cuál es ese, mi señor?

—Bueno, se habrá dado cuenta que no soy de aquí, que vengo de Sudamérica.

Verá, soy propietario de una gran industria de licores en el Brasil… Un licor de café exquisito, de mis propios cafetales, tal vez le traiga una botella… para que disfrute de la mejor calidad en licores de café… modestia aparte…

—Muchas gracias, señor… y ¿qué es lo que le preocupa?

—Bueno pues, que todo mi capital, en especial, mis cuentas bancarias, están en Brasil, y ustedes creo que no aceptarían un cheque de mi cuenta en ese país…

—Me temo que no… aunque, si fuera a un banco local para hacer las gestiones…

—Tampoco hay tarjeta de crédito para un millón y medio de dólares, un collar como este no es un simple regalo, más bien se trata de toda una inversión… según veo.

—Por supuesto que sí, las joyas con el tiempo aumentan su valor…

—Me temo que uno de sus empleados me tendrá que acompañar, primero donde el experto y luego a mi hotel. Allí en la caja fuerte tendré la suma en efectivo para ustedes… Supongo que les pagaré con un cheque de caja de alguno de los bancos de la ciudad…

—No creo que tengamos el menor inconveniente en complacerlo. Eso sí, el empleado irá con un guardaespaldas… por seguridad, sabe, no podemos arriesgar ni el collar ni el cheque…

—Por mí, que lleven dos guardaespaldas… Por algo yo no traigo el cheque en persona, prefiero pedirlo en el banco y dejarlo en caja fuerte del hotel…

—No, no creo que sean necesario dos, con uno basta… Tenemos gente especializada...

—Y por último... Estamos a miércoles, supongo que el viernes por la tarde ya habré hecho todos los arreglos para la entrega del dinero…

—Nosotros no trabajamos ni sábados y domingo, es política del negocio, sin embargo, bien podemos depositar el cheque en una caja automática…

—Sí, ahora los trámites bancarios están muy simplificados...

Ambos hombres se despidieron de manera cordial. El industrial brasileño al salir, sintió un extraño cosquilleo en la espalda, no obstante, cometió el error de no darle importancia.

Un par de ojos le seguían, mejor dicho, nunca lo perdieron de vista desde que entró a aquel comercio, donde por lo general, sólo los muy pudientes se atrevían a traspasar las imponentes y pesadas puertas de tan elegante establecimiento…

Horas más tarde, en otro punto de la ciudad, un hombrecillo de rostro amarillo, un poco encorvado de espaldas, tocó el timbre en aquella dirección que, no sólo le habían dado, sino que le habían recomendado de manera amplia para resolver el problema que traía encima.

Era una casa imponente, ubicada en pleno centro comercial de la ciudad.

En el exterior no había nada que la distinguiera de las otras parecidas, hogar de gente de mucho dinero y ni que decir de la zona en la que se encontraba.

El hombrecillo hizo sonar el timbre por segunda vez. ahora sí le abrieron y pudo ingresar.

Una meliflua recepcionista lo hizo atravesar una especie de amplio recibidor, con más puertas que un laberinto, lo que pareció no importarle, y luego lo introdujo en el despacho de un médico, vestido con la clásica bata blanca.

—Buenos días, soy el señor Peniche, le hablé por teléfono el día de ayer…

—Ah, sí, por supuesto, recuerdo bien la llamada, me decía usted que tiene un primo que está algo trastornado y que requiere de ayuda médica con urgencia…

—Por desgracia, sí, así es, doctor, está loco de remate y ya no sabemos qué hacer. Mi tío, que está enfermo, tiene un cáncer bastante avanzado, está muy preocupado por su hijo. Por un lado, teme morir y que mi primo, su único hijo, que es el heredero de toda su fortuna. Imaginé, cientos de miles de dólares en manos de un demente…

—Comprendo… su angustia y sé por lo que pasa su tío.

—Por el otro, en su chifladura se ha convencido de que es vendedor de una importante joyería de la ciudad. Saca las joyas de la familia y las lleva a cualquier parte, pensando que allí hay un tasador que valuará el collar, la pulsera o lo que haya sustraído de la caja fuerte, pues dice que se las va a vender a un millonario brasileño que hace licor de café… hasta anda con una botella de ese supuesto licor… en la mano.

—No puedo asegurarle nada, señor Peniche, sin embargo, pienso que no es tan grave el asunto y que con un par de meses de tratamiento su primo recuperará la cordura…

—Ojalá, doctor, ojalá… con tanto disgusto, mi pobre tío se va a morir antes de tiempo… Aunque, no es por contradecirlo, sólo que, no creo que sea tan simple el asunto de mi primo… le voy a contar el resto: ha surgido una complicación, mi primo se encontró otro loco, un pobre boxeador a quien un golpe dejó muy tonto.

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