4. ADOLFO MONDRAGÓN
Seguro murió y ese ángel la estaba esperando.
—No mamá, no tengo seguridad; sabes que no me gusta —replicó Adolfo tratando de ser paciente—. Ah, ya te encargaste…
Echó un vistazo alrededor y descubrió figuras sospechosas rondando. Seguridad y paparazzis.
Apoyó la mano en el techo del auto y puso la cabeza sobre la misma, a la vez que escuchaba la voz de la mujer que lo trajo al mundo dándole un sermón como si fuera un chiquillo.
Isabel aspiró su aroma cuando una brisa sopló en su dirección. Se llevó una mano al pecho, donde su corazón latió con tanta fuerza que podría salirse de un momento a otro.
Adolfo pasó el móvil de una mano a otra. Se enderezó para recargarse de espaldas en el BMW, ignorando a la chica de uniforme que estaba a pocos metros de distancia, embobada con él.
Ella pasaría forzosamente frente a su amor platónico. Todo su ser se convirtió en una fuente de fuegos pirotécnicos que amenazaban con estallar en cualquier instante. Respiró profundamente; debía calmarse. Empezó a soltar el aire lentamente. La debilidad en sus piernas le anunció que era imposible estar tranquila, teniendo a Adolfo tan cerca.
—Ánimo, Isabel, ánimo... —susurró—. Tú puedes —agregó.
Notó lo distraído que estaba viendo el cartel con su imagen; decidió aprovechar el momento para cruzar ante él sin ser vista. Sin embargo, no pudo evitar mirarlo para asegurarse de que era tan perfecto como siempre había creído. Recordó haber cerrado un instante los ojos y aspirar su perfume embriagante.
—Tranquila, mamá... —dijo Adolfo, viendo con desagrado su cara en el enorme aparador del almacén. Hizo una mueca; odiaba esa etapa de su vida.
Se incorporó repentinamente, dio dos pasos al frente y su cuerpo tropezó con una mujer de poca estatura que se atravesó. El celular voló por el aire cuando trató de evitar que ella cayera. La oyó soltar un gemido y, aunque reaccionó rápido, no pudo evitar que el cuerpo de la chica cayera al piso de nalgas.
—¡Ay! —se lamentó, doblando las rodillas. No era cierto que tener nalgas grandes amortiguaba las caídas, pensó, adolorida.
—Lo siento tanto —se disculpó, acuclillado a su lado sin saber cómo ayudarla. Incluso perdió una zapatilla; la encontró cerca de él y la tomó. Ignoró que su celular había desaparecido.
Isabel estaba tan centrada en el dolor punzante de su trasero que olvidó por un instante con quién se encontraba.
—¡Auch! —se quejó, llevándose la mano derecha a la sentadilla.
—Perdóname, no fue mi intención —dijo apenado, viéndola sentarse de lado para masajearse. Le ofreció su mano para ayudarla a levantarse; luego vio la falda corta subir, revelando unas hermosas piernas que lo distrajeron de su buena acción.
Sin pensarlo, Isabel apoyó las manos en su pecho cuando el equilibrio delató que le faltaba un zapato. Bajó la mirada.
Adolfo se inclinó ante ella y sus ojos recorrieron sus muslos; tenía unas piernas muy lindas. Era imposible ver su rostro, pues llevaba el rubio cabello suelto, con un flequillo que ocultaba su cara.
Isabel empezó a temblar cuando le tomó el tobillo con delicadeza y calzó la zapatilla negra. Su mano era suave y cálida.
—Lo siento... —dijo sin aliento. Entonces sus miradas se encontraron.
—Perdón —musitó él, enderezándose—; fui yo el que no se fijó. —Le tomó una mano; estaba helada y temblaba. Aun así, se notaba ruborizada.
—Estoy bien. Debo ser más cuidadosa; los tacones no me ayudan mucho —tartamudeó, insegura de mirarlo.
—Eres pequeña… —Notó que apenas llegaba a su nariz—. Y no, no ayudan mucho con el equilibrio —dijo sonriendo.
Lo miró apenada y Adolfo borró su sonrisa. Mas no fue su gesto serio el que lo dejó mudo; fue el hermoso rostro que ella por fin le permitió ver al quedarse quieta.
Isabel se apartó repentinamente. Vio en el suelo el pequeño monedero, que había estado apretado en su cintura por no tener un bolso.
—Lo siento —se disculpó, pensando que dijo algo que no le gustó—. Si dije una tontería, discúlpame. —Notó que tenía unas lindas pecas adornando su nariz, lo cual le pareció muy bello y tierno.
Los ojos cafés de la chica se centraron en su monedero, que junto con el celular del hombre estaban bajo el coche.
—No te preocupes, no dijiste nada... —Se apartó de él para agacharse a un lado de la puerta del carro.
—Si te molesta ser pequeña... —musitó al verla acuclillándose con dificultad—. Lo siento; no quise decir... —Se oyó tartamudear como un tonto.
—No es eso. —Isabel se incorporó; con esos tacones no podía agacharse para tomar su monedero. Pensó en arrodillarse, pero se vería poco decente levantando el trasero en una posición a gatas. Solo necesitaba su monedero.
Vio al modelo tratando de acercarse de nuevo. Tenía una piel blanca perfecta y los ojos aún más azules, enmarcados por unas envidiables pestañas negras.
—Debo volver al trabajo —señaló, pensando quitarse las zapatillas como último recurso para agacharse. ¡Malditos quince centímetros!
Adolfo descubrió su mirada insistente en dirección a la parte baja de su coche. Allí estaba su celular y una bolsita de tela café. Se acercó al auto y se agachó para tomar ambas cosas. Su móvil estaba intacto y la bolsita tenía un poco de polvo.
Volvió a tener una magnífica vista de sus muslos. Eran las mejores piernas que había visto en su vida y el rostro más encantador que había encontrado en mucho tiempo. Deseó ser atrevido y rozarlas con sus labios hasta subir al cielo. Resopló, sintiéndose excitado.
—Supongo que es tuyo… —Miró la bolsita que tenía dibujado un cupcake sonriente. Isabel vio hacia abajo; asintió y tomó el monedero.
—Gracias —dijo en tanto el hombre se incorporaba lentamente, recorriéndola en su ascenso.
La distancia desapareció; lo tenía demasiado cerca. Adolfo sonrió sutilmente. Estaba muy perturbada por su presencia. No le iba a decir que no si le pedía que lo acompañara a tomar algo.
Se humedeció los labios. La llevaría a su cama a la primera señal de interés; allí descubriría qué tan tímida era realmente. Rogaba que fuera solo una máscara y que, estando en sus brazos, le diera una grata sorpresa.
—¿Puedo preguntarte algo? —Su voz sonó ronca y seductora.
Isabel se puso dura cuando tocó su antebrazo. Miró su mano, luego a él; abrió la boca y meneó la cabeza. Adolfo no comprendió su gesto; la soltó para no incomodarla.
—Adiós —dijo la chica, obligándolo a borrar su encantadora sonrisa.
—¿Adiós? —repitió con el ceño fruncido.
Isabel retrocedió dos pasos antes de darle la espalda. Él miró su trasero y abrió la boca para respirar.
—¡Por Dios! —Era realmente linda; no podía dejarla ir así. Jamás había visto a una chica petite que atrajera tan estúpidamente la atención.
En su mundo estaba rodeado de mujeres, tanto o más altas que él, delgadas como espigas, sin esas formas y curvas tan marcadas, bellísimas y viéndose siempre perfectas; vestidas a la moda y, en su gran mayoría, buscando su atención aunque fuera por una noche. Estaba muy consciente de su atractivo físico y de lo que conseguía con ello.
La alcanzó caminando rápidamente en su dirección. La joven notó su presencia y clavó la mirada en el piso. Se rodeó con los brazos; sentía frío por haber olvidado su abrigo.
—¿Podemos hablar un minuto? —inquirió Adolfo, andando a su lado. Incluso, empezó a hacerlo de espaldas para seguirla mirando.
Isabel estaba temblando. No quería mirarlo, pero resultaba imposible ignorarlo. ¡Eso no le estaba pasando! ¡Adolfo no le estaba hablando!, ¡y mucho menos la seguía! Debía estar soñando. Tenía miedo de despertar y regresar a su dura realidad.
—No puedo; debí regresar a mi trabajo hace cinco minutos.
Adolfo se rió y detuvo su paso. Sus manos estaban tocándola de nuevo.
—¿Y por cinco minutos vas corriendo? —La soltó. La chica lo miró; definitivamente estaba soñando.
—Mira, soy solamente una empleada y vivo de mi sueldo; no puedo perder mi trabajo.
Lo dijo con tal seriedad que, al instante, se echó encima varios años más de los que aún no podía calcular.
Sabía que no debía distraerse de la razón por la que llegó a trabajar al almacén. Adolfo Mondragón era un sueño maravilloso y, el que ahora le dirigiera la palabra —quien sabe por qué extraña razón—, no iba a ser más fuerte que su deber hacia su hermana.
Ese hermoso ejemplar masculino no la iba a hacer cambiar el rumbo de sus planes para ayudar a Rosie a sobrevivir. Además, ¿para qué soñar con tener una relación con él? Mejor que nadie sabía que tenía una razón poderosa que le impedía relacionarse con quien fuera.
—¿Puedo verte algún día?
Isabel se sorprendió. No estaba soñando, ¡se estaba volviendo loca! Debía comer más seguido; últimamente había dejado de hacerlo como acostumbraba. Comer era importante, para no tener esas alucinaciones.
Adolfo la vio levantar una ceja. Se veía pensativa y sospechaba que no lo estaba admirando precisamente.
—¿Hola? —dijo, observándola fijo.
Isabel despertó de pronto; se reencontró con sus ojos. Lo miró sin parpadear y se sintió más cohibida. ¿Qué quería de ella? ¿Conocerla? Dudaba mucho que le pareciera atractiva.
—En verdad lo lamento; debo correr a mi trabajo —acertó a decir—. Adiós.
Adolfo abrió la boca para soltar alguna palabra que la detuviera; la joven apuró el paso aún más y desapareció rápidamente en la esquina. Se quedó parado a mitad de la acera. Estaba completamente desconcertado. ¿Qué pasó?
¿Dónde estaban las mujeres que se desmayaban al verlo? Apenas se preguntó esto, un grupo de chicas se detuvo cerca. Cuchicheaban entre ellas y sus enormes sonrisas le anunciaron que lo abordarían. Miró alrededor y vio otras más. Incluso, del otro lado de la calle apareció un fotógrafo, que tal vez captó todo el incidente. Recordó que un equipo de seguridad estaba cerca; le hizo una señal a uno de ellos para que se acercaran al reportero. No quería escándalos en la prensa.
—¡Maldición! —masculló por lo bajo y sonrió a las chicas que llegaron hasta él—. Hola —las saludó, fingiendo amabilidad.
Esa noche, Isabel miró la foto de Adolfo. Recordó la manera en que se le acercó y se estremeció.
—Dios mío, te conocí... —musitó emocionada; asustada por lo que sintió. Suspiró profundamente y extendió una mano para acariciar el marco fotográfico—. Buenas noches, Adolfo.