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CAPITULO 4 (parte 1)

UN ANILLO, UNA PESADILLA

La rutina diaria cambió desde que Thaly comenzó a trabajar, después de la depresión era ella quien se encargaba de Samantha por completo, se esforzaba por recuperar el tiempo perdido y muy lentamente fue permitiendo que Elia y Enrique colaboraran de nuevo con esa responsabilidad.

La cena era la única comida donde se podían sentar todos juntos a la mesa y la aprovechaban para contarse el avance de sus días; Thaly comentaba sobre su trabajo y las cosas locas que aparecían en el correo, Samantha narraba sobre lo que estudiaba y las asignaciones que tenía pendientes y los abuelos hacían uno que otro comentario sobre las diligencias o las ultimas noticias de La Asamblea, todas siempre incomprensibles para Samantha.

En esa rutina transcurrieron ocho años desde la primera vez que Thaly y Samantha llegaron a la casa Adams a colmarla las risas. Samantha no podía quejarse por el cambio que había dado su vida pues había sido para mejor, no extrañaba a su papá, aunque en ciertas fechas especiales no podía evitar preguntarse por su paradero. Para Thaly su recuerdo era otra cosa, aunque nunca más volvió a caer en la depresión, ciertas fechas eran días tristes para ella por lo que solía desaparecer sin dar explicaciones, algo que con el tiempo también aprendieron a respetarle.

Samantha ahora tenía quince años y estaba muy cerca de cumplir los dieciséis. La adultez que siempre evidenció dejó de resultar extraña como cuando estaba pequeña. Con cada año que pasaba se parecía más a su mamá y eso la llenaba de orgullo.

La relación familiar era amena, salvo algunas discusiones entre Thaly y sus papás por cosas que ellos determinaban «sin importancia». Había una rutina establecida para todo, incluyendo esas discusiones. No eran ni siquiera cercanas a lo que habían sido las discusiones entre sus padres, sin embargo no podía evitar que le afectaran, por esa razón, después de ver, escuchar o presenciar alguna de esas disputas, Samantha comenzaba otra vez con las pesadillas y volvía a caer enferma por algunos días.

Pero Samantha no despreciaba esa rutina, era parte de un ciclo normal del que ya no sabía prescindir debido a sus «peculiaridades», como denominaba Enrique a esos rasgos obsesivo-compulsivos. Sin embargo la historia en su colegio era distinta, menos armónica y más solitaria. Nunca había contado a su familia los detalles de su día a día en el colegio, de sus compañeros de clase, ni siquiera de sus profesores.

Como nunca había aprendido a fingir, se volvió experta en esquivar las preguntas. Pero en la soledad de su cuarto, o en el jardín de su abuela, la realidad golpeaba a Samantha sin piedad: no tenía amigos.

Para su edad, seguía siendo pequeña de estatura y con unos kilitos de más, y eso estimulaba la crueldad de sus compañeros de colegio. Solía ser víctima de rechazos y exageraciones sobre su apariencia física, pero luchó para que eso no la perturbara, usaba una gran concentración y dosis inmensas de paciencia y tolerancia, lo que le trajo como consecuencia una gran madurez y fortaleza. Aunque pudiera ignorar todos los malos chistes que hacían sobre ella, tenía un punto débil que lastimaba su corazón y ese era el tema de la soledad. Eso no lo podía esconder porque día a día caminaba sola por los pasillos de su colegio, mientras algunos le susurraban e incluso gritaban cosas al pasar.

***

Sus dieciséis años comenzaron como todos los cumpleaños desde que estaba con sus abuelos: la familia irrumpiendo en la habitación con un inmenso desayuno y un muffin de arándanos con una pequeña vela al compás de las mañanitas del rey David. El día continúo con más comida y era imposible decirle que no a la abuela Elia. Este día fue su mamá y no su abuelo quien la llevó al colegio.

—Escucha Sami, sé que han pasado ocho años desde la última vez que hablaste con tu papá, pero estoy segura que el querría felicitarte en tu cumpleaños, quizás deberías llamarle y…

—No mamá —interrumpió Samantha—. No tengo nada que decirle este año, como no tuve nada que decirle los años pasados, ni en navidad, ni en su cumpleaños, ni en el día del padre. Y con seguridad él tampoco tiene nada que decirme, si fuese así ¿por qué no me llama él?

—Sami… —le llamó con una voz particular— He querido preguntarte algo —dando un largo suspiro continuó—, he notado que tú sueles presentarte como Samantha…

— Sí, Samantha Adams y no Séllica —ventiló con mucha naturalidad, como si hubiese estado esperado la pregunta desde la primera vez que lo hizo y ya supiera de memoria la respuesta.

— ¿Por qué lo haces Sami? —preguntó con ternura y preocupación.

—Cuando vivíamos con Dilas, poco antes de mudarnos, ya no me sentía bienvenida por él y en casa de los abuelos siempre he sentido que pertenezco. Soy más una Adams que una Séllica, además él no quiere una hija —agregó con amargura y mirando a su mamá de reojo—, no veo por qué yo deba serlo.

—Mejor cambiemos el tema, no quiero que estes molesta el día de tu cumpleaños. Estaba pensando que los dieciséis años son importantes y ya que no quisiste ninguna fiesta o como lo llamaste «bodorrio adelantado», ¿qué te parece si por lo menos brindamos esta noche con una rica champaña? —le propuso con una mirada cómplice.

En realidad Thaly había cambiado de tema porque si quería de verdad arreglar la situación entre padre e hija, debía empezar a explicarle muchas cosas, y eran a las recriminaciones que vendrían despues para lo que no estaba aún lista.

—Eso suena excelente —afirmó Samantha al cabo de un momento, con una sonrisa complaciente—, quiero decir que no quiero nada grande, pero es muy seguro que mis abuelos lo ignorarán por completo

En la noche la casa estaba decorada con globos de colores en cada rincón, incluyendo esos ángulos extraños que su abuelo había dejado cuando construía. Sobre la mesa del comedor se mecía una pancarta de cumpleaños y toda la familia Adams esperaba ataviada con los gorros puntiagudos de cumpleaños. A Samantha le hicieron ponerse una pequeña tiara con plumas rosa que combinaba con el vestido que su mamá le había regalado. Compraron una botella de champaña que, a juzgar por la reverencia que le profesaban, debió costarle a Enrique poco más de una fortuna. Elia también se había destacado en esta oportunidad y le preparó una torta de dos pisos.

Después de la cena, el brindis, cantar cumpleaños feliz, comer la torta y volver a brindar, llegó el momento de los regalos. Sus abuelos le regalaron una colección de libros que sabían que ella tenía tiempo buscando en todas las librerías y su mamá le regaló un juego de pinturas que incluía carboncillos, colores, pinturas al frio, pinceles y demás. Los abuelos se terminaron la botella y bailaron bastante animados en la cocina achispados por el alcohol, incluso Samantha se atrevió a dejar que Enrique le diera un par de vueltas entre risas y aplausos. Por último bailó el vals con su mamá después que esta le insistiera con los ojos inundados de lágrimas.

La fiesta terminó cuando Enrique dio una vuelta y plantó de lleno la mano en el costado de la torta. Mientras Elia intentaba reparar la situación y Enrique lamía los restos de crema de su mano, su mamá anunció que era hora de dormir. Entonces justo cuando Thaly salió de la sala su abuelo le hizo una seña a Samantha para que lo siguiera a la sala.

—Te tengo otro regalo —dijo apenado entre sonrisas.

—No tenías por qué hacerlo abuelo —respondió Samantha con sus mejillas acaloradas—, de seguro ya han gastado demasiado en toda esta fiesta…

—Claro que sí mi niña, tenía que hacerlo—dijo interrumpiéndola.

Enrique le tendió una pequeña cajita rosada, adornada con un gran lazo verde hechos a mano por él mismo.

—Oh abuelo, gracias —Samantha abrazó fuerte a Enrique sin importarle lo que había en la caja.

El solo pensar en su abuelo buscando un regalo exclusivo para ella, armando una caja y anudando el lazo, siempre con ella en mente, era mejor regalo que cualquier cosa en el mundo.

Se sentaron juntos en el mueble y Samantha abrió la caja bajo la atenta y ansiosa mirada de su abuelo. Soltó un pequeño grito de emoción cuando vio que era un delicado anillo hecho con oro blanco envejecido que amarraba en lo alto una piedra rosa ovalada. El detalle del oro era exquisito, dibujaba a cada lado de la piedra unas pequeñas flores de cuatro pétalos con finas líneas curvadas que asemejaban las hojas y el tallo.

—Es un cuarzo, en cuanto lo vi me recordó a ti —le explicaba Enrique feliz de la reacción de su nieta.

—Es precioso abuelo —decía Samantha sin despegar la vista de la piedra.

El cuarzo iluminó sus ojos y sintió como se perdía dentro de la profundidad del anillo en un mar rosa que la llamaba a gritos. Despertó del limbo en que había caído e intentó colocarse el anillo, pero su abuelo la detuvo tomando sus manos con las de él.

—Todo el que te regale una gema debe colocártela él mismo —tomó el anillo y comenzó a colocárselo a Samantha en el dedo del medio—. Eso refuerza el poder de la gema y cierra el ritual del regalo, nunca lo olvides Samantha.

Su abuelo jamás la llamaba Samantha, pero esa no fue la única razón por la que esa frase quedó grabada en su mente. Ella tenía claro que las piedras tenían propiedades y algunas culturas atribuían incluso propiedades curativas, poderes que determinaban cambios de humor e incluso eventos. Pero fue el uso de la palabra gema lo que se quedó con ella, su abuelo no era de hablar palabras con floritura, estaba sentada frente a un hombre que le gustaba llamar las cosas por su nombre así sonasen ordinarias o groseras, sin embargo no le hizo comentarios para no arruinar el momento, asintió con una sonrisa y siguió contemplando el anillo en su mano.

—Se hace tarde y debes acostarte a dormir —concluyó Enrique, dándole un beso en los nudillos y correspondiendo un abrazo de agradecimiento.

Samantha se quedó unos minutos a solas en la sala contemplando su anillo. La luz se reflejaba en la piedra y la hacía brillar desde su interior creando una multiplicidad de tonalidades rosadas. Su mano ahora lucía delicada y era tal el brillo de la piedra que su piel relucía. Como saliendo de un trance multicolor se fue hasta su casa, directo a la cama. Se quedó dormida con una sonrisa en su rostro. ¿Quién necesitaba amigos cuando se tenía una familia así?

Esa noche de cumpleaños las pesadillas le dieron una nueva visita. Nunca se habían ido por completo, siempre regresaban y al día siguiente la dejaban tan abatida que era imposible levantarse de la cama por cansancio y la esa debilidad la hacía enfermar.

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