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3. ES ÉL

Se cortó el cabello bajo el hombro, lo onduló un poco y se puso un vestido largo hasta la rodilla; le siguieron los tacones. Claudia no lucía convencida.

—Me gusta el cuerpo, pero la cara no —señaló Claudia a disgusto—. No arrugues la nariz. —Vio su expresión molesta—. No eres fea, ya te lo he dicho. Tienes un rostro de niña que, cualquiera que se fije en ti, se sentirá como un pedófilo.

La muchacha apretó los labios; la piel se le erizó al pensar en esa situación.

—Tal vez debas recogerlo en una cola de caballo; un chongo, aunque parezca anticuado. Necesitas agregarte años.

Isabel se paró frente al espejo de su tocador; tomó la cabellera de hilos delgados y lo recogió en la nuca.

—Tal vez una coleta de viejita, como la señora Crew —mencionó a la anciana de al lado. Claudia rió.

—Mejor vamos a ponerte unas buenas capas de maquillaje y a hacerte un chongo.

Cuando la secretaria terminó su labor levantó las cejas.

—¿Ya crecí?

—Mmmh… ya no te ves tan menor.

Con ayuda de su hermano, Claudia le consiguió una identificación falsa. Usarían el acta de Rosie para que la chica pudiera recibir los beneficios del seguro social y, con ella como secretaria de recursos humanos del almacén, Isabel podría entrar a trabajar. Sabía que se estaba arriesgando al cometer un ilícito, pero fue terrible ver a la chica desesperada por no poder ayudar a su hermana moribunda.

—Ay, Rosie Allen —dijo Claudia, incrédula al ver a la chica saliendo con un elegante y ajustado uniforme de falda negra, blusa blanca y tacones negros muy altos—. Vámonos; hoy es un día muy importante.

La miró interesada. Dejar a su hermana le había preocupado, pero el médico dijo que estaría bien si se mantenía sin altibajos emocionales.

¿Cuál fue la causa de su mortal malestar?: de nuevo, Mikel De la Plata. Isabel encontró en su bolso una revista, donde el joven rico estaba con una rubia a la que calificaban de ser su nueva conquista. ¿Hasta cuándo dejaría Rosie de sufrir por los hombres? ¿Qué tenían de especial?

Pensó en el volante publicitario del modelo que tenía enmarcado en su habitación y sonrió. Ese sí era un ejemplar por el cual se podía perder la cabeza.

Llegó al trabajo con Claudia y allí le explicó en qué consistiría su labor. Luego la llevó con el encargado del departamento de artículos de belleza y él le amplió lo que debía saber. Isabel estaba tan ansiosa por salir de las necesidades económicas que haría lo que fuera. Jamás había sido vendedora, pero se convertiría en la mejor.

A las pocas semanas empezó a ver la hermosa imagen del modelo en todas partes. Era la estrella de la diseñadora más reconocida del país, LDP —así firmaba sobre las exclusivas prendas que diseñaba—. El dueño de los ojos aguamarina la representaba, dándole un auge extraordinario a la línea masculina que sacó esa temporada.

—En quince días vendrá a presentar la colección en persona —anunció el gerente del almacén, causando revuelo entre el personal. Para entonces, Isabel tenía un par de meses trabajando en el lugar—. Tranquilos —señaló, tratando de aplacar los gritos, más no el corazón acelerado de la chica que entrelazó las manos nerviosamente a la altura de los labios y se mordió los nudillos—. Y no sólo eso... —continuó, también contento—. La señora De la Plata nos pidió que preparáramos una fiesta de gala ¡para todos ustedes! —Se escuchó un alboroto mayor, que hizo saltar a Isabel en su lugar, contagiada por la alegría—. Silencio, déjenme continuar. Está tan contenta con las altas ventas de este almacén que decidió, además, que será la noche del lanzamiento; obviamente, estará su modelo principal: Adolfo Mondragón.

Isabel sintió que flotaba en una nube. Estaría en la fiesta donde el hombre de sus sueños desfilaría; por fin lo conocería. Sonrió, sintiendo que no cabía tanta felicidad en su cuerpo. Rió al escuchar a sus compañeras suspirar por él; no sintió celos por su hombre. Meneó la cabeza. Ni ella se creyó ese pensamiento. Estaba muy consciente de sus dificultades con el sexo opuesto, aunque Adolfo Mondragón era el primero que inquietaba sus pensamientos. Era una bonita fantasía.

Esa noche, recostada en la cama, empezó a contar los días que faltaban para el gran evento, en que quizás lo tendría delante. Miró la foto que tenía de él —ese volante que se había convertido en su adoración— y se mordió los labios.

—¿Qué haces, Isabel? —preguntó Rosie desde la puerta. Entró para acercarse; la adolescente se sentó sobre la camita individual y sonrió ilusionada.

—Solo sueño despierta.

Rosie tomó el marco fotográfico y miró al modelo.

—Es muy guapo.

Isabel se recostó nuevamente; Rosie la imitó y continuaron mirándolo.

—Nunca vi a nadie tan bello.

Rosie la miró de perfil.

—¿Y qué sueñas con él?

Isabel le quitó la foto de las manos y la dejó sobre su pecho.

—Tonterías —declaró—. Imagino que lo conoceré, que se fijará en mí...

Rosie dudó antes de preguntar.

—¿Solo eso? —Sonó traviesa.

—Sí, solo eso —aseguró Isabel, sentándose nuevamente para poner la foto sobre el mueble al lado de la cabecera.

—¿En tus fantasías no hay besos? ¿Caricias? ¿Algo más intenso?

Isabel se tensó. Se levantó de la cama y se cruzó de brazos.

—¡Claro que no! —Un gesto desganado se dibujó en sus labios.

—¿Nada?

—Sabes que no me gusta hablar de esas cosas.

La hermana se estiró en la cama.

—Deberías intentarlo.

Isabel la miró.

—No quiero; no me interesa.

—Más bien: no sabes. —Se acostó de lado y la miró apoyada en un codo—. El sexo es...

—¡Basta, Rosie! ¡No quiero saber!

—Ya no eres una niña; es hora de superar la infancia. Las ideas locas que papá trató de meternos en la cabeza solo fueron creaciones de su mente alcohólica.

—¡No quiero tener nada con los hombres! —aseguró, soltando los brazos—. No soy como tú.

Rosie se sentó sobre la cama.

—Claro que no eres como yo. —Se levantó y se le acercó—. Eres una chica con mucha entereza —añadió, mirándola con amor—. Pero me gustaría verte feliz, en todo sentido, antes de...

Isabel la abrazó de prisa. Apoyó la barbilla en su hombro y contuvo el aliento.

—¡No lo digas! No quiero escuchar...

—Es la única verdad en nuestras vidas: la muerte.

—Por favor, déjame soñar.

Rosie la apartó. Le dolió verla sufrir por su causa.

—Deberías buscar tu felicidad.

—Sin ti, no.

Isabel cerró los ojos cuando una caricia rozó sus mejillas.

—Sé feliz, hermanita.

—Ya te dije que...

—Apenas esté mejor, volverás a la escuela.

—Haré lo que quieras, pero no sueñes que me verás babear por un hombre.

—¿No? —Sonrió divertida— Ya lo vi.

Se rió contra su voluntad.

Todo parecía confabularse para que su obsesión por el modelo creciera; bastaba con mirar en cada rincón del centro comercial para toparse con esos penetrantes ojos azules, que la seguían a cada paso.

Se sentó a descansar en una banca, frente a un cartel publicitario. En sus manos tenía un vaso con limonada, del cual bebió, ocultando un suspiro mientras veía al modelo.

Bajó la mirada cuando sintió deseos. Alucinaba que Adolfo —desde el cartel— podía percibir su excitación. Enrojeció jugueteando con el vaso transparente que tenía entre las manos y lo acercó a los labios para sorber un poco. Sonrió, burlándose de sí misma. Levantó la cara y lo vio una vez más. Pero me gustas tanto, pensó.

Aún faltaban tres días para que Adolfo llegara al almacén y contaba las horas. Se conformaría con verlo de lejos, solo un instante; unos minutos, antes de que desapareciera para siempre de su vida.

Pronto sería su cumpleaños. La llegada del hombre coincidiría con su mayoría de edad. Qué mejor regalo que ese.

Sonrió emocionada; luego el gesto desapareció. Lástima que no pudo terminar la escuela. Rosie decía que volvería; pero, honestamente, lo veía difícil. Debía seguir trabajando hasta que su salud mejorara. No importaba el tiempo que debiera sacrificarse a sí misma.

Caminaba de regreso a su trabajo, sintiendo el ánimo en descenso. No podía aceptar que llevaran una vida con tantas necesidades. Se sentía tan gris como las nubes que empezaban a cubrir el cielo de Austin.

¿Qué iba a hacer con su vida? No trabajaría para siempre con el nombre de Rosie; quien no se quejaba, aunque seguía teniendo altibajos en la salud.

Llegó a la entrada para clientes del almacén y aligeró el paso, hasta detenerse frente al aparador donde estaba otra imagen de cuerpo entero del modelo. Observó su delgada silueta metida en el uniforme. La triste imagen la llevó al borde de las lágrimas.

Una lágrima rodó por su mejilla. No debía delatar sus sentimientos delante de nadie, se dijo, limpiando rápidamente la humedad. Aspiró profundo y se tragó sus sentimientos. Giró a la izquierda para andar el último tramo a la puerta de empleados y todo su cuerpo se paralizó.

—¡Ya sé que me adelanté! —Lo escuchó decir mientras estacionaba el auto.

Del lujoso deportivo, una esbelta figura de hombre se bajó sin prisa, con el teléfono pegado a la oreja.

—Mamá, quiero conocer el lugar. Luego descansaré un poco antes de empezar la campaña aquí.

Isabel se quedó petrificada. ¡Era él! ¡Adolfo Mondragón!

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