5. MI BENEFACTOR
LUCY
—¿Qué significa? —pregunto con curiosidad.
El señor Richards toma una flor con delicadeza y la acaricia con devoción.
—Monja blanca —responde con voz tenue, sorprendiéndome.
—¿Monja blanca? —repito y se acerca a mí para mostrarme la hermosa flor.
—Mire el interior. Es una obra de arte.
La tomo de sus manos por el tallo, evitando el roce con su piel. Mis ojos observan con curiosidad y frunzo el ceño.
—Oiga, eso parece...
—Una monja que está rezando.
Abro la boca atónita. Lo miro con una incrédula sonrisa en los labios.
—¡Qué maravilla! Además de hermosa, es... —me quedo sin hallar las palabras adecuadas.
—Me recuerda a usted —me interrumpe, dejando mi garganta aún más cerrada por la declaración.
Nos miramos fijamente.
—¿A mí? —vuelvo a sentir un escalofrío recorriendo cada milímetro de mi piel.
Está tan cerca de mí, que soy consciente de la energía que emana su cuerpo. Es un hombre imponente, alto, y por la manera en que el traje se ajusta a su cuerpo puedo deducir que es poseedor de un cuerpo perfecto. Dejo de mirarlo. Sonrío nerviosa y acaricio la flor mientras continuo admirándola.
GUY
Lucy desvía la mirada poniéndose roja. ¿Qué le pasa a mi ángel? Sabía que se iba a incomodar. ¿Acaso le molesta que sea tan obvia mi admiración por ella? No quiero inquietarla, pero tampoco puedo estar a más de un metro de distancia sabiendo que la tengo al alcance de mi mano. Si por mi fuera, me pasaría el día entero observándola. Algo que ya he hecho en el pasado.
—No se sienta incómoda hermana, por favor.
Tomo la flor de entre sus manos y nuestros dedos se rozan de una manera tan intensa que ambos nos perturbamos, como si fuéramos a brincar el uno sobre el otro... o quizás como si mi princesa fuera a escapar de mi lado aterrorizada, y eso no lo puedo permitir.
Coloco la flor sobre la mesa arreglada y me atrevo a romper la distancia entre nosotros. Lucy contiene el aliento y mi sexo se dispara. Estoy ardiendo, estoy a punto de un orgasmo sin siquiera tocarla.
Es tan doloroso lo que siento por ella. La manera en que mi cuerpo reacciona es catástrofica para mi autocontrol. Cada uno de mis sentidos está más vivo que nunca. El calor invade todo mi cuerpo. La ansiedad se apodera de mi piel. Mis manos desean estrecharla, acurrucarla contra mi pecho, frotar su espalda, sus brazos, su cintura, sus caderas...
Lucy está agobiada, cierra los ojos y musita entre los labios una jaculatoria que me llena de ternura y me alerta a la vez.
—Madre mía, líbrame de pecado mortal —susurra con voz apenas audible.
—Disculpe mis modales hermana -lucho contra mi instinto —. Vamos a comer y hablamos con calma.
Lucy me mira. Le ofrezco asiento sacando la silla y tras dudarlo un instante, accede. Se sienta acomodando su hábito, mirando con desconfianza, por el rabillo del ojo, como mi cuerpo se mueve hasta colocarse detrás de la mesa justo frente a ella. La veo morder ese labio inferior con un gesto nervioso y ese lunar que tiene cerca, me atrapa.
Tranquilo Guy, me digo. La estás cagando. Lucy regresará pronto al convento y ya no la volverás a ver. No le dejes una mala impresión. Que estos momentos a tu lado sean gratos, para que cuando piense en ti lo haga con esa sonrisa tan celestial que tiene. No te conviertas en una pesadilla. Las mujeres no nacieron para ser tratadas mal, sino para ser cuidadas y protegidas, aún cuando son libres.
Me aclaro la garganta y el mesero descubre su platillo. Ambos olvidamos que estábamos acompañados. Mi cielo se sorprende al ver lo que ordené.
—Jesucristo, ¿qué es esto? —Su inocencia es tanta, que de un instante a otro olvida mi acoso y disfruta de la vista de lo que tiene frente a ella sobre la mesa.
Mientras ella acerca sus manos al plato, ahí va mi mente pervertida a pensar en que quisiera tenerla a ella sobre esa mesa, con la falda negra sobre la cintura y sus rodillas a la altura de mis hombros. Sacudo los pensamientos. ¡Vaya que me he abstenido íntimamente por causa de ella!
Le hago la señal al segundo mesero para que sirva las copas. Lucy sonríe al que le ofrece la servilleta y musita un gracias con esa vocecita que endulza mis oídos.
—Es vino tinto, hermana. Olvidé preguntarle si bebe.
—Alguna vez lo probé —respondo recordando lo mal que me supo el primer sorbo, que no fué tan pequeño, debo confesar después de saborearlo mejor -En realidad, lo tomamos a escondidas del padre Owen, un viejito muy cascarrabias.
Sonrío sutilmente al escucharla decir que hizo una travesura en el pasado.
—Supongo que lo hizo siendo adolescente.
—Ah... —musita dudosa y voltea a ver a los meseros.
Le hago una señal a los chicos de servicio y estos salen haciendo una reverencia.
—Cuénteme... —la invito a hacerlo mientras sirvo un poco en su copa.
LUCY
Fué muy difícil morderme la lengua para no decirle la hermosa sonrisa que tiene. Así que fingí tomar la servilleta que estaba sobre la mesa y me la puse sobre las piernas, creo que así es cómo va. Además no quiero ensuciar mi hábito.
—No... En realidad fué hace poco... —digo rascándome entre las cejas.
—¿Qué tan poco? —me pregunta con un brillo divertido en esa mirada azul que asemeja el cielo.
Me aclaro la garganta y dudo en responder.
—Ayer por la mañana... —suelto poco orgullosa de mi desacato —Estaba muy nerviosa por lo de mi madre y recordé que el padre Owen se tranquiliza después de que toma algunos tragos. ¡Pero yo no quería hacerlo! ¡La hermana Marie agarró la botella!¡Luego entró el padre, nos vió y ...! —pauso —Cuando supo por qué nos invitó un vaso... muy pequeñito.
Guy me observa volviendo a ponerse serio.
—¿Y se tranquilizó?
Madre mía ese hombre es bellísimo con mayúsculas. Lanzo una exclamación ahogada cuando siento un palpitar íntimo que desconozco.
—Sí... y sabía muy bien.
Aclaro la garganta y vuelvo a sentir calor.
Me llevo la mano derecha a la frente y tallo mi entrecejo otra vez.
—Es usted una religiosa poco común.
Su voz ronca no ayuda para nada a calmar mis inquietudes.
—Lo siento si lo decepciono. Pero no soy tan especial.
Guy entrecierra la mirada y sonríe.
—El que debe disculparse soy yo, parece que mi manera de observarla la ha tenido inquieta todo este tiempo -dice y me doy cuenta de que me ha estado leyendo cada gesto, cada movimiento, con tal precisión, que por un instante estoy a punto de entrar a un estado de pánico.
Lo miro abriendo mucho los ojos. Meneo la cabeza negando inútilmente la realidad y él ladea la suya para seguirme observando.
—¡No, señor Richards! ¡No es eso!
Se inclina hacia mi sobre la mesa y me repego en la silla, lentamente.
Toma la copa de vino que me sirvió y me la ofrece.
—Veo que tiene calor ¿quiere que suba el aire acondicionado? Aunque tal vez solo necesita relajarse con un poco de vino.
Suelto un suspiro angustioso y me echo aire con la servilleta. La cual noto que manché con mi dedo índice.
—¡Dios mío, qué lío! —exclamo frotando mi dedo, y al instante descubro que hice un verso. Tomo la copa y le doy un pequeño sorbo. Mmmh, esto sabe bien. Doy otro sorbo.
Guy se acomoda en su silla y busca en el interior de su saco. Extrae un paño blanco y me lo extiende
—Tome mi pañuelo para que se limpie la cara. Se manchó con la salsa del sirloin.
—¿¡Qué!? —exclamo sin comprender lo que dijo. Luego recuerdo que mi dedo estaba sucio y que además me tallé la cara. De pronto estoy sintiendo que ardo en llamas.
¡Por Dios, esto no me puede estar pasando a mi! ¡En realidad sí! ¡Suelo meterme en problemas y toda clase de situaciones ridículas, pero jamás me había importado hacer tantas delante de nadie! Dejo la copa en la mesa, y veo que al sentarme, rocé, llevada por mi nervioso, sin querer, el borde del platillo cuando el mesero lo descubrió ante mis ojos. El señor Richards se vuelve a incorporar. ¡Como si necesitara estar más nerviosa! Rodea la mesa y me ofrece su pañuelo. Lo sostengo con mi mano temblorosa y al instante noto que tiene un bordado. Mis ojos se clavan en la pieza de lino.
—¡Oh, por Dios!
—¿Qué ocurre ahora? —inquiere preocupado.
—Yo... bordé este pañuelo...
Al oírme, recupera la calma.
—Lo sé.
Y entonces lo comprendo todo.
—Usted es... —lo miro atónita.
Sus ojos azules tienen un brillo que me hechiza y mi corazón late apresurado.
Se acerca a mi, nuevamente invadiendo mi espacio personal, pero esta vez no quiero huir.
—Déjeme ayudarla —nota mi confusión—. Para éso estoy.
Toma el pañuelo, y antes de que me limpie el rostro, lo detengo. Tocando su mano.
—Usted es mi padrino... mi benefactor... —digo como si acabará de descubrir algo jamás visto.
Sigo sin poderlo creer. Lo he imaginado de una y mil maneras; como un hombre, como una mujer, ¿pero así?
Guy Richards es joven, guapo... más que guapo, atractivisimo. Tiene una presencia imponente, dominante quizás; una voz tan varonil, una mirada que atraviesa mi alma y la desnuda sin que yo pueda hacer nada.
—Le dije que la conocía, hermana.
Súbitamente mi ánimo cambia, para bien. Ahora comprendo por qué me observaba con tanto detenimiento.
—¡Madre mía! ¡Que Dios me perdone! Llegué a pensar que usted era...
—¿Un depravado? —dice apenándome mientras apoya una mano sobre la mesa —¿Alguien que la miraba con otro interés más allá de lo que su hábito permite?
—¡Nooo! —exclamo apresuradamente recuperando el pañuelo que yo bordé —¡Ay Lucy, te vas a consumir en el infierno por mentirosa! —pienso en voz alta y el señor Richards corona mi aturdimiento volviendo a apoderarse del pañuelo que lleva grabado el nombre de Godfather que fué algo que bordé sin saber realmente a quien iba dirigido.
¡Qué casualidad tan extraordinaria!
—Así que piensa que soy un pervertido sexual que desea propasarse con usted.
Se aleja para sentarse en su lado de la mesa.
—¡Lo siento, lo siento mucho, señor Richards! —me pongo de pie, me acerco a su lado de la mesa al ver que lo he ofendido —¡Merezco un castigo por haber creado en mi cabeza todas esas historias tan malas! —lo miro agobiada —. ¡Discúlpeme por favor!
—Pues sí... merece un castigo —susurra en ese tono peligroso que me desconcierta.
—Si —asiento repetitivamente. Haré ayuno y rezaré hasta la medianoche de rodillas —digo más para mí misma que para él —Aunque, en realidad la ofensa debo pagarla con usted...
Los ojos de Guy se notan interesados.
—¿Ah sí? —ronronea y sus ojos pasean por mi rostro —. ¿Y cómo piensa congraciarse conmigo, hermana?
Enmudezco descubriendo ese brillo malicioso que me hace descubrir que soy una ingenua.
—¿Usted podría decirme? —me escucho decir como si estuviera poseída por algún ente del mal.
—¡Oh mi Dios! —digo cubriendo mis labios con ambas manos.
Guy sonríe. Qué sonrisa más linda, pienso. Se levanta de su asiento. Hago lo mismo y allí, clavada en el piso, me quedo como una estatua.
—Ay hermanita. No tiente al diablo —se levanta. Me mira desde su altura, luego se inclina sobre mi temblorosa humanidad, rozando con su aliento mi rostro.
—N...no lo hago... —tartamudeo y siento la boca seca.
—El no necesita su permiso para obrar, hasta hacerla caer en tentación —toma la servilleta de la mesa y con suma delicadeza limpia mi mancha de comida. La regresa y vuelve a sacar su pañuelo, el pañuelo que bordé y comienza a secar con calma el sudor que hay sobre mi nariz y frente —. Recuerde que también Satanás fué un ángel y podría confundirla.
Observa mis labios, entonces siento que se encienden mis entrañas. Aprieto las manos en puño a mis costados, agarrando las enaguas, cuando una sensación entre mis muslos me ruega, me suplica algo que no comprendo qué es.
Le doy la espalda sintiendo miedo. Ojos que no ven corazón que no siente, pienso, recordando los dichos de la hermana Pru, una monja mexicana.
¿Qué está pasando? Me pregunto cuando las mariposas en mi estómago atacan y un hormigueo recorre mi piel. Cada vez estoy más convencida de que éste hombre no es humano.
El señor Richards se detiene detrás en mi espalda. Mi cuerpo se sacude al percibir su presencia. Junto mis manos y cierro los ojos. Debe ser una prueba de fidelidad ante el pecado. Ese hombre no es real. Guy Richards no es como los demás.
—Venga hermana. No se sienta apenada conmigo. No estoy para inquietarla, sólo quiero que nos conozcamos un poco más. ¿O es que ya no quiere saber quién es su padrino?
Mi ignorancia no es tanta como para no percibir la ironía en su tono de voz... Esa voz... Aprieto los puños otra vez. Terminaré arrugando la tela de mi hábito.
—Es que... no sé qué me pasa... —confieso invadida por la ansiedad —De pronto me siento mal, y no quiero hacer alguna tontería que arruine el concepto que pueda tener de mí —digo con prisa, rezando mentalmente. —Además, usted ha sido tan generoso todos estos años —sigo sin abrir los ojos.
Por dentro sigo rezando como jamás en mi vida y temblando como si hubiera un terremoto en mi interior.
GUY
Respiro su perfume inocente. Su transpiración invade mis fosas nasales y es un aroma tan peculiar. Miro mi pañuelo, lo huelo un segundo antes de meterlo en el bolsillo interno de mi saco. Lucy huele mucho más delicada que el aroma de la lycaste virginalis.
Percibo incluso su esencia más íntima y mi piel vibra ansiosa de rodearla con mis brazos, de cerrar los ojos junto con ella para perdernos en ese orgasmo que tanto deseo compartir y arrancar de sus entrañas vírgenes.
Sólo eso quiero: abrazarla, sentir su cuerpo temblando contra mi. Estrecharla, escucharla suspirar de deseo, sin llegar a nada más.
Vuelvo a respirarla y recuerdo que no se ha alimentado.
—Hermana. Usted jamás va a decepcionarme. No he conocido a nadie más íntegro que usted.
La tomo del brazo muy delicadamente y la hago girar para mirarnos de frente. Mi ángel continúa con los ojos cerrados.
No puedo evitarlo más. Elevo mis manos hasta su rostro y por primera vez en mi vida toco un pedazo de cielo. Lucy abre los ojos pero no voltea hacia mí. Se queda quieta permitiendo que mis pulgares acaricien sus rosadas mejillas. Tiene una piel perfecta. Mucho mejor de lo que se ve. Mil veces mejor de lo que en sueños he tenido.
—Usted no tiene idea de lo que ha hecho por mi, hermana —musito en voz baja, solo para que ella me escuche —. Cuando la conocí, hace ocho años y la vi con ese grupo de niños en aquel escenario comprendí que la vida es un regalo que no tiene precio. Entendí por qué mi madre solía visitar ese orfanato y ese convento. Usted es el ejemplo más claro de que a pesar de lo terrible que la vida pueda ser, siempre hay un motivo para sonreír y ser feliz, y eso no lo da el dinero, eso es algo que se lleva dentro. Usted tiene ese secreto, yo no.
Lucy parpadea con los ojos llenos de confusión y eleva una mano sobre su mejilla para tocar mis dedos. Está muy afectada.
—¿Eso piensa de mí? —dice conmovida con la voz trémula, o quizás solo está en extremo nerviosa por mi invasión sobre su cuerpo.
—Eso y muchas cosas más que no voy a expresar por respeto a su vocación.
—¿Qué hay con mi vocación?
Con desgano me aparto de ella, poniendo distancia.
—Vamos a comer antes de que se enfríe todo.
—Por favor responda a mi pregunta.
Le ofrezco asiento y ella accede. Vuelvo a mi lugar y tomo la copa de vino para darle un trago.
—Usted con su modo de vida y su buena voluntad hacia los demás podría hacerme creer que Dios existe, sin embargo le confieso que no soy creyente.
Lucy me observa con cuidado. Sus ojos aún están húmedos. Se limpia los ojos como si hubiera llorado y su gesto hacia mi se vuelve compasivo.
Me pone toda su atención.Es obvio que algún mensaje envuelto en mis palabras la está haciendo verme de manera distinta. ¡No quiero su compasión!
—Rezaré por usted para que encuentre la paz que tanto necesita.
Oculto mi sarcasmo detrás de la copa de vino.
—Será muy placentero saber que estoy en sus pensamientos —digo imaginando mi nombre entre sus labios.
Lucy borra su sonrisa lentamente.
—Ya verá que Dios obra milagros en su vida, señor Richards.
Pienso en mi madre, y sus buenas intenciones se van a la basura.
—Dios jamás ha obrado milagros en mi vida, pero el dinero sí...
—No diga éso, por favor.
Le hago una señal para que empiece a comer. Lo duda un segundo, sin embargo termina cediendo, consciente de que no es el momento para evangelizar a un ser como yo, que no cree en nadie más que en sí mismo, y el poder que puede ejercer sobre los demás; en el poder que tiene sobre su propia voluntad, su mente y su cuerpo.
—Mmh, es tal como lo recuerdo —dice Lucy tomando un bocado del platillo. Ahí está nuevamente su comentario ingenuo que busca cubrir una situación incómoda.
—Su placer es el mío hermana. Nunca olvide éso —respondo ignorando su intento de escabullirse de lo que pasa entre nosotros.
Me mira fijamente, tratando de averiguar qué quise decir.
Mastica lentamente hasta pasar el bocado, luego toma la copa de vino y bebe de ella.
Por el brillo en sus ojos y la manera en que sus labios se entreabrieron, sé que estuvo a punto de hacer otro comentario. Sólo que esa vez se abstuvo para evitar una respuesta de mi parte.
La observo comer en silencio. Se siente la tensión. Para mi es grato tenerla conmigo, para mi pequeña es un tormento. La veo removerse en la silla y me pregunto si he logrado con mi presencia despertar a la mujer que lleva dentro.
—Dígame hermana, ¿alguna vez pensó en no ser religiosa?
—No señor Richards, no imagino mi vida fuera del convento. Eso no es para mi.
Su respuesta no es la que esperaba y no puedo evitar sentirme desilusionado.
—¿Nunca? —Lucy niega tomando la servilleta para limpiarse los labios. —¿Nunca hubo alguien?
—¿Alguien?
—¿Un hombre que la hiciera dudar?
Nos miramos fijamente. Pasa saliva. Nunca hubo alguien, lo sé, pero muero por escucharle decir que ahora lo hay.
—En un año haré mi profesión definitiva como religiosa. Ya antes me ofrecí a llevar una vida de obediencia, pobreza y castidad... y confío en que nada cambiará éso.
—Tenga por seguro que estaré allí cuando vuelva a repetir esos votos. Si usted me lo permite.
Enmudece nuevamente. ¿Será una buena señal para mi o solo está aterrada?