Capítulo 2.
De los ojos de Harper brotaban con ímpetu gruesas lágrimas.
Su rostro permanecía irreconocible a causa de la inflamación, los golpes lo habían inflamado a tal grado, soltaba jadeos de dolor que eran amortiguados por los demás sonidos que la ceñían y la hacían sentir cada segundo más cercana a la sensación de locura. Con toda su voluntad, intentaba no desmayarse ante los golpes y embestidas que se impactaban contra su cuerpo. Penetración tras penetración perdía la fuerza.
Sus extremidades estaban atadas con un grueso trozo de soga sucia y su piel estaba empezando a lastimarse al punto de sangrar debido a la presión ejercida. Tenía una media sucia entre la boca que el mismo hombre le había colocado, silenciando sus gritos, callando como siempre su dolor. Haciéndole tragar su miseria, su angustia.
Harper cerró sus ojos, los cerraba muy seguido, tratando de ir a su lugar feliz, lejos de allí, a un lugar en donde los golpes se convirtieran en caricias y los gritos en poesía, sí, a su lugar feliz, pero ¿acaso tenía ella uno? ¿Un mísero recuerdo feliz acaso tenía? Lo dudaba. Lo más cercano a la felicidad que había alguna vez conocido era cuando sus genitales y extremidades no estallaban del dolor.
Comprimió sus ojos con fuerza y en su mente empezó el lento tarareo de una canción de cuna, ni siquiera sabía en donde la había escuchado, solo supo que empezó a cantarla, en aquel momento desearía que su madre estuviese allí para cantársela al oído y murmurarle que el dolor no duraría más.
«En el sendero del triste hospicio alguien cantaba con suave voz, a tierna frase de muchachita, que al niño arrulla con dulce amor
Arrorró mi niño, arrorró mi Sol, soy tu madrecita, perdón por dejarte consumir en hambre y dolor, tu padre fue malo y te abandonó, quizá vuelva un día, pero sin amor, arrorró mi niño, arrorró mi sol, muerta de pena, muerta de dolor, no llores más, por favor no sueltes ningún otro clamor
En el sendero del triste hospicio, alguien cantaba con suave voz, a tierna frase de muchachita, que al niño arrulla con dulce amor
Arrorró mi niño, arrorró mi Sol, soy tu madrecita, perdón por dejarte consumir en hambre y dolor, tu padre fue malo y te abandonó, quizá vuelva un día, pero sin amor, arrorró mi niño, arrorró mi sol, muerta de pena, muerta de dolor, no llores más, por favor no sueltes ningún otro clamor».
En momentos de miseria, deseaba tener una madre a su lado. Alguien que le dijera que después de la lluvia, salía un precioso sol.
—No cierres los ojos, pequeña puta —escuchó el gemido del hombre que desde hace minutos su cuerpo había estado profanando. Éste le dio una estocada todavía más fuerte causando que un estrepitoso alarido de dolor por parte de Harper resonara, viéndola retorcerse, continuó meneando sus caderas tan fuerte que todo sonido parecía haberse sustituido por alaridos que imploraban clemencia—. Eso... grita... siénteme... vamos, ¡vamos! —empezó a moverse con mucha más rapidez. Harper empezó a chillar todavía más, sus gritos brotaban altos pese a que estaban bajo aquella media sucia.
Harper negó con su cabeza siendo corroída por las náuseas que luchaban por salir. El hombre entró en Harper todavía más profundo; las lágrimas cubrían las mejillas de la muchacha como una segunda piel, su rostro era por completo rojo, el dibujo de la miseria, sus labios estaban rotos y ásperos, su espalda llena de heridas que ardían al mínimo contacto, recordar quien había causado esas heridas era todavía más cruel que sentir como su violador las apretaba con intención de lastimarla todavía más.
Una bofetada fue a parar en el rostro delicado de la muchacha, sus piernas fueron más abiertas, y las caderas del hombre se movieron con más violencia, Harper arqueó su espalda con espasmo, no lo soportaba, no lo soportaba un segundo más. Empezó a jadear desesperadamente, su pecho era aplastado contra la cama, dificultándole la respiración. Sus glúteos eran golpeados con puños, sus areolas estaban rojas y su rostro lleno de heridas que dudaba que el maquillaje pudiese disimular.
Quiso chillar el dolor que sentía, pero sus gritos quedaron enterrados, muertos entre sus labios y aquel trozo de tela que los asesinaba cada segundo que intentaban correr y estallar con impulso. Más de media hora siendo abusada de manera violenta. Su intimidad era maltratada, pero a él no podía importarle menos, la destrozaría solo por satisfacer sus deseos carnales y no dejaría de hacerlo hasta sentirse completamente satisfecho. Para eso había pagado, para lastimarla había pagado. Tan miserable se volvía el hombre por conseguir placer.
«¿Acaso piensa matarme ésta vez? Estoy sangrando, estoy muy segura de estar sangrando» susurraba Harper para sí misma ya no pudiendo resistir más, estaba empezando a parpadear lentamente, estaba a punto de perder el conocimiento, empezaba a volverse difuso, impreciso, borroso todo lo que la rodeaba, parpadeaba con fuerza, buscando así mantenerse despierta, él la sostenía fuerte por el cabello y la jalaba hacía atrás mientras la embestía, ella movía su rostro de lado a lado, sudor se deslizaba por su frente, por sus mejillas, lagrimas salían de sus ojos sin ella ni siquiera hacer el esfuerzo de soltarlas, trataba realmente de mantenerse consciente, pero no lo logró, él le había dado dos golpizas antes de abusarle, estaba deshidratada y aquel día la había obligado a consumir bebidas alcohólicas en ayunas, de hecho, no le había permitido comer nada en el día, todo eso poco a poco fue consumiendo su fuerza para mantenerse despierta, hasta que finalmente fue consumida por la envolvente y gélida negrura del desmayo.
Pero poco duró aquel desmayo, poco permaneció sumergida en aquella paz tan fugaz, cuando ella nuevamente abrió sus ojos, se hallaba en el mismo lugar, en la misma situación; ¿cuánto tiempo había transcurrido? ¿Cinco? ¿Diez minutos? ¿Tal vez quince? Como mucho quince. No lo sabía, solo sabía que su infierno aún no había acabado cuando intentó recomponerse y sintió una fuerte estocada que la sometió, seguía allí, atada de manos y pies, aun siendo abusada.
Su estómago gruñía como una bestia feroz amordazada, la oscuridad envolvía todo su mirar, todo a su alrededor era oscuro. Aquello la hizo darse cuenta de que no se encontraba en la misma habitación en la que se desmayó. En ese instante deseó que su olfato se volviera invalido; a su alrededor olía a heces, a orina, a carne podrida, el pútrido olor parecía aglutinado a todo el sitio, incluso a ella misma. La temperatura era más fría que como la recordaba. Le tomó unos cuantos minutos de meditación darse cuenta de que se encontraba en el sótano, ¿por qué?
Intentó girar su cabeza, intentaba ver el rostro de quien la abusaba, apenas lo consiguió, sus pupilas se volvieron brillosas a causa de las lágrimas que amenazaban con salir de éstas; no era el mismo hombre que su padre le indicó hace un rato, en el corazón de Harper se creó un nudo, un nudo del más puro dolor, de la miseria más horrenda. No comprendía que pasaba, y las constantes embestidas, jalones de cabellos y mordidas tampoco le permitían saberlo. Lo único razonable que llegó a su mente era que su padre había traído a otro hombre. Se permitió lanzar un sollozo, esperando que eso no molestara a su violador.
Recordaba con claridad lo que su padre le decía cada vez que la vendía a un sujeto: «Lo complacerás quejándote lo menos posible, mientras más quejas de tu parte, menos dinero recibiré y menos comida tu estomago probará, así que es mejor que seas prudente y pienses antes de actuar. Ni se te ocurra repetir lo de la otra semana, porque sabes que no te irá nada bien, sabes las consecuencias. Hoy solo será un hombre que vendrá, supongo», habían sido las exactas palabras de su padre, quien vendía el cuerpo de su hija por dinero. Desde hace tiempo lo había estado haciendo.
Ella mordió su boca cuando el hombre la sujetó del cuello y la sentó sobre él. Harper recordaba a que se refería su padre cuando le hablaba de consecuencias; la semana pasada a aquella, un hombre había dejado a Harper tan ensangrentada y adolorida que ella, en un desesperado intento había planeado su huida de aquella casa, cosa que falló de la manera más horrible. El plan no tuvo siquiera oportunidad de florecer, pues su padre la había descubierto, la había golpeado, puesto de rodillas y azotado hasta la piel desprender, para luego encerrarla en el sótano oscuro por casi una semana completa. En aquel sótano, la única compañía de Harper, eran las ratas y los olores fétidos. Al hombre no le importó que tan herida estuviera su propia hija, como un costal de papas la tomó y la arrojó al duro suelo del sótano.
Apenas la alimentó en aquella semana, y llegó un punto en el que ella creía que moriría de sed encerrada allí. En las noches, solitarias y agónicas, ella escuchaba gemidos de su padre, y chillidos femeniles arriba, pero jamás supo a quién pertenecía aquella voz. Los días eran muy tristes encerrada allí, no tenía con que arroparse del frio, no tenía que comer, sus heridas infectadas ardían, sus labios secos se rompían, sus ojos lágrimas dejaban caer y poco a poco, no tenía un por qué para seguir viviendo.
Una fuerte palmada en el rostro sacó a Harper de su pequeño ensimismamiento.
Su cabeza se hundió en el colchón viejo y maloliente, así pasaron unos diez minutos de sufrimiento hasta que sintió como él la dejaba libre. Ella estaba totalmente desnuda, arrojada boca abajo en aquella pequeña cama, sintió como esas manos gruesas y húmedas de sudor acariciaban sus muslos, acariciaron su área intima herida, luego aquellas manos empezaron a desatarla.
Cuando por fin sintió que aquel nudo de sus manos y sus pies se iba, lo primero que hizo fue cubrir su cuerpo con una pequeña sabana rota, se hizo un ovillo sobre la cama, mientras escuchaba como aquel hombre se vestía.
Su madre era una alcohólica que la golpeaba hasta el cansancio, la maldecía y le deseaba la muerte cada día y cada noche por eso, pero mil y un veces prefería sentir el impacto de un golpe a que aquel hombre todos los días, vendiera su cuerpo a desconocidos que abusaban de ella por horas, de las maneras más sádicas, de las maneras más miserables, aquella tarde, aquel hombre la había hecho sangrar y no precisamente porque esa fuese su primera vez.
Con sus enormes ojos, Harper observó a su violador sin que éste se diera cuenta de ello. De arriba hacia abajo lo repasó; ojos oscuros, cabello de la misma forma, piel cubierta de acné a pesar de que era un hombre adulto, una gran barriga le colgaba como queriendo deslizarse cada vez hacia abajo, y un bigote rizado ocultaba algunos márgenes de su rostro. era de estatura bastante pequeña, Harper era incluso más alta que aquel sujeto, y aquella era una comparación que podría considerarse humillante tomando en cuenta lo pequeña de estatura que Harper era.
Su violador sacó un par de billetes y los dejó sobre la cama, retirándose no sin antes sujetar a la muchacha del cuello e introducir toda su lengua en la boca de ésta. Harper tuvo el impulso de alejarse, pero no lo consiguió, el sujeto la tomó por el cuello con todavía más fuerza, sintiendo el desnudo pecho de la muchacha, succionando su lengua y mordiéndola, lamiendo sus dientes y pegando su cuerpo todavía más. El aliento de aquel hombre olía a tabaco, un sabor desagradable que volvía vomito por dentro a la muchacha quien todavía no conseguía alejarse de su violador. Solo transcurridos unos tres minutos del beso, fue cuando el sujeto la soltó mordiéndole el labio.
Harper cayó sobre la cama, recobrando el aire que le había sacado y a la vez permitiendo que las lágrimas volvieran a salir por sus ojos.
Odiaba su debilidad.
Ella se consideraba debilidad.
Por eso se odiaba a sí misma.
El vomitó escaló con velocidad por su interior, haciendo a la desnuda muchacha correr hacia una esquina del sótano y ahí vomitar mientras al mismo tiempo lloraba. Cuando terminó, se sujetó de la pared y se limpió la boca con sus propias manos, pues ni siquiera tenía agua para hacerlo. Volvió cojeando en dirección a la cama vieja en donde la habían estado abusando, llegada allí, observó a su padre contar el dinero que el cliente había dejado.
Ella lo miró, justo como se mira a un monstruo. Más de una vez había simplemente querido preguntarle a aquel hombre como era capaz de prostituir a su propia hija. ¿Cómo tenía el suficiente corazón como para escucharla implorar a sus violadores que se detuviesen y tan solo darle la espalda?
¿Quién le da la espalda a su propia sangre?
Su padre.
Y próximamente ella.
—Ven, vístete y sube, más tarde bajas a limpiar ese maldito vomito, te he dicho lo mucho que odio eso —le indicó su padre. No parecía inmutarse de ninguna manera de lo herida que habían dejado a la muchacha, tenía marcas en su cuello y sangre deslizándose de sus piernas desnudas, el hombre la veía, pero ni una sola palabra decía. De todas formas, ella no esperaba una reacción, ¿por qué esperar algo de una persona que jamás te ha dado nada?
—¿P-Por q-que estoy aq-qui ab-bajo? Recuerdo... recuerdo estar...
—Te desmayaste —la interrumpió su padre—. Así terminaste aquí.
—S-Si, p-pero...
—Te desmayaste cuando el cliente estaba terminando. Y sin esperarlo, llegó otro nuevo. Y la cama ya estaba muy manchada, así que decidí que aquí abajo sería mejor. No esperaba que despertaras. No ahora.
Ella permaneció unos segundos en silencio. Procesando las frías palabras de su padre.
—Debes de prepararte para mañana.
—Me d-duele mucho... no... n-no creo que p-pueda continuar con esto, papá... est-toy s-sangrando... y... y-yo... p-podría b-buscar otra manera de conseguir d-dinero... u-un t-trabajo...
El hombre no dijo nada, pero le dedicó una mirada que silenció a Harper de golpe. La muchacha tragó saliva y decidió hacer lo que aquellos ojos déspotas le indicaban, había sido violada por dos hombres en menos de una hora, no quería ahora ser golpeada hasta que todo se volviera negro. Lo mejor era callarse, callar lo que quería gritar, callar lo que por dentro la quemaba.
—Sube cuando te cubras —le indicó el hombre estirando sus dedos. Y dándole la espalda.
Lo detestaba, vaya que Harper lo detestaba, lo detestaba con todo su espíritu, con toda su alma, deseaba ver como su piel era arrancada, y como su alma ardía en agonía, si tan solo tuviera la suficiente valentía como para asesinarlo, todo sería mejor, pero no. Ella no tenía el valor ni siquiera para huir de las garras de aquel enfermo repulsivo. Podría matarlo mientras dormía, siempre pensaba en ello, pero no tenía el suficiente valor para hacerlo. Siempre el miedo la detenía. Siempre el miedo era la peor barrera en todas las situaciones. El miedo la limitaba, la esclavizaba a aquel infierno.
Un infierno del cual debía de huir antes de que fuera demasiado tarde.