6. INDIFERENCIA
Mientras trabajaba, se preguntaba si lo que ocurrió esa mañana fue real. Creyó que vería a Adolfo en la tienda, mas no fue así. Se sintió desilusionada; sin embargo, no disminuyó lo emocionante que fue tenerlo frente a ella.
—¿Le pusiste algo al pastelito? —preguntó a su hermana por teléfono después de almorzar.
—No —contestó divertida—. ¿Por qué lo preguntas?
Isabel miró alrededor, cuidando que su jefe no la viera usar el teléfono para hacer llamadas personales.
—Es que... —Sonrió, sintiendo una descarga de adrenalina que le subió por los pies y movió los dedos con ansiedad por la emoción—. ¡Conocí a Adolfo Mondragón! —susurró sin aliento.
—¿Qué? —replicó su hermana, dejando de pintar un paisaje urbano en una plaza cercana.
—Fue esta mañana, cuando llegué a trabajar —contó, dando un giro.
Miró el cable del teléfono antiguo —como lo llamó, aunque su jefe insistió en que era vintage—; se enredó en su cintura. Siguió sonriendo, lo más discreta que pudo; fingía que era una llamada de atención a clientes.
—¿Y qué pasó?
—Ay, Rosie —murmuró—; es tan guapo… Es increíble lo hermoso que es. Tiene los ojos más divinos y celestiales que te puedas imaginar; azules muy muy claros. Y es alto y encantador.
—¿Hablaste con él o lo miraste de lejos?
—¡Sí, hablé con él! —Saltó de alegría.
—¿Y en serio está mejor que en las fotos?
—Mil veces mejor.
—¿Pero qué te dijo? ¿Cómo sucedió?
Se movió de nuevo y el cable siguió enredándose en su cuerpo. Se tocó el cabello, del que había desaparecido la alisada cola de caballo cuando la liga se le reventó antes de entrar a trabajar; estaba ondulado y constantemente trataba de aplacarlo. El clima húmedo no ayudaba, aunque sus compañeras le habían dicho que se veía sexy.
—Los detalles te los daré después. Ahora solo quiero que sepas que me pidió que no faltara a la fiesta de esta noche en el almacén.
—¿Te pidió? ¿No me digas que le gustaste?
Isabel frunció el ceño.
—No sé, sólo insistió en que no faltara; pero cuando le dije que no iría porque tú no podrías entrar por no ser empleada, me aseguró que él mismo estaría esperándonos en la puerta para que asistas al evento.
—¡¿En serio?! —exclamó emocionada—. ¡Dios, siempre he querido ir a un desfile! ¡Apenas nos dará tiempo de buscar algo qué ponernos!
—Busca algo para mí; ya sabes que no sé vestirme —le pidió, recordando su poco sentido de la moda. Bajó la vista y se vio hecha un nudo con el aparato antiguo.
—Déjalo en mis manos.
—Ahora voy a colgar; estoy usando un teléfono del trabajo. —Bajó la voz; luego se recargó en el mueble.
—Te prometo que te verás como nunca.
—Nada escotado ni corto. Quiero verme fabulosa para impresionarlo —bromeó, contoneándose en esa posición.
No sospechaba que, detrás de ella —en el mismo mostrador con forma de isla—, su cuerpo era observado por un hombre que también se había recargado a disfrutar de la vista.
Adolfo sonrió, apoyando la barbilla en un puño; ya no le quedaba la menor duda de que le gustaba. Sin embargo, no significaba que fuera una conquista fácil. Aun así, disfrutaría lo que durara. A nadie le caían mal unos cuantos besos ingenuos.
Dudaba que consiguiera más en tan poco tiempo. Tal vez con ella viviría por primera vez lo que nunca tuvo, por estar siempre rodeado de reflectores. No sabía con exactitud, pero iba a ser muy excitante. Miró su redondo trasero y sus muslos. Contuvo el aliento.
—¿Quién es ella? —preguntó Paula Simpson al gerente del almacén.
—Es Rose Allen —respondió el hombre a la bellísima morena de un metro setenta, vestida con una falda recta larga hasta la rodilla y blusa de seda gris—, una de nuestras mejores vendedoras.
—¿Cuántos años tiene? —inquirió, viéndola tratar inútilmente de salirse de un enredoso cable ondulado.
—Desconozco el dato.
—Ya tiene rato pegada al teléfono. Me da la impresión de que no está negociando, precisamente. —Miró seria al gerente.
—No sería bueno llamarle la atención delante de Adolfo —contestó el hombre de traje gris—. Se ve muy complacido con el desempeño de la chica.
Paula apretó la mandíbula. Adolfo estaba muy atento a los movimientos de la muchacha. Lo conocía mejor que nadie; era su asistente desde hacía tres años. Conocía sus debilidades y, esa criatura sin la menor pinta de sofisticación, no era lo que acostumbraba a usar para sus placeres personales.
—Ya veremos qué tanto —señaló, retirándose a disgusto a ver otra área de la tienda.
—Salgo a las siete. Te llevaré ese broche para el cabello que tanto quieres.
—No, Isabel; tú eres la del cumpleaños.
—Nada; ya lo decidí —insistió con firmeza—. Eres mi hermana y voy a cuidarte y mimarte ahora que puedo. Cuando consigas empleo me comprarás un buen regalo de cumpleaños. Aunque estoy contenta con el pastelito de esta mañana.
Sonrió y jugueteó con el cable. Recordó el sabor a chocolate y se le hizo agua la boca; se humedeció los labios y suspiró.
—Te lo comiste temprano, ¿verdad?
—Es que tenía mucha hambre. Aún tengo hambre —se tocó la barriga y trató de dar un giro para salir de su embrollo; terminó dándolo en sentido contrario—. ¡Diablos! ¿Ahora cómo salgo de este nudo? —Jaloneó el cable.
—Puedo ayudarte con eso —comentó Adolfo, enderezándose para ir en su auxilio.
Isabel saltó. Lo miró con ojos enormes y la boca abierta. No tenía excusa; con el cable enredado no podía escapar de su presencia. Seguramente se veía muy estúpida por haberse metido en ese lío tan infantil. Con razón desaparecieron esa clase de aparatos, eran una molestia. Tal vez en la tienda lo tenían para atrapar a empleadas bobas como ella.
—Adolfo... —musitó, alejando un poco la bocina de su oreja.
—¿Allí está? —inquirió Rosie.
—S... sí; te veo en la noche. —Colgó, sabiéndose observada por él. Se veía divertido; sus ojos brillaban.
—Entonces, ¿te ayudo a salir de allí?
Miró su cintura enredada y él se acercó. Él encontró en esa situación el pretexto ideal para estar a pocos centímetros, una vez más.
—Hola, Rosie —saludó, analizando su situación.
—Hola, Adolfo —musitó apenada.
—Date la vuelta y podré ver qué tan grave es tu problema —le pidió con voz ronca.
Isabel se tensó al sentirlo tan cerca. Aun así, obedeció y sintió su cuerpo atrapado contra el mostrador. Había una sensación de intimidad. Su mente la puso en alerta; eso le ocurría cada vez que un miembro de su sexo se acercaba.
Le quitó la bocina y comenzó a pasarla alrededor de su cuerpo; la rodeó con ambos brazos, envolviéndola. Isabel casi no podía respirar. Sintió su vientre en el trasero, rozándola. Estaba duro; excitado.
Se apartó y la volteó hacia él. La joven comenzó a temblar y la piel se le puso de gallina. ¡Le gustaba a Adolfo! ¡Se sentía atraído; lo excitaba! ¡Adolfo quería sexo con ella!, se dijo. Su cuerpo no mentía.
Su aroma la hizo cerrar los ojos un segundo y una imagen desconcertante la regresó a la realidad de manera violenta. Su cuerpo pasó de la dolorosa tensión que tenía en las quijadas a temblar casi sin control. Incluso sus labios temblaban. Empezó a sentir que le faltaba el aire. Estaba atrapada. Tenía que escapar. Tenía que irse. Cuanto antes desapareciera de su vista, mejor.
—Listo —musitó el modelo tras conseguir su logro, después de un sutil giro final.
Isabel escapó de su encierro apenas se sintió liberada. Adolfo la recorrió con discreción; al menos, eso creyó. La hermosa chica lo miró con la respiración entrecortada. ¿Estaba excitada? Su pecho subía y bajaba rápidamente. Sin embargo, también se veía pálida. No recordaba ese efecto en las chicas.
—Gracias —murmuró ella con la garganta apretada.
—¿Estás bien? —Notó sus labios inquietos. Asintió nerviosa.
—Sí... No... ¡Sí!
—Rosie... —Dio un paso hacia ella, quien retrocedió hasta topar con el mostrador de cristal que estaba a sus espaldas; el mismo donde estuvo recargado. Se tocó nerviosamente el cabello y lo miró seria.
—Debo ir a trabajar — señaló con rapidez.
—Rosie, ¿qué pasa? ¿Hice algo que te molestó?
La chica recorrió velozmente su bella presencia y sus ojos se humedecieron.
—No, tú no has hecho nada... —Su voz se quebró—. Soy yo la que... —Meneó la cabeza—. Lo siento; me voy a trabajar.
—Rosie...
—Perdón, no puedo con esto. Adiós.
Adolfo estaba desconcertado; esa chica en verdad era fuera de lo común. Siempre conseguía intrigarlo y hacerlo dudar de su capacidad de conquista. No podía estar perdiendo atractivo. ¡Apenas tenía veinticinco años!
Paula Simpson vio con agrado que la chica se retiraba, llorando. Seguramente Adolfo le llamó la atención. Se sintió tranquila, pues hubo un momento en que llegó a pensar que podría estar interesado en ella. Qué tontería.
Esa noche, Isabel lloraba tirada en su cama; se preguntaba si algún día dejaría de sentir miedo. Rosie estaba a su lado, sin saber cómo hacerla entrar en razón.
—Sentí pánico —confesó Isabel, sentándose. Aún llevaba puesto el uniforme del trabajo; se quitó los tacones enojada y los lanzó lejos—. ¡Creí que lo había superado!
—¿Adolfo te hizo algo? ¿Se propasó contigo?
—¡Nooo! —gimió—. Me enredé con el cable del teléfono y se acercó a ayudarme. Pude sentir que estaba... excitado... De pronto cerré los ojos y me acordé de Cristian. Me sentí tan mal... Creí que me desmayaría por el miedo. ¡Odio sentir miedo!
Empezó a llorar con dolor. Rosie le acarició una mano.
—Adolfo y Cristian no se parecen en nada —intentó consolarla—. Ni físicamente ni como personas.
—¿Cómo puedes decir eso? ¡No lo conocemos!
—No, pero...
—¡Es un hombre!, ¡y vi sus intenciones! ¡Sus ojos estaban sobre mí! ¡No soy estúpida!
Se levantó de la cama y se rodeó con los brazos. Lloraba, a la vez que sentía rabia.
—Isabel... —Se levantó con ella.
—Cristian parecía quererme y luego… ¡ya sabes lo que me hizo! —sollozó con la voz quebrada—. ¡Maldito cerdo asqueroso!
—Isabel… —Le dolió saber que su pequeña hermana aún padecía lo sucedido.
—¡No quiero que ningún hombre me mire! No quiero que se me acerque nadie; ni que vuelvan a tocarme así. ¡No quiero!
Rosie se acercó y la abrazó.
—¡Claro que no! —La consoló, apoyando su cabeza en el hombro—. Jamás permitiré que nadie te lastime. Y por Adolfo no te preocupes; después del desfile, se irá.
Cuando el reloj marcó las once, supo que no llegaría. No sabía si enfadarse o verlo como una experiencia que debía enseñarle que siempre iba a haber una mujer que no se derretiría ante su encanto. Para Rosie, no era el hombre de sus sueños.
Días después se toparon en el almacén y ella fingió no verlo. Para entonces estaba tan metido en la promoción de la colección masculina que decidió ignorarla también. Había más mujeres en el mundo.