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5. NERVIOSA

—¡Feliz cumpleaños a ti, feliz cumpleaños a ti; felices dieciocho, Isabel; feliz cumpleaños a ti!

La voz de Rosie la despertó y la chica sonrió, sentándose en la cama. Miró el cupcake de chocolate —que seguro estaba relleno de mermelada de fresa— y se le hizo agua la boca.

—Gracias, hermanita —dijo. Rosie se acercó con el pastelito, que tenía una velita encendida.

—Pide un deseo —le propuso. Isabel miró el pequeño fuego; luego a ella.

—Deseo...

—Un deseo para ti, no para mí —la interrumpió, sabiendo que pediría por ella—. No lo pidas en voz alta. Hazlo para ti; por ti.

Isabel se quedó pensando. A su mente llegó la imagen de Adolfo; suspiró y sonrió. Sopló la velita y, antes de que pudiera agarrar el cupcake, Rosie se lo alejó.

—Ah, ah, señorita. Usted no lo va a comer sin haber desayunado.

Isabel miró el cupcake con cara de sufrimiento.

—Pero...

—Es tarde, debes ir a trabajar. Te llevarás el pastelito; pero lo guardarás hasta que desayunes algo.

—Rosie…

—¡Por Dios Isabel, apúrate! Te haré un tazón de avena y te la llevas en un vaso térmico. Pero ya levántate y báñate.

Salió corriendo de casa, olvidando el termo con avena. A pocos minutos de irse, el estómago le reclamó alimento.

Se bajó del camión frente al almacén y se tocó el estómago. Llevaba en un recipiente desechable el cupcake y lo miró. Debía comerlo para calmar un poco el hambre.

Abrió la cajita, sacó el pastelito y tiró el empaque; aún tenía quince minutos antes de entrar. Postre en mano, cruzó la calle de doble sentido y le dio un gran mordisco, devorando casi la mitad. Parte del relleno se quedó pegado en su mejilla izquierda.

Adolfo bajó la escalera, hablando por teléfono con el responsable de vestuario de la pasarela que tenía en puerta. Llegó al primer piso, donde la entrada aún estaba cerrada al público; se acercó al ventanal.

—Sabes que soy perfeccionista, Michelle; no quiero que ocurra lo de Nueva York. —Entonces vio a la chica de las hermosas piernas llegando a la acera.

Dejó de hablar; no podía concentrarse en nada más. Ese día llevaba el cabello recogido en una cola de caballo y el fleco cubría su frente de un lado a otro. Recorrió su cuerpo; su manera de caminar tenía un imán que lo atraía poderosamente.

Fue evidente que no podía ver al interior, porque llegó hasta el cristal y observó con un suspiro el cartel donde él posaba.

Así que no te soy indiferente, pensó al verla suspirar.

La recorrió de pies a cabeza; realmente era preciosa. Lo que no entendía, era por qué actuó tan extraña el día anterior. Quizás fue demasiado impetuoso al acercarse y la incomodó. Pero en ese momento sería diferente, si lograba ocultar cuánto le gustaba.

Idiota, te estás comportando como un principiante —se reclamó—. Como si fuera la única mujer sobre la faz de la tierra. —Apenas lo pensó, perdió el aliento—. Oh, Dios, sí lo es... —agregó, excitándose al verla acabarse el pastelito y chuparse los dedos. Descubrió una mancha de relleno en la mejilla y su lengua rosada salió para lamerse las comisuras sin conseguir limpiarse mucho.

Adolfo deseó desaparecer el cristal y limpiarle labios y mejillas con su lengua; recorrerla de pies a cabeza con su boca.

Isabel se acercó más al cristal, para asegurarse de que su cara estaba limpia. Se chupó los dedos un poco más, antes de tocarse la mejilla. Palideció al descubrir que era observada. Se congeló al saber que todo el tiempo la vio con la cara sucia, chupándose los dedos y lamiéndose como si fuera un gato.

Adolfo corrió a la puerta para salir y llegar a su lado. La chica trató de escapar.

—¡Oye, espera! —la llamó.

Ella siguió andando hasta que la alcanzó. Las piernas le temblaban de una manera que no podía controlar. Él era una aparición divina; quizás por eso le daba miedo. Sabía que, si hablaban, cuando ya no lo viera sería terrible.

Ese día, Adolfo Mondragón llevaba puesta una chaqueta negra sobre una camisa del mismo color, lo cual acentuaba la blancura de su piel y el intenso azul de sus ojos. Isabel se derritió ante su mirada curiosa.

—Hola —la saludó, esbozando una sutil sonrisa; su voz era profunda y varonil—. Me llamo Adolfo —se presentó, extendiendo la mano. Isabel dudó en responder—. Lamento haberte incomodado ayer... —señaló, sin dejar de mirar sus ojos esquivos.

—Yo... No quiero ser grosera, pero... —Miró su mano extendida.

—¿No quieres saludarme?

—No es eso; es que... —Levantó la palma un poco manchada por su saliva y el chocolate—. Ya sé quién eres... —musitó, elevando la vista hacia el cartel.

—Menos mal. —Sonrió otra vez y ella trató inútilmente de limpiarse la mano con los dedos—. Solo es chocolate... —contestó, tomando su nerviosa extremidad.

Isabel agrandó los ojos sorprendida por su gesto espontáneo; Adolfo sintió su temblor al percibir su calidez.

—Tranquila, no muerdo —le dijo en tono bajo—. También me encanta el chocolate.

Adolfo llevó su pequeña mano hasta los labios y la besó con delicadeza. La joven se quedó quieta un par de segundos; se ruborizó y se apartó rápido. Él se quedó perplejo.

—Me llamo Isa... ¡Rosie! —se corrigió, tocándose la mano que él había acariciado con los labios. Adolfo frunció el ceño.

—Y cuéntame, Rosie: ¿por qué huyes?

Isabel abrió los labios; sentía la boca reseca.

—Perdón, no quiero ser grosera —dijo con voz temblorosa—. Es que...me pongo muy nerviosa y... —Apretó las piernas, atrayendo la atención hacia esa parte de su cuerpo que el hombre deseaba explorar.

Sonrió malicioso. Nada podía ser más excitante que una inexperta. Lo había olvidado, después de pasar muchas noches entre las sábanas de tantas amantes atrevidas.

Supo que la deseaba y decidió ser honesta consigo misma. ¿Le gustaba a Adolfo Mondragón? ¿Por qué?

—¿Te pongo nerviosa? No lo creo —dijo divertido. Notó que su mejilla aún tenía restos de crema y sonrió; lucía adorable—. Más bien, te parezco muy feo.

La chica meneó la cabeza, negando rápidamente.

—¡Oh no! ¡Nunca dije eso! —respondió ingenuamente y deseó devorarla por ser tan dulce—. Yo... —Se ruborizó al darse cuenta de lo apasionado de su respuesta—. Debo ir a trabajar. —Evadió su mirada.

—¿Y adónde vas?

Adolfo contuvo el deseo de saltar sobre ella al verla lamerse los labios nerviosamente.

—Adentro... Se me hace tarde.

—¿Adentro? ¿Dónde?

—A... aquí. —Señaló el almacén.

Se sorprendió. El día anterior no la vio porque, después del primer encuentro, pasó todo el día en la oficina. Además, no quiso que su presencia alterara el orden en el trabajo.

—Entonces, ¿estarás en la fiesta?

—No lo sé.

—Todos los empleados están invitados.

—Sí, pero es que hoy...

—¿Saldrás con tu novio?

—¡Claro que no! No tengo novio —respondió, llenándolo de satisfacción—. Es por mi hermana; ella no es empleada de la tienda y no podrá entrar.

—Invitala; autorizaré su entrada. Las esperaré a la llegada.

Isabel sonrió; por fin se relajó.

—¿En serio?

—Te doy mi palabra. —Recorrió su rostro y, nuevamente, esa manchita de crema lo atrajo. Levantó una mano; Isabel percibió su intención y tomó su muñeca para evitar su contacto—. No puedes ir a trabajar con esa carita manchada —le dijo muy suavemente.

La joven cedió al ver en sus ojos una limpia intención de ayudarla. Adolfo acarició con el pulgar su mejilla, a la vez que desaparecía la mancha de dulce.

—¿Ya?

—Ya casi —respondió el modelo, fingiendo que se esforzaba; luego la soltó a disgusto.

—G... gracias... —murmuró, aturdida por sentirse tan cómoda con su caricia. Tenía años sin sentir esa calma al estar cerca de un hombre.

Él dio un paso atrás; algo pasaba en esa cabecita, que lo intrigaba.

—Entonces, te espero esta noche —le recordó, sin darse por vencido. Debía conocerla mejor.

—Sí, aquí estaré.

Adolfo esbozó una leve sonrisa.

—Perfecto.

Isabel sintió mil mariposas revoloteando en su estómago; se tocó la barriga y sonrió una vez más. El modelo pensó en darle la espalda para marcharse, pero iba a odiarse si no probaba la tersura de su piel con los labios.

—Nos vemos, Rosie.

Volvió a acercarse y le tomó la mano; ella tragó saliva al verlo inclinarse y recibir un beso muy cerca de los labios. Cerró los ojos, sintiendo su boca cerca de la suya.

—Hasta entonces, hermosa —susurró, acariciando su oído con el aliento.

Fue su turno de observarlo irse sin mirar atrás. No podía creer que la hubiera besado.

Adolfo regresó a la puerta de clientes y, antes de que llegara, un grupo de chicas y reporteros aparecieron, atrayendo aún más la atención de quienes pasaban en sus autos. Fue envuelto por un grupo de mujeres que hablaban al mismo tiempo, que lo tocaban y deseaban fotografiarse con él.

Entre el barullo, volteó a verla, pero no encontró a una chica impresionada por la fama. Allí estaba ella, con una calma casi de tristeza. ¿Qué pensaba esa chica? Era un misterio.

—¡Demonios, Adolfo! —dijo de pronto una elegante mujer de cabellera oscura que salió de la tienda, distrayendo a Isabel de la irrealidad. Estaba acompañada de varios hombres de negro; parecía una modelo con ropa ejecutiva. Se veía molesta—. ¡Jamás vuelvas a salir sin seguridad!

La muchacha sintió su mirada azul una vez más, antes de ser llevado al interior del almacén. De pronto recordó que debía correr a la entrada de empleados; no debía olvidar lo que era. Muchísimo menos, quién era él.

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