CAPÍTULO III LA MINISTRA QUE PERDIÓ SU VESTIDO
CAPÍTULO III
La república intercontinental con 59’000.000 de habitantes y otros tres mil. Rodeada por las aguas del Mediterráneo, el Egeo, el Mármara, el mar Negro, las Chipriotas, el Bósforo y los Dardanelos; todos regados, esparcidos por el esqueleto de la tierra propagando vida le abrazan con sus mantas o se pliegan como placentas azules para hacerla soñar en sus luces y sus playas. Sus ricas fronteras escriben su idioma al revés de derecha a siniestra, sin por ello tomar el bolígrafo con la mano izquierda. Y por qué no hablar de sus basares y sus joyas, sus tazas de café, sus ojos azules hechos de cristal que se venden bien y sus más de 2500 mezquitas que son por lo frecuente la razón religiosa más tonta de su existir. ¡Quién anunciaría que en esta extensión exótica las vidas se desorbitan a cada momento y se envuelven en una máscara sencilla con una tez de vida que en ocasiones es interrumpida en las edades más precoces!
La actitud represiva del gobierno había frustrado hace no mucho la celebración del día nacional del país imaginario (Kurdistán). Ankara resultó injuriada por complicidad con países occidentales por su caída. Los afectados contraatacaron y este acto desencadenó en una riña entre las fuerzas de seguridad, bombardeos de la aviación y guerrilla que acabaron con varias vidas y dejaron centenares de heridos. ¿Qué otra cosa podían hacer los kurdos? Actuaron conforme a la situación, lucharon en una área infestada por el ejército donde se encontraba vigente el estado de excepción desde ya una década. No tuvieron otra opción, en esta franja muerta el poder le pertenece a los militares y policías quienes nunca han prestado garantías constitucionales, sino que imposibilitan la evolución de la democracia.
En fin, fue increíble que una lucha no declarada dejara tantos muertos. Un representante del gobierno del que ya se sabrá más adelante negó que dichos ataques se hubieran aplicado a sus propios ciudadanos. Así como, que con frecuencia se sacaran a hombres de sus casas o se los capturara en los controles de donde no se los volvía a ver. En cualquier caso, ese era el proceder de la policía y militares a quien el personaje daba autonomía; no se dudaba que también fueran responsables de las muertes y desapariciones de otra tanda porque el asunto no era cuestión de borrar o poner puntos.
Sobre la cuestión de los desaparecidos era posible que varios se encontraran en los campos de concentración, viviendo bajo el inútil techo de una tienda, soportando altas temperaturas y largas hambres. El pueblo bien sabía que estos campos de tortura se situaban en territorio turco y a pesar de que el estado afirmaba que lo concebía para terminar con las guerrillas, la realidad era que estas casi nunca se veían afectadas. Por el contrario, este grupo que gozaba de respaldo por parte de los ciudadanos buscaba una solución desde la violencia, porque a la solicitud de su gente hecha desde los puestos de sus diputados no se priorizaba.
Las armas para esta guerra las surtía el mercado de la OTÁN quien dice respetar los derechos de los ciudadanos. Por lógica y compasión la venta debió suspenderse. No obstante, en atención de que la demanda era constante e incluso crecía cada vez, la organización deseando permanecer con sus bases en medio oriente para “proteger la zona”, privilegiaba a Turquía del armamento y del permiso para matar a sus habitantes. La excusa para que la OTÁN proveyera de armas descaradamente era el argumento de que el rompimiento del convenio no aseguraría el fin de los ataques. Lo cierto es que jamás le ha interesad el asunto, de otro modo, habría buscado soluciones para acabar con el conflicto de los países fronterizos. Menos le importan sus principios democráticos, sino solo sus objetivos, no siendo así, nunca habría consentido a Portugal, Grecia y la misma Turquía que en tiempo en que los nombraron miembros eran gobernados por dictaduras.
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El personal del edificio administrativo salió a las doce y cuarto. El viento conservado en el boulevard apenas sí mecía hojas de árboles durmientes y refrescaba almas encendidas. El ejército que había tenido problemas con habitantes que se encontraban en la casería de los patos y los cisnes en el Kuğulu Park (parque del cisne) invadió con veinte minutos de retraso y se encontró con el edificio vacío. El ruidoso camión con veinticinco elementos fue a parar al estacionamiento. La carpa camaleónica del cajón cubría unas cajas de madera que permitían suponer su contenido. Que el edificio estuviera desocupado no perjudicaba su misión, sin embargo, su obligación había sido advertir y si se quiere amenazar a los empleados para que tuvieran cuidado y guardaran carácter silencioso a su regreso.
A los guardias de seguridad de la zona de gobierno se les desalojó sin explicación; esta era obvia y les estremeció. Se los formó en la pared, se les ordenó tirarse al suelo boca abajo, se confiscaron sus armas largas a la primera orden y acataron sin perder la cabeza, aunque no con gusto. Les pareciera o no, obedecer era lo más sensato para conservar su bienestar físico, además era lo único que los protegería de la desigualdad con la que chocaban. Para los medios y altos mandos del ejército y la policía, que uno de estos sujetos quebrantara las reglas o retara su autoridad los convertía en una clase de presa estúpida y favorita.
El escuadrón armado rodeó la construcción y alejó a los caminantes próximos. El ambiente gubernamental y unas cuantas cuadras alrededor de la estructura cambiaron del temple silencioso al del peligro. El Mayor a cargo con voz cítrica preguntó a los guardias si quedaban sujetos en la caseta, que no se usaba dijeron y sin convencerse caminó unos metros y estiró los ojos esperando ver a uno de estos hombres de mentiras para gruñirle y juzgarlo como si para ello fuera un gran artista. Era cierto hace mucho que nadie descansaba ni vigilaba desde ese cajón blanco que en otros tiempos había sido víctima de una advertencia con talante de atentado. Sació sus sospechas y, sin embargo, en su cara contenciosa no arremetió la benevolencia. No estaba nada contento de tener que cuidar el puesto de trabajo de una mujer durante una semana. Si el ambiente tranquilo se mantenía por mucho tiempo en la cuidad se iba a morir de aburrimiento.
Después que hubo echado a los servidores con un insulto que ofendía su hombría habló con la agencia de seguridad por una de las radios con que se había quedado, luego anuló la frecuencia para siempre y se guardó las baterías para la suya, en ella, una melodía casi muerta era respirada por la antena. El oxígeno de la entrada cobró el brío de los uniformes nuevos y tensos y el incienso polvórico se sedujo a las ventanas. En todo el país ocurrían movilizaciones; en particular en los edificios gubernamentales de diez diferentes áreas geográficas del oeste donde sucedía un mayor movimiento marcial y donde desde hace mucho se sabía que muertos y secuestrados eran lanzados en cualquier abertura.
Asuman, la joven y agraciada autoridad, había dormido con un leve dolor de cabeza; cuando despertó se sentía de maravilla, tanto como para colocar flores nuevas en el jarrón antes de salir. La llegada a casa de su madre no tuvo otro inconveniente que la presencia de una turba abstracta poblada de bisbiseos que se había apoderado de una calle cuando salía del ministerio. Cargaba piedras, palos y cada hombre llevaba la cara cubierta al estilo de sus mujeres para evadir el gas de la opresión. Su estilo la había impresionado. El pueblo euroasiático mediante reclamos solicitaba tranquilidad contundente en una vía recorrida por un humo azul que de no ser por el cristal la habría ahogado. La policía después de unos disparos y uso de la fuerza hiso que los hombres arrancaran en huida. Gran cantidad voló por una barda que daba a un campo abierto, otros se escudaron en los autos estancados, también hubo heridos y una víctima por una haz de plomo que la ministra no vio. En cuanto la muchedumbre desapareció volvió el silencio y los autos avanzaron por ese humo que ya no era peligroso sino más tranquilo valga la comparación que el paseo en una biblioteca. La ministra recordaba haber esperado detrás de este cúmulo junto con una fila arriesgada de autos que no retomaban el flujo y había pensado con espesa decepción que faltaba poco para que el mal se vendiera en vidrieras, pues ese despliegue en aquella avenida no significaba paz sino pausa.
Mientras almorzaba cuidaba de su hija. Sus piernas firmes sostenían a la niña en tanto que repartía en porciones iguales y continuas los bocados. La comida de su madre le encantaba. La exquisitez de sus sabores, los efectos rápidos y sobrenaturales en su paladar la acercaban cuando menos una vez a la semana en la hora del almuerzo o de la cena a degustar por fin. El resto de los días llenaba su estómago para no morir. Necesitaba una mujer con sazón violento y gustoso que aceptara ser su sirvienta, además que fuera simpática. Por el momento no la había encontrado y no pediría a su madre que lo fuera por miedo a que le cayera un castigo del cielo y porque, por otro lado, gran número de veces las obligaciones la conducían a un restaurante y le parecía mucho mejor decepcionar a una desconocida que se repondría al recibir la paga entre disculpas amables. En estos días que se mantendría alejada se conformaba con que su hija probara por ella, los sabores que no recibiría. Tenía hasta las dos y media de la tarde para pensar en comida si quería, en política o en juicios divinos, luego regresaría a ocupar su puesto que no le asombraría que estuviera controlado por especímenes de las Fuerzas Armadas con el pulso tenso y sus voces clavadas al taco de la escopeta y la orden fría.
Al día siguiente partiría y ninguna la acompañaría en su aflictivo viaje de trabajo. El mandatario había concluido diciendo con inflexión furiosa que los funcionarios procedieran del modo que quisieran siempre y cuando la reunión se diera en la fecha designada; no era ningún tipo de negligencia, además sería un riesgo desobedecer. El líder esperaba resoluciones ¡nada más! no le interesaba si los funcionarios iban acompañados de su familia y tomaban un baño mientras permanecían en la reunión. La ministra no mezclaría a dos de sus mujeres amadas en el asunto ni el peligro, es más, saber que estarían alejadas la hacía respirar aliviada
Este acontecimiento político-social era una excepción nacional llena de coraje que se producía en varios nidos urbanos. Por su parte, el primero que veía siendo autoridad de estado y mujer política. Comentó en una ocasión a su madre que estaba harta de que el leño siempre se encendiera y ella había respondido que tampoco era fanática a morir, pero que esperara, que pronto ejecutaría lo suyo y que las cosas resultarían mejor para todos por primera vez. Sino se inventaba una solución pronto las cifras de las víctimas se multiplicarían y la cuenta de estas se perdería. Madre había dicho para terminar la conversación, la justicia que sigue la ley horroriza.
La señorita F. se había instruido en las situaciones y errores del estado, comprendía que el sueño de la ilustración turca no alcanzaba, sino para el asesinato al que por cierto otros llamaban revolución. Tenía claro que Kemal había estrechado relaciones estado-sociedad y que el desencanto de no consumarlas las había convertido en una catástrofe. Asimismo, le alarmaba que a los emigrantes jóvenes que llegaban a la ciudad atraídos por la brújula de un mejor futuro no les quedara de otra que el reclutamiento por mano de las guerrillas de izquierda o derecha en las estaciones de trenes o paradas de autobús. Y así, tuvieran que aceptar la vida violenta desde los 15 años, de allí que Mardin dijera que: “todos los niños eran pequeños soldados.” Para la ministra contaba igualmente como discordante ese asunto imposible que surgía de las lenguas de las autoridades que clamaban con santidad: “¡Qué Dios proteja al estado!” Ella lo advertía ajeno y quieto en esa enajenación, más cuando reconocía con vergüenza que de su país procedía aquel hombre de aires dementes que había intentado asesinar a Juan Pablo II, voz mayor del catolicismo.