Capítulo 4.
La muchacha se encontraba caminando con destino al parque.
Su caminata era lenta hasta el punto desesperante, si era que tal nombre como «caminar» se le podía dar a aquella acción, la cual tan solo era de naturaleza torpe y agotada.
Su apariencia, tan consumida y demacrada le daba un horrible mirar, y todo eso cabe decirse que significaba mucho, ya que la belleza que poseía Harper era digna de ser observada y sublimemente inmortalizada en los más gravosos lienzos, de colorearse con los oleos más costosos, de las calidades más altas, que no alterara, ni tan solo un poco el aspecto dibujado de su piel impecable, su belleza era esa que solo en sueños a los hombres se les prometía, pero poco a poco se consumía, se absorbía como papel expuesto al fuego o se despedazaba, como papel arrojado al agua y luego zarandeado al aire; cada día reflejaba más aquella aura, podrida y oscura, tan oscura que destellaba rencor en el estado más puro que ha podido acampar sobre la mirada de un ser humano.
En su caminar parecía dejar un fragmento de ella a cada paso, rompiéndose con tan solo el vulgar vaivén del aire, más débil que una flor expuesta a chillantes llamas, tan perdida, tan desorientada.
Las pocas veces que su padre le permitía salir, ella se sentía en un mundo completamente ajeno a aquel en el que creció: aire fresco, podía inhalar intensamente, llenar sus pulmones de aquel olor…, aquel olor a simple aire puro, a cualquier fragancia que la naturaleza tuviese la gracia y piedad de brindarle, no aquel pestilente hedor a tabaco, a cigarros mezclados con un áspero aliento mañanero y licor barato, no, todo parecía más limpio cuando salía; había luz solar envolviéndole, no estaban allí las paredes corroídas y cubiertas de orina y olor a excremento de un sótano viejo que repelían cualquier destello de luz, como aquel sofocante lugar en donde ella era encarcelada muy a menudo: el sótano de su padre.
Todo parecía tan fresco, aunque paradójicamente todo parecía tan muerto, tan, tan débil, a punto de morirse, la humanidad parecía estar a punto de quebrarse ante sus ojos, desde su perspectiva, claro está; aunque la realidad no era así, ella siempre la vería así, podría ver la felicidad danzar de manera sublime frente a su mirada y aun así parecería quebrarse en tristeza.
Porque quien no lleva colores en el alma siempre verá todo de un intenso tono gris.
La muchacha, mientras arrastraba sus pasos moviendo su cuerpo hacia adelante, se topó con un arbusto atiborrado de flores, pequeñas y delicadas, preciosas, daba placer el solo mirarlas, era tan sublimes que dejaba a entender como si la naturaleza hubiese querido aglutinar todo aquel adjetivo y brindárselo especialmente a esas flores, que se presentaban de diversos tonos chillones y atrayentes de una manera hipnotizante.
Frenó su caminata y se situó de cuclillas tomando con delicadeza una de las flores entre sus manos.
La olió, aquel fue su primer impulso, inhaló fuerte y sintió aquella fragancia entrar en su nariz, viajar por su cuerpo, tan delicioso aquel aroma; luego, observó con sumo detenimiento la apariencia de aquella flor: sus pétalos eran de un rosáceo traslucido que se agitaban placenteramente con la oscilación del viento, poseía pequeñas grafías níveas al margen del tallo y se veía tan frágil y fácil de dañar que Harper se vio reflejada a sí misma en aquella flor.
—Eres tan, pero tan frágil que siento deseos de romperte, de hacerte mucho daño, bella flor —se le escuchó murmurar, prensando con violencia la delicada flor entre sus manos y destruyendo sus pétalos en cuestión de unos simples segundos—, quebrar tus pétalos hasta que te duela mucho, justo como las personas lo hacen conmigo.
Aquellos susurros hicieron un gran eco en su mente, permanecieron dando acrobacias ahí; a veces razonaba entre su locura lo desquiciada que estaba.
Harper arrojó los vestigios de flor al suelo y se encargó de volver a mirar por un momento lo que había causado: se identificaba tanto con aquella flor que sentía un repentino desprecio hacia esta.
Estaba llena de odio y desprecio por todo, especialmente por ella misma, tanto que eso le llenaba la mente de inclinaciones perturbadas y la obligaban a dañar cosas frágiles. Entre sus deseos más sinceros y profundos se encontraba, ocupando el primer asiento, el que alguien por fin viniese y acabara con su sufrimiento, ya fuese matándola o liberándola de allí, de esa cárcel, de ese hombre, de aquel monstruo. Solo que quería ser libre, morir, huir, solo ser libre, poder correr sin mirar atrás y aun sin dar la vuelta, saber que nadie la perseguía, que nadie nunca la atraparía.
La castaña se apartó de aquel sitio y retomó su caminata hasta que llegó al parque que frecuentaba visitar cuando tenía la dicha de salir.
Para su infortunio este estaba repleto de personas por dondequiera, por todos lados habían niños corriendo sin parar, gruñendo, mujeres conversando entre sí, carriolas que abrigaban a bebés recién nacidos que no cesaban, ni una fracción de efímero segundo, de llorar, hombres caminando, algunos acompañados y otros hacían su rumbo solitario; ruido, había tanto ruido que sus pensamientos e inseguridades estallaban, estar rodeada de muchas la llenaba de una ansiedad sofocante.
Detestaba estar rodeada de muchas personas, desde que su padre la había abusado de manera colectiva con esos hombres… la sangre que salía de su cuerpo, golpes, patadas, orina… todos esos recuerdos se acumulaban, se convertían en traumas y se exteriorizaban como inseguridades; detestaba la cercanía de muchas personas, se sentía asfixiada, corroída, observada, juzgada, abusada… sentía todo lo malo que a su mente podría llegar.
Casi corriendo de allí fue como ella se alejó y siguió caminando más adelante sin saber siquiera cuál era su paradero.
Tan solo sabía que quería irse a un lugar en donde pudiera estar sola y no hablaba de solo irse por aquel tiempo que su padre le había permitido, quería huir, joder, correr muy lejos.
A donde pudiera sentirse amada. Quería ser amada, vaya que quería conocer el dulce y suave amor, que tocara las puertas de su alma y la librara de aquella desagradable oscuridad que la asfixiaba cada segundo más, imploraba al cielo, pese a que era ignorante de religiones, encontrar un día el amor, aunque aquello no era un motivo para culparla, justo después de la felicidad, ¿ser amados no es una de las mayores obsesiones humanas?
Harper caminó por unos largos minutos, alejándose cada vez mas de su casa, quería llegar al lugar más solitario que existiese, aunque en aquel instante, burlándose de sí misma, pensó: «no puedo ir dentro de mí»; al final de su recorrido, terminó yendo a parar a un solitario parque del cual ignoraba existencia hasta aquel día.
El lugar estaba plenamente dotado de belleza, tanta que hacía iluminar su mirada, daba gusto tener la oportunidad de estar rodeado de tanta pura preciosura, y más cuando los seres humanos siempre terminaban destruyendo toda la belleza del mundo y manipulándola para su beneficio; los arbustos de aquel sitio mantenían un color verdoso sublime, era pequeño y acogedor.
Efímeramente, Harper se preguntó que quien regaría las plantas para evitar que se marchitasen, porque estas mantenían colores muy vivos y hermosos, pero aquella incógnita se desvaneció en segundos cuando su mente se saturó nuevamente de sus cotidianas preocupaciones.
La muchacha se adentró en el parque y tomó asiento en unos de los oxidados columpios que había en este, parecía ser un lugar bastante viejo, pese a todo estaba bien conservado; se removió de manera lenta y débil, tanto que parecía que era el aire y no ella quien le movía, peinó un mechón de su cabello que caía en cascadas, mientras sentía como las lágrimas, tan calientes y llenas del más intoxicante rencor, bajaban por su rostro de manera involuntaria.
En la soledad ella se permitía estar rota y llorar hasta cansarse, hasta romperse aún más, hasta que sus ojos no resistiesen y hasta que entre a lágrimas, tos y débiles esperanzas que se oscurecían rápidamente, el flamante dolor en su alma lograse encontrar un poco de apaciguo.
*****
El muchacho ya iba por la página doscientos cincuenta y cinco de aquel libro de psicología, se reprochaba a sí mismo por ello, había prometido a su madre leer aquel manual de «cortes y precisión», pero siempre, era casi siempre, sin buscar desperdiciar el sentido de aquella expresión, que se le olvidaba hacerlo.
Su atención se desviaba con increíble facilidad y era porque donde no estaba el corazón mucho menos estaría la mente.
Y era que, no quería ser cirujano, ni siquiera aprendía nada en aquellos talleres que lo preparaban para «su futuro». No le interesaba nada relacionado con la anatomía humana. Y repitiéndose, no aprendía nada y aquello no era por falta de inteligencia, de hecho, él era alguien bastante ágil mentalmente, pero se le podían hacer preguntas básicas y fundamentales a cerca de la anatomía humana y Keylan Wilson jamás lograría responderlas sin pensar un buen rato, pero vaya que aquello no ocurría cuando se trataba de la informática, amaba las computadoras, sus sistemas, amaba probarlos, todo aquello lo amaba y sus respuestas eran muy acertadas cuando se trataba de aquel tema, pero la única, y vaya que si fue la única vez, que le había comunicado a su madre que le gustaba la informática y computación y que detestaba con todo su pecho el que ella estuviese planeando para él ser cirujano, vaya que aquel día las discusiones volaban como las mismas aves, especialmente por su hermano, él con su hermano mayor, que siempre se creía en potestad para controlar las decisiones de Keylan, aquello simplemente sacaba lo peor del muchacho, su peor monstruo. ¿por qué todos querían decidir por él? ¿Por qué no podía seguir su propio rumbo de vida? ¡su propio ritmo! ¿por qué todos querían prepararlo, censurarlo y amoldarlo a una vida mediocre en el ámbito emocional?
Estaba exhausto mentalmente de que todos decidieran por él; debido a aquello, solo él y su amigo cercano, conocían el hecho de que Keylan planeaba escaparse de casa.
Amaba a su madre, después de todo, ¿cómo no hacerlo? pero se sentía completamente exhausto y enfermo de tantas comparaciones y algo también, muy relevante en las razones de su aun no muy bien planeada huida, era su hermano: muchas eran las veces en las que se había controlado a sí mismo para no masacrarlo a golpes y no se creía, ya exhausto de controlarse, capaz de hacerlo de nuevo.
Presentía que su furia dirigida hacia su hermano explotaría de la peor manera.
Escuchó un llamado tocando su puerta, indicándole que debía de salir a comer.
Escondió todos aquellos libros de psicología y empezó a alistarse, vistiéndose sencillamente con una franelilla blanca y unas bermudas color negro, una vez estando listo, movió sus pasos con destino hacia el piso de abajo al que llegó rápidamente, dándole a sus ojos la escena de su familia almorzando.
Su madre era tan hermosa a la vista, que él irónicamente siempre se preguntaba por qué no había heredado aquella belleza. Por otro lado, su hermano era tan desagradable, que él se preguntaba cómo era que podía soportar siquiera saber que ambos compartían apellido. Que ambos compartían sangre.
Sangre…
Sangre…
Sangre…
No dijo palabra alguna al momento en el que se destinó a salir de la casa a comprar unos accesorios que lo ayudarían a escapar de su casa.
—¿A dónde vas, Keylan? —inquirió la madre, colocando su cubierto sobre el plato de comida y fijando sus ojos bañados en expectación en su hijo—. ¿Por qué vistes de esa manera? ¿Cuántas veces te he dicho que dejes de vestirte de esa manera? ¡Cuantas! Keylan, ya no eres un niño, tienes que empezar a vestirte como un hombre de clase alta, como un futuro cirujano. Mi futuro cirujano.
—Si ya no soy un niño, deja de tratarte como uno —escupió, cortando las palabras de todos con un fuerte portazo y alejándose de su casa a un ritmo rápido.
Amaba a su madre, pero sentía que alejarse era lo único que podría hacer si buscaba poder algún día conseguir paz.
*****
El muchacho caminaba de manera veloz, daba pasos muy largos y tarareaba cualquier canción que recordase, tratando así, de disipar los pensamientos que atormentaban a su mente. Pensamientos violentos sin razón, llegaban como espasmos a él.
Aquel día se hallaba extrañamente más turbado que nunca, y solo cuando se encontraba asfixiado por lo que pensaba—muy seguido—, era que iba a aquel sitio, a aquel sublime parque solitario, apenas aves cantar podías escuchar en aquel lugar, solo él haciéndole el amor a su soledad, solo eso había.
Con aquel propósito, el de paz, dirigió su caminata a la dirección que traía en mente, esquivando a las personas y haciéndose de oídos sordos cuando era llamado, así fue hasta que finalmente llegó a aquel parque propiedad de su abuelo que este entre susurros le había confesado su existencia: «es un sitio mágico, Keylan, aquel parque lo compré, ahí fui buscando soledad y encontré al amor de mi vida, úsalo bien, te juro que es mágico aquel sitio», esas habían sido las palabras de ese viejo moribundo al cual Keylan apreciaba, y a pesar de su partida, seguiría apreciando mucho.
Antes de morir, el viejo había dado dos regalos a Keylan: aquel parque ya antes dicho y un brazalete de genuino oro, lo segundo se lo había dado con un mandato adjunto: «quiero que le des este brazalete, solo, únicamente al amor de tu vida, y no hablo de a la chica que te guste, a la chica del cual te guste su rostro, de la cual te guste su cuerpo, sus caderas agitándose, ni su voz, no, no hablo de amores carnales, hablo de a esa a la que acompañarías bajo la lluvia, aunque estuvieses hecho de fuego, a esa por la cual enfrentarías a una tijera aunque tu cuerpo sea de papel, a esa, al amor de tu vida, solo a ella le darás ese brazalete».
Perdido entre esos pensamientos, Keylan rápidamente llegó al parque el cual se hallaba, como de costumbre solitario, o eso pensó.
Pues, desde la distancia, allí en uno de los columpios logró divisar la figura de una muchacha cabizbaja, su piel era muy pálida y aun desde la lejanía se podía apreciar lo muy blanca que era su piel, su cabello castaño y largo cubría las facciones de su rostro en totalidad, caía como hermosas cascadas y sus piernas se mecían al compás del columpio, a una velocidad lenta y muerta.
Keylan miro una vez más la figura de la muchacha, esta no dejaba ver su rostro, pero... algo en ella era familiar… y le desesperaba a Keylan él no saber qué. Pensó en silbarle y llamar su atención, pero aquello sería no simplemente irreverente si no, también estúpido.
Fue acercándose lentamente, con el propósito de lograr ver las facciones de la chica, de saber quien era, pero esta no se movía.
Apenas un escaso movimiento hizo, echando a un lado su cabello castaño, desnudando un poco sus facciones y lo poco que Keylan vio de su rostro no fue suficiente para responder a sus incógnitas sedientas y saber si aquella familiaridad que su cabeza gritaba sentir, eran solo estupideces de él.
Ya cansado de tratar, sin resultados, de ver el rostro de aquella chica desde la distancia, decidió acercarse a ella, saber quien era y terminar de una vez por todas con aquel dilema estúpido que había construido en su mente, se estaba ahogando en un vaso de agua. Simplemente, si quería saber quien era, podría ir allí y averiguarlo, en lugar de espiarla desde la distancia como un enfermo demente, y así fue como lo hizo.
Caminó en dirección a la muchacha, a pasos ruidosos, no buscando esconder en absoluto su presencia.
La muchacha sintió aquellos movimientos y alzó su rostro.
Los oscuros ojos de Harper hicieron contactos con los de Keylan.
Y ahí empezó todo…