Sinopsis
LUCY COLLINS Es una monja ordenada, no es novicia, de 24 años con un carácter amable y sonriente, ingenua, inocente. Inquieta y parlanchina. Trabajó con enfermos hasta que debió salir para cuidar de su madre adicta.Hasta entonces conoció a su benefactor, el desconocido que cubrió sus gastos durante el noviciado, un "padrino" que jamás imaginó sería como él...o que la miraría como él. GUY RICHARDS Es un inglés de 36 años, empresario, soltero, callado, muy callado. Discreto en cuanto a sus encuentros íntimos. Conoce a Lucy desde que era una adolescente y jamás quiso acercarse por el extraño efecto que su presencia causa en él. Guy tiene un estricto decálogo acerca de cómo tratar a una mujer, pero con ella simplemente será muy difícil llevarlo a cabo. Para él, la seducción es algo que va más allá de las palabras y el sexo... ¿bastará una mirada, un roce, un suspiro, para que esa religiosa, protagonista de sus sueños más perturbadores, entre en su juego? La duda es si ella está dispuesta a caer en la tentación... en sus brazos.
I.- LÍBRAME DEL MAL
LUCY
—No nos dejes caer en tentación y líbranos del mal. Amén.
Terminé de rezar y solté lentamente mis manos entrelazadas, para colocarlas sobre la mesa. Mis ojos se abrieron nuevamente para fijarse en el delicioso platillo que el mesero había colocado ante mí.
Gracias Dios mío, susurré besando la cruz que formé con mis dedos, mientras mi boca empezaba a salivar. Jamás había olido algo tan rico, pensé con un suspiro cansado, mientras cerraba los ojos y aspiraba ese aroma a hierbas finas que envolvía el enorme trozo de carne cuyo nombre he olvidado.
Que Dios me perdone, soy una glotona. Por algo las señoras que visitan mi comunidad religiosa siempre me llevan comida.
Lo que nunca he entendido es por qué la abuela Randall, una viejita de setenta y ocho años me sonríe tanto cada vez que la acompaño a sus citas médicas. Incluso me ha llegado a decir al oído: tal vez lo que necesitas es otra cosa, pequeña.
Lo más confuso, además de que aprieta mis rosadas mejillas con ternura, son esos ojos cansados, que aún conservan el brillo de la travesura de su juventud. Luego mira a Al, un enfermero del pequeño hospital donde la acompaño para sus chequeos médicos.
¿Se referirá a que probablemente estoy enferma? No lo creo. Siempre he salido muy sana en mis estudios.
Nunca he sentido pesar por ser redondita. Tampoco recuerdo haber pasado nunca hambre. Sonrío, luego dejo de hacerlo al pensar en que realmente dejé de tener necesidades después de llegar a la que llamo mi casa.
Tengo mucho que agradecer y más porque soy una de las monjitas consentidas.
Tal vez la abuela Randall está senil, retomo el pensamiento en ese momento, sin estar muy convencida de ello.
Sonreí al pensar en mí físico. Me reacomodo en la silla del elegante restaurante al que he sido invitada y abandonada, prácticamente, sin que me importe tanto. No ahora que mis tripas han empezado a gruñir como fieras.
Me toco la barriga que milagrosamente está plana en ese momento. Y es que después de tantas horas sin alimento, ¿qué otra cosa podía esperarse?
Nunca fui una chica muy delgada, ni menuda. Mi metro sesenta y seis sumado a mis casi setenta... sesenta y nueve kilos, me corrijo son perfectos, En el voleibol, deporte que tanto me gusta, nadie me gana; además, por mi carácter alegre y despreocupado soy la gorda consentida de las abuelas.
Tener unos kilos de más nunca ha sido un problema, excepto para el médico que insiste en que debo deshacerme de ellos.
Me muerdo los labios, cuando se me hace agua la boca otra vez. No voy a babear delante de todos.
Adiós dieta, tengo mucha hambre. Paso la punta de la lengua por la comisura izquierda y tomo el primer cubierto que me hallo. Un tenedor largo llama mi atención con su brillo, el pequeño no sé para qué es.
Suelto un suspiro casi apasionado. Debiera controlar el pecado de la gula, pero no puedo, me encanta comer. Amo la cocina, es parte de lo que hago y soy muy buena he de presumir. También ayudo tres veces por semana en el pequeño hospital al que llevo a los ancianos del asilo que está frente al convento.
Dios mío, otro pecado, me recrimino mi falta de humildad. Si continúo así arderé en las llamas del infierno. Solo espero que el diablo sea benévolo conmigo... y no tan feo como lo pintan. Me detengo a pensar en él y mi rostro delata la angustia mental que me agobia momentáneamente.
Porque para empezar, al mismo demonio le sorprendería que un día llegara y me presentara con mi hábito bicolor, mis zapatos negros de lona con cintas y gruesas medias del mismo color.
¿Qué le diría? Oh sí, buenos días señor diablo. Me llamo Lucybell.
Lucybell Collins, ese es mi nombre y parece el nombre de la novia del diablo, pienso cada vez que lo digo por completo. Mi cuerpo se sacude horrorizada, por la idea de arder en el infierno.
Veo a lo lejos a mi amiga Kris, una de las benefactoras de mi comunidad, especialmente del orfanato donde también llegué a apoyar en el cuidado de los niños una temporada.
Levanto las cejas con pesar al recordar que hubo un tiempo en mi adolescencia cuando me ofrecí para impartir la materia de educación física. Terminaba rendida, pero muy contenta. Tenía diecisiete años.
Suspiré ante el recuerdo. Fue allí donde conocí a Kris un poco más. Recuerdo que adoptó a una niña de diez años que no había tenido tanta suerte como yo al llegar a un orfanato de gente que me cuidó y veló por mi seguridad.
Esa pequeña había sido secuestrada por un visitante del orfanato anterior y luego prostituida de los cinco a los nueve años.
Aprieto los labios igual que el tenedor, al no poder imaginar lo que debió pasar o cómo se sintió esa pequeña.
Recuerdo que era muy hermosa y tímida. Fueron varias noches las que pasé a su lado porque tenía pesadillas que le provocaban crisis espantosas, llenas de lágrimas. Se sacudía tan fuerte que había que abrazarla por largo tiempo y allí estaba yo, sosteniéndola en mis brazos como una bebé hasta que el medicamento que le suministraban hacía su efecto.
Por eso estoy más que agradecida con la vida y con Dios, por ser una mujer a su servicio, por haberme librado de tantos peligros. Él me ama muchísimo, pienso y sonrió suavemente, conmovida. Estoy enamorada de Dios y mi vocación.
No habrá nada en este mundo que me haga abandonar el camino que elegí. He sido muy feliz sirviendo a los más necesitados, brindando mi apoyo y compañía a aquél que lo necesita. Dios es mi única pasión, mi único camino y la vida se ha encargado de confirmármelo.
Ahora lo único que me inquieta es mamá.
Salí esta mañana del convento para visitarla porque se ha enfermado. Sé que su salud no ha sido de lo mejor en los últimos meses. Es un dolor que llevo con mucha paciencia, pues hace tiempo acepté que la única que puede salvarse es ella misma.
Será mejor que coma, me espera una noche muy larga. No tendré tiempo de pensar en mí una vez que llegue con mamá.
Corto un pedazo de carne con facilidad sorprendente, es un filé mignon com batata rissole y ... vuelvo a olvidar el nombre.
Tuve que grabarme esa orden más de una vez. Y aun así, sé que no lo dije bien y terminé por señalar en la carta. El mesero sonrió discretamente.
Sin embargo, no puedo quitar de mis angustias a mi pobre madre. Tal vez está grave, después de tantos años de lidiar con las drogas. Detengo el bocado, no lo puedo llevar a mi boca.
Madeleine Collins es su nombre. El nombre de mi padre es un misterio, ella nunca quiso que lo supiera. Alguna vez lo vi, pero era muy pequeña para recordarlo y sé que no fue una buena persona. Lo recuerdo con un escalofrío.
Mamá es una adicta y nunca dejó de serlo.
Cuando tenía ocho años me dejó en el orfanato del convento en el que estoy, solo que ahora formo parte de la comunidad religiosa. Jamás olvidaré sus palabras el día que me dejó con las monjas.
—Sé que soy una porquería, pero tú no vas a correr la misma suerte, ni voy a permitir que ese hombre te haga daño como a mí.
Estaba llorando cuando me lo dijo y yo igual, pues aunque la vida en San Francisco no era nada fácil, viviendo la mayor parte del tiempo en casas sucias y derruidas y otras en la calle, no quería abandonarla.
Entonces ni siquiera iba a la escuela. Mamá aseguró que al vivir con las monjas, en el sur de California, estaría mucho mejor. Con ellas tendría todo lo que nunca conocería estando a su lado: la paz.
Nunca sentí rencor por ella, al contrario. Cada día la amaba más y la admiraba por llevar una vida tan difícil. Estábamos en contacto a través de llamadas esporádicas. Con el tiempo la Madre Superiora se convirtió en mi madrina y desde pequeña le dije que no quería ser adoptada, que deseaba quedarme allí.
Veía muy poco a mamá desde entonces. Recuerdo que a los diez años le dije que deseaba ser monja. Se rio de mi idea, pues era muy pequeña para la decisión tan seria que le comuniqué. Al paso de los años se lo repetí y comenzó a tomarme en serio.
Cuando el día llegó, cuando fui mayor de edad, se puso a llorar diciendo que no merecía tener una hija como yo.
Creí que la idea le había molestado y herido, pero fue todo lo contrario. Para mamá significó un regalo divino, por tantos errores cometidos.
Fue uno de los días más felices de mi vida. Poco después ingresé como postulante, y al cabo de un año tomé el hábito; luego de dos años de noviciado hice mi profesión temporal, la misma que he estado renovando de año en año, durante cuatro años, aún me falta para los votos perpetuos, pero ya me siento segura de que llegará ese día que tanto anhelo.
Suspiré, sabiendo que aunque no estaba a su lado, mamá sentía su conciencia tranquila por haber logrado hacer de mí una persona de bien. Salía a visitarla una vez al año, ya como religiosa ordenada. Cada vez la veía más acabada, sin embargo se negaba a estar cerca de mí, en la misma ciudad.
—Lucy —escucho la voz de Kris, esa señora de treinta y cuatro años, muy hermosa; de cabello y ojos castaños, sumamente delgada y elegante. Le sorprende ver que no he tocado mi comida.
Se sienta a mi lado y me mira fijamente. Toca mi muñeca, voltea unos segundos hacia un hombre que está de espaldas a nosotras, con el que estuvo platicando.
Al desconocido solo le pude ver la amplia espalda. Lleva un traje azul de finas rayas, impecable. Se trata de un hombre de piel blanca y cabello negro perfectamente peinado.
No sabría decir si es bien parecido, en realidad nunca me he fijado en el sexo opuesto; pero ese hombre luce tan elegante como la mujer que ahora me empieza a decir:
—Debo marcharme. Sé que prometí llevarte con tu madre al hospital, pero acaba de presentarse una situación en el spa —del cual es dueña y es uno de los lugares más caros de la ciudad de San Francisco.
Recuerdo vagamente que me habló de una nueva sucursal que abriría en Palm Beach. No tengo la menor idea de lo que es un spa o ese lugar... Palm Beach.
— ¡Ah! —suelto un gemido ahogado y el tenedor, sin querer, cuando el hombre se gira para dirigir sus ojos hacia mí, sorprendiéndome en el acto. Luego me doy cuenta de que simplemente lo hizo para moverse de lugar, después de dar unas instrucciones. Mi torpeza crea un estruendo que llama la atención de todos, menos de él—. ¿Y cómo voy a llegar? —pregunto nerviosa—. No sé dónde está el hospital.
Es una clínica privada a la que Kris llevó a mi madre cuando le avisó que estaba muy enferma, que me contactara.
Kris se convirtió en benefactora de mi comunidad desde hacía diez años. Cubría gastos con mucha generosidad, gracias a los cuales la madre superiora me permitió estudiar en una escuela para adultos, hasta que me ordené y después con ese mismo apoyo pude cursar la carrera como auxiliar de enfermería. Mi comunidad religiosa es muy pobre y ha habido ocasiones en que la necesidad excede. El hospital cuenta con solo un médico y un enfermero y ambos aportan su trabajo gratuitamente, pero los medicamentos y atención especializada siempre cuestan lo que no tenemos: dinero.
—Kristin, usted...
—Tranquila, vas a estar bien no te preocupes por nada —asegura con voz tenue y vuelve a mirar al desconocido.
Se pone de pie, me da un beso en la mejilla y se retira con prisa. Suena su teléfono móvil y lo contesta. La escucho decir que va para allá. Sus tacones hacen eco al andar y llaman la atención de los caballeros a mi alrededor.
La veo marcharse sin mirar atrás; suelto un suspiro y miro el platillo delante de mí. Se me va el apetito de repente.
Mamá tuvo un accidente, se fracturó una pierna y podré verla por la tarde en la hora de visita.
Estará bien, pienso tratando de calmarme a mí misma. Tomo nuevamente el cubierto y ahora un cuchillo. Debo comer algo.
Viajé seis horas en camión y me siento muy cansada. No he podido dormir, mucho menos probar bocado. Fue el más económico que conseguí, y para mis ansias de llegar fue una mala elección. Hizo muchas paradas en el camino.
Tuve que esperar casi una hora en la estación de autobuses a que Kris pasara por mi como prometió. Sin un teléfono móvil no pude contactarla para saber qué tanto se tardaría y buscar donde hospedarme.
Ese iba a ser un enorme problema, no cuento con mucho dinero. Ella prometió ayudarme y ahora se había marchado. Debo buscar una habitación muy sencilla antes de llegar al hospital.
Llevo el primer bocado a mi boca con calma. Quiero devorar todo, pero los modales son importantes, me recuerdo.
Es tan rico que me hace cerrar los ojos y suspirar nuevamente.
—Mmhh... —murmuro—. ¡Esto es delicioso! —digo en voz alta, atrayendo las miradas de los comensales, quienes sonríen al verme.
Afortunadamente mi hábito de monja despierta en las personas sentimientos de simpatía.
Sonrío un poco apenada y sigo masticando lentamente. Este trozo de carne merece mi respeto.
Suelto los cubiertos y mis ojos se topan de nuevo con ese hombre que al instante aparta la vista. Tiene los ojos más lindos que he visto en mi vida, de un azul intenso, como el cielo. Son muy evidentes al contrastar con la blancura de su piel y su cabello negro.
Creí que me había visto, pero me equivoqué. Es muy alto, noto al tomar mi copa de agua, sus piernas son tan largas.
Frunzo el ceño al darme cuenta de que lo estoy mirando demasiado.
Desvío la mirada a mi alrededor. Cuánta elegancia, pienso echando un vistazo alrededor en ese restaurante que no tiene los precios en la carta. Me humedezco los labios antes de beber.
Justo en ese instante, el desconocido voltea a verme.
Ave María purísima, susurro con la copa en los labios. De frente es como una aparición divina. Sus rasgos clásicos, hablan de un hombre distinguido, de clase alta y la manera en que viste definitivamente es la de un magnate. No puedo evitar hacerle una inspección rápida. ¡Terrible error hermana Lucy, terrible!
Se ha dado cuenta de que lo miro más de la cuenta y noto tensión en su gesto. Oh cielos, creo que lo he incomodado, pero es que nunca había visto a nadie así. ¡Y no es que me guste! ¿¡Pero qué estoy diciendo!?
Doy un sorbo a mi bebida, para aclarar los pensamientos, mientras el color rojo invade mi rostro en respuesta a mi proceder tan poco ético.
Casi escupo el agua cuando lo veo otra vez. Siento que me falta el aire cuando se levanta de su asiento en la barra. Su cuerpo de un metro ochenta y nueve se yergue tan varonil y seguro que me hipnotiza.
Doy otro sorbo rápido, al momento en que tomo aire. Nuevamente los nervios empiezan a invadirme, me traicionan de la peor manera.
Comienzo a ahogarme y escupo el agua, comienzo a toser con desesperación. El enigmático desconocido se pone en alerta al ver mi situación. Me levanto tosiendo más fuerte.
Escucho voces alrededor, algunos se paran para auxiliarme, pero se contienen cuando una voz en extremo varonil, de acento inglés, se distingue entre todos.
Es tan grave y firme que aún con mis ojos llorosos logro verlo.
El dueño de los bellísimos ojos azules se acerca a mi causando un escalofrío, pero no tan fuerte como el que me provoca cuando sus manos me rodean los hombros.
—Tranquila hermana, déjeme ayudarla.
Sigo tosiendo, sus fuertes brazos rodean mi cintura y me ayudan a sostenerme mientras les pide a los comensales que sigan con lo suyo.
—Ya... ya estoy bien... —le digo tosiendo.
Sus manos me aprietan con firmeza, una el brazo y otra la cintura. Soy consciente de su perfume cítrico y amo ese aroma.
—Vamos a otro lugar.
Lo miro sin saber qué decir.
—Pero...
—Venga conmigo —dice clavando sus ojos azules en los míos. Esa no es una petición, es una orden.
—Es que...
—Venga conmigo... —insiste, suavizando de alguna manera, ese gesto que no delata sus pensamientos o intenciones.
Me mojo los labios y sus ojos siguen mi gesto. Me ruborizo sin saber por qué. Comienzo a temblar.
—Tengo que ir con mi madre —le digo dejando de sentir hambre. Miro el filete y sé que miento. Tengo hambre.
—Vamos a mi oficina —dice soltando suavemente mi cuerpo.
—Usted...
—Me llamo Guy... —murmura con esa voz que parece un ronroneo—. Guy Richards.
— ¿Guy Richards?
—Sí... —sus ojos se pasean por mi rostro un segundo, luego recobra un gesto tenso y serio. Noto como su cuerpo entra en rigor y al erguirse, hace más evidente su enorme estatura a mi lado, más de veinte centímetros. Me siento pequeña—. A partir de este momento yo me haré cargo de usted.
No entiendo de qué habla. Solo veo como extiende su mano hacia mí. ¿Qué quiso decir con hacerse cargo de mí?
Sus dedos se deslizan bajo la manga de mi hábito. Lo miro con cautela. Dios mío, ¿en qué problema me metí sin saber?
Sea lo que sea, suplico para mis adentros. Por favor Dios mío, líbrame del mal.
— ¿Hermana...? —suelto un gemido ahogado de nuevo con nerviosismo al escuchar su voz insistente—. ¿Vamos?
¿Por qué me sobresalta ese hombre? Ni que fuera el diablo.