CAPÍTULO IV LA MINISTRA QUE PERDIÓ SU VESTIDO
CAPÍTULO IV
Los edificios resguardados por militares son un edén político, tangible para unos, impalpable para casi todos, en particular, los ubicados en las diez provincias conflictivas. La esterilidad de manos, de lengua y de poder en este caso debería ser bienvenida, no obstante, la guerra en lugar de traer mal humor parece deliciosa. No hace falta esperar para dar la sorpresa de que Turquía es sinónimo de violencia ¡la policía da la razón con procederes! la sinceridad es bien vista y las muertes justificadas ¡Es lo que se dice! Raro sería que vivieran en paz, no acordaría con los fines convencionales ni con el circuito cerrado y represivo que desemboca en el caos.
En el edificio de la ministra los silentes cristales se rendían al sueño del mediodía. Los soldados habían sido estatuas armadas de decoración entregando pasividad desconfiada desde el exterior y protegiendo los valores del estado. El Mayor era el único que paseaba y comunicaba colocándose en firmes ante estupideces militares que escuchaba por el radio, estaba atado a su rango y cada comunicado parecía hacerle rumiar. No obstante, nada fuera de lo ordinario sucedió hasta que los empleados regresaron al edificio y al mirar a los terroristas en uniforme los invadieron temblores en las piernas. Trataron de disimularlos, pero en la entrada el Mayor desenfundó su arma y los trabajadores ingresaron a sus oficinas llenos de miedo. Este no solo se vio derivado del sustillo sino de la experiencia de ver cantidades de fallecidos y de saber de familias completas desaparecidas de sus hogares. En otras palabras, se afligían porque conocían para qué vivían estos hombres, más tarde quizá los conducirían a la muerte. Existía pues la posibilidad de que como a esos cadáveres los revistiera la arena temórica, la bomba y la ilegalidad; como es de esperarse con estos sujetos nadie se queda afuera del peligro y tampoco se esperaría bondad.
En su oficina la ministra encontró a Kerem ocupándose de diligencias sencillas. Lo saludó apenas lo vio y avanzó a su escritorio a depositar unos documentos.
— ¡No te he solicitado estas actividades para el día! — suspiró con su sonrisa repleta de buen humor, pero con mirada seria
— ¡Es verdad, pero es temprano, aún hay tiempo!
— Tus desobediencias siempre son por bondad y por lo general te las admito! ¡esta vez te ruego que te vayas, te he dado la tarde libre desde el día de ayer!
— ¡Se lo que has dicho, no lo he olvidado! — arguyó un poco avergonzado y soltando unos libros en la mesa. Quiso decir más, pero la señorita F. se adelantó a su voz.
— ¡Por Mahoma, no digas nada es poco tiempo el que tienes para tu familia! ¡Vete! — Kerem sin ofrecer respuesta se despidió de la señorita con hermandad, no tenía idea de que les depararía el mañana.
Aunque no deseaba marcharse sin culminar sus actividades su insistencia cortés era, asimismo, una orden no una sugerencia. Así que, sin luchar una batalla perdida, en segundos fue por su maletín, bajó por las gradas miró a un par de soldados que no se fijaron en él porque estaban apuntando de broma a una mujer que caminaba en la calle con una niña y tomó al estacionamiento abriendo una puerta metálica.
El espacio extenso dispersaba las seguridades. El día las manchaba, las marcaba como cabezas o existencias y las azotaba en redondo dentro del recipiente de la tierra. Pasados escasos minutos la señorita F. rodeada por la belleza de su figura se levantó, tomó su traje guardado en el forro y se fue a su reunión pendiente. No tenía de qué preocuparse, el centro de la ciudad lo recorrían camiones de las Fuerzas Armadas, además estos últimos días la resguardaba el doble del personal. La ciudad era segura; eso sí, había que cuidarse, por si entre las capas de pacifismo fluctuara la estampida. En tal circunstancia la agenda nacional de un momento a otro se suspendería por completo.
La secretaria permaneció trémula en el edificio esperando la hora de marcharse. No quería escuchar zuelas por el pasillo a pesar de que mantenía el oído afinado, esperaba que su perspicacia las alejara. ¡Mujeres! El Alto mando no se enteró, de otro modo, le habría entregado una lástima especial. Una fina seda, con ella se habría tejido muchas satisfacciones en otras condiciones, después de llevarla de paseo y conseguir su propósito por la fuerza iría a arrojarla a un lago. Por suerte, el personal estaba lejos de ser objetivo de potenciales masacres. Los empleados no morirían en un enfrentamiento entre ejército y rebeldes o saqueadores a menos que los emboscaran fabulosamente. Pertenecer a los poderosos y servirlos los salvaba si corrían con fortuna y también los convertía en inválidos sin poder y a merced de otros. En fin, el personal del edificio se desenvolvió en su función, pero sin perder de vista las botas.
Asuman se había citado con Eser, su otro asesor. El asunto no sería maravilloso, ya había tenido su segundo desencanto con él hace dos meses. El hombre no era su empleado favorito ni modelo de persona ideal. ¿Un exagerado? presumiblemente. Nunca se lo había dicho; muchas palabras no son necesarias que salgan de la boca. Le hacía la vida imposible; lo soportaba porque lo principal era el trabajo; mantener la guardia desde su sitio asignado le robaba horas. Por ello, estaba al corriente de que la reunión “especial” no se extendería demasiado ni sería animada, bastante agotadora de seguro. Prefería por sobre el cielo a Kerem, la razón principal, la cercanía, aunque sabía que él, era incapaz de solventar la totalidad de los óbices. Ni siquiera los dos servían para ello, eran a duras penas emisarios o heraldos con título y de corbata teñida según el día intentando cooperar. Si las cosas salían como pretendía, si los vientos rociaban con las infusiones más dulces sus acciones consideraría la contratación de un tercer asistente.
La llegada al salón donde se habían determinado tuvo una impune tranquilidad de esas que al final de cuentas nadie percibe porque parecen no existir en el instante. Cerca de uno de los balcones alejados la lámpara apagada y rectangular sostenía la cabeza de Eser. Sus restos descansaban en la mesa perdidos en las flores de la superficie del cristal. La señorita F. al ascender a la planta lo miró y su pequeño rechazo comenzó a oscilar recuerdos de su voz de aquellos que vienen cuando se gira la cabeza para evadir y que llaman con insistencia a estar en distinto sitio. Comportamiento que, es inaceptable en una dama. Claro, en sí, no tiene nada de malo que una mujer rememore con regularidad, pero con la ministra era distinto, el error la había atrapado en una ocasión en que esforzándose por definir a Eser como persona sociable y deseando mejorar su relación había bromeado, desde luego, conservando su clase y su distancia, pero en cada intento su asesor había permanecido impávido sin ganas de construir, oler ni ver en su rostro eco gestual. El no sonreír por educación ni por gusto, llevó a la señorita F. al bochorno y a recorrer entre redes que parecían adivinanzas oscuras. Así, a la mala entendió que la única broma de la que disfrutaba el asistente era de la que no se decía.
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En febrero de 1925 se realizó la reforma acerca de la manera de vestir de la mujer. ¡Una ventaja para miles! Se prohibió el uso del velo de la inferioridad y se insistió en el empleo de vestidos occidentales. Así, se evitó que el género femenino pareciera un paraguas cerrado en cada ocasión, más en el desempeño de un cargo público; en este ámbito fue prohibido con contundencia. No solo eso, la nación se acogió al calendario y al sistema numérico occidental. Y en 1929 se adoptó la grafía latina. ¡Una gran sorpresa para los ciudadanos entre los 6 y los 40 años que debieron reingresar a la escuela a aprender el alfabeto! Un año más tarde, se aprobó el código civil basado en el suizo, abalando con él, los derechos civiles de las mujeres. Se adoptó el Código Penal italiano y el Código de Comercio alemán. Por otro lado, se abrió camino al consumo del alcohol, prohibido por el islamismo. Esto último, hay que agradecérselo al primer mandatario que tenía buen gusto por el rakı, licor nacional que bebía con regularidad. Con todo lo nombrado y más, no cabía duda de que se iniciaba la europeización de Turquía.
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Sentada a la mesa posó uno de sus brazos en el descanso de la silla. Sintió fastidio al percatarse de que sus codos estaban muy por encima del reposabrazos, todo por causa de esa almohada que colocan los turcos sobre los asientos que de por sí ya son confortables. La mesa era muy baja, ese imprudente motivo le impidió elevar sus bronceadas piernas para cruzarlas. Hubiera preferido uno de los sillones cómodos de las salitas, en donde el viento fresco ingresaba a través de las ventanas más grandes con astucia suculenta, pero apreció exagerado levantar a Eser de su sitio si él lo había elegido. Si se conformó fue porque tenía claro que no se quedaría ahí por mucho, que concluiría la reunión cuanto antes y que apenas habiendo llegado ya estaba de salida.
Si una cosa le importaba más que cualquiera era que su asesor encontrara pronto sus documentos para marcharse. No lo detestaba en exceso; que le entregara los papeles sin demora era lo que por aquel instante quería. ¡Vaya! A nadie le simpatiza mirar a alguien buscando papeles. La ministra estaba acostumbrada a disfrutar del restaurante mezclado con el compromiso desde que había pasado por la universidad, aun con eso no deja de ser curioso que en un restaurante se arreglen problemas y asuntos de trabajo en lugar de corregir los del estómago. Asuman era una mujer a la sombra, cubierta por gotas de rocío y su integridad gozaba del orgullo inalcanzable de una hoja de papel.
El cabello de su empleado era extraño, neutro a la hora de identificar si pertenecía a los talantes juveniles o, a los de una adultes prematura. Más aún, parecía como si cada mañana en que se levantara a recorrer el peine, este se hubiera convertido en una gran masa pesada en su cabeza. Y el peine con esfuerzo formara las líneas paralelas antes de morir en la pendiente de su nuca. Era solo un hombre común atrapado en un estado de disfrute en el que nadie más hubiera podido regocijarse. En la insistencia Eser tomó una estrella de mar y se la llevó a la boca para entretener su lengua, después volvió sus manos para continuar la búsqueda de sus registros entre varias carpetas. Le sirvieron a la señorita F. un postre con idéntica variedad en un pequeño plato de ensueño. Agradeció con una venia silenciosa y extendió su mano para acercar a su boca una electricidad ¡buen gusto! las diminutas punzadas en la lengua no esperaron. Levantó la cuchara y llevó a sus labios una porción del postre y con premeditación ahogó la delicada sensación. Se meció un poco y se dedicó a esperar de la misma forma que si se acomodara en un autobús, avión o tren para emprender un viaje largo. La púrpura quedó abandonada junto con el resto del plato ¡las flores comestibles sabían delicioso!
Miró a Eser de paso mientras divagaba por el espacio aromático terminando su bocado dulce y una despreciable mosca verdosa casi se posó en su glabela perfecta y la sintió tan molesta como él. Pensó que no podía despreciar con exageración en un lugar tan refinado, no por la estructura lujosa, sino por la experiencia y la sensatez. Había que cuidar esos modales y no entregar importancia a aquel insecto que rebuscaba ni a la mosca que había entrado por una de las ventanas abiertas del balcón. No obstante, no olvidaba las muchas veces en que después de terminar de hablar con su asesor en cualquier sitio se había marchado a casa o, a la oficina tomando su cartera o sus documentos de encargo y diciendo:
— ¡Odio a este tipo, es un buen empleado, muy eficiente y responsable, pero es un náufrago como persona! ¡Es un ser lejano que quién sabe por qué se encuentra tan cerca de mí! — Bueno, en apoyo de esta postura existe la posibilidad de que Dios improvisara en su creación, también en su destino y pusiera al asistente en el camino de la ministra para molestarla y Él para divertirse.
Para el asesor que se hallaba afirmado en su silla, lo relevante era su trabajo y siempre llegaba a casa satisfecho. Nunca pensaba en si para los demás era un islámico agradable o no. Prefería ser positivo y su optimismo lo convencía, le evitaba batallar con el fastidioso asunto de conocerse. Era un intelectual y como es sabido solo los intelectuales tienen la perseverancia para mantener ideas y teorías equivocadas con buenos argumentos. Él creía que su jefa lo admiraba al punto de considerarlo indispensable por su buen desempeño. En serio que era indispensable, pero no digno de admiración; por lo menos, no de la suya.
Bajó el maletín, lo metió entre sus pies y extendiendo emocionado los papeles que mostraban unos sellos dijo.
— ¿Qué me dice de esto señorita? — sonrió aspirando su nariz sin razón, en realidad no sentía molestia. La ministra giró la primera hoja sin prestar demasiada atención a los sellos y Eser se apresuró a apuntar con su bolígrafo en un lugar determinado al momento que expresaba. — ¡Eh aquí el resultado ministra! ¡es lo que esperábamos! ¿no? — y repitió esas palabras como si no encontrara solución para salir de ellas y acotar unas distintas.
La señorita F. permaneció un momento en análisis y luego expresó.
— ¡Por el momento no puedo responderte la pregunta que me haces, pero tú y yo sabemos que estas firmas serán indispensables para nosotros! ¡El resto lo verificaremos en la reunión, espero que hasta tanto no cambien de opinión, ya que estarían perjudicándonos! — su sinceridad no tenía intención de desanimarlo y Eser lo comprendió.
— ¡No creo señorita, le han dado su palabra al Presidente! ¡Me ha dicho que conserva buenas relaciones con ellos! ¡Lo que sí es una lástima es que él esté en el hospital!
— ¡Y, sin embargo — respondió ella — no servirán de nada estas firmas sino atraemos a la mayoría! — Eser asintió moviendo su cabeza y se quedó en silencio con una expresión de alegría.
La respuesta de la ministra había sido mecánica dicha en especial para sí. No había estado prestando atención a los gestos de la cara del asesor pegados a sus animadas palabras, a los resultados sellados ni a nada de lo que decía, porque una duda de virgen incierta y un sabor a mala suerte la habían invadido. Eser mantenía su distancia y su trato, puesto que era consciente de la diferencia de rangos y del valor que tenía el proyecto para la ministra. A ella incluso con eso no dejaba de desagradarle, aquello no representaba signo de identidad o amistad.
— ¡Es una persona sin calidez, pero tiene esperanza! — sentenció la señorita F. en su cabeza cuando regresó de sus precipicios.
Eser con su mano izquierda bebía de un vaso transparente y Asuman deseó tiernamente que muriera por un momento para pensar a solas. Sería incapaz de despedirlo si lo necesitara, era un gran profesional. Parecía un poco inhumano, incluso al ingerir los bocados espectaculares, pero el problema no radicaba en su garganta, sino en la deformidad de su cansancio y la ausencia de su anular extraviado desde niño por un accidente con un ventilador industrial. Si había algo mucho peor que la vista que ofrecía su mano, era su presencia completa. Su asesor no le debía favores y tampoco deseaba que, si en algún instante apetecía realizarlos comenzara con ella. ¡Qué cumpliera con su trabajo bastaba! Rondaba su pensamiento contaminándose con su delicada malevolencia, destrozaba las telarañas de recuerdos atractivos, aunque debilitados por el olvido y la situación. Las caras rígidas y los cuerpos flexibles desaparecían y lo notaba al tomarse el trabajo de olvidarlos con lentitud.
Fuera de su arbitrariedad, opinaba que Eser era una buena persona, en el sentido en que se define a una persona como buena y humana. Mantenía a su madre que había ayudado con el aporte de su armonía, para sus estudios tuvo que trabajar, además su currículum era pulcro. La funcionaria trataba de recordarlo para alejar parte de ese aborrecimiento agravante posado como una viruela en alguna debilidad de su ser. De esa forma, entendía que era un gran hombre. No para ella, nunca para ella, ni aun si en esta misión hubiera hecho más de lo solicitado. Pero sí, para su madre, mujer que nunca había deseado más de lo que podía tener y siempre agradecía por aquello que de él recibía.
Con tanto a su favor, concluía perdonándolo en silencio y también aspiraba su perdón y terminaba sintiéndose perdonada y sublime. Asuman elevó la mirada al vaso que contenía las gotas frescas de las fuentes. El asesor lo levantaba por segunda oportunidad y comprendió que simplemente se recuperaba del cansancio provocado por las andanzas solares y que el único defecto que tenía era que no le simpatizaba. Error que además era suyo, la ministra lo reconoció.
— ¡Todo está listo para mañana y las fechas que continúan señorita! — expresó y golpeó con la palma su maletín como si acabara de cerrar un trato de mucho dinero.
— ¡Bueno! ¡Por ahora todo está en orden, me quedo con los documentos! ¡Sí tienes información extra me contarás cuando nos reencontremos! — añadió y sonrió con entereza.
Su empleado repuso con rapidez que no tenía pendientes y la ministra situó su confianza en los ecos distantes que le dieron la impresión de ascender desde el subsuelo. No había terminado de asimilar a Eser a su lado.
— ¡Mañana será un día muy interesante! ¡Creamos en Dios! — expuso y se marchó con su elegancia aleteando por el restaurante.
La ministra descansaba en sus asistentes y ellos comían de su manto. Su voz al finalizar la reunión prestaba una bondad rubia y su rencor de juguete se había ahogado con los resultados. Su asesor era un hombre disciplinado encadenado a la responsabilidad que sabía escarbar y solucionar cualquier problema. Si en el desarrollo de su labor había algo que se le dificultaba, eso era esconder su mano y almorzar a la hora, pues todavía no cumplía con ese menester, se estaba conformando con un postre.
El presidente Demirel, había aprobado su plan leyendo apenas las primeras páginas. Estaba enterada de eso y de ninguna manera la ofendía el detalle, poseía seguridad. Demirel, había dado una explicación para no concluir la revisión y la razón la enorgulleció. Ella gozaba de la confianza máxima y junto con el reconocimiento de sus capacidades recibía toda la autoridad y permiso que necesitara. Sus colegas cuando se enteraran se asombrarían y la congratularían honestamente bajo su ironía moral y ética. Y así, también cubrirían su envidia volviéndose falsos, porque lo inverso iría en contra de la cortesía y la perfección diplomática. La política es lo más sagrado que tiene un hombre, no por ello, lo más puro. No siempre un político es protervo, solo cuando ejerce, entonces su generosidad es mala, es migaja y limosna.
Las hebras nudosas de la tarde caían con fortaleza silenciando las brisas. La carátula de la noche encimaba con pausa de velero, mandaba las sombras contra las ventanas. La libertad los esparció por salidas indefinidas a espacios reservados. Era lo adecuado para ser una desdeñada ocasión en la que con nada se modificaría o adelantaría el trabajo del día siguiente y que por lo regular era territorio de descanso.