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Capítulo tres

—Ay, me haces daño, para para... —dijo, aunque sus caderas se movían más y más, rotando, empujando y reculando, desmintiendo sus palabras, hasta que con un berrido ahogado se apoyó contra el lavabo sacudiéndose convulsivamente.

La verdad es que yo tampoco podía aguantar mucho tiempo más; demasiada abstinencia, ya llevaba tres días sin haberme cogido a una buena nalga y por eso estaba que los tiraba casi en seco, así que mi abstinencia provocaba que no pudiera aguantar demasiado con aquella sabrosa limada, y sin más preámbulos me vine dentro de su culo.

Cuando se la saque, ella se quedó estática, sin moverse; mientras yo me lavaba la verga, fue poco a poco volviendo a la realidad; su pelo rubio estaba desordenado, sus pechos por encima de las copas de sus sostenes se apoyaban en el lavabo, su chaqueta, su camisa y el lazo estaban en el suelo, con sus pantaletas, la falda arrebujada sobre sus caderas, sus medias bajadas y sus nalgas rojas por el rozamiento y mojadas por el sudor y los orgasmos.

Se dio la vuelta, con la mirada todavía errática, y se arrodilló ante mí introduciéndose de golpe mi pene en su boca, chupando como si en ello le fuera la vida; enseguida logró que me pusiera otra vez en forma, me empujó y sentado como quedé en el retrete se acaballó encima de mí abriendo las piernas y abrazándome con ellas, evidentemente quería acabar rápido, así que se introdujo ella misma mi pene mientras empezaba a moverse con un ritmo propio de una buena bailarina de twerking, haciéndome gozar al extremo.

En unos cinco minutos acabamos, esta vez fue rápido y directo, sin preámbulos ni florituras, me vine dentro de ella, mientras se dilataban las aletas de su nariz y repetía sin parar:

—Mía, mía, mía… —la verdad no entendí mucho, tampoco importaba ¿verdad?

Los dos nos aseamos un poco, al menos yo que volví a lavarme la verga, ya eran las cuatro de la madrugada, y pronto amanecería por completo, debía regresar a mi asiento, la mayor parte del pasaje dormía y la azafata cambiaría el turno en cinco minutos.

Me dio una tarjeta con su dirección y su celular para que la llamara en la “gran manzana”, como es conocida la ciudad de Nueva York, y le contesté educadamente que, desde luego, aunque lo más seguro era que jamás la volvería a ver.

Mi compañera de asiento, una agradable viejecita, dormía plácidamente cuando yo llegué, para ella yo era un apuesto y educado joven, aunque algo formal para los tiempos que corren, me había dicho, y me había sugerido hacer deporte al aire libre para que me diese el sol. Sonreí.

Por fortuna llovía al llegar a la ciudad, sabes que me gusta más la lluvia que el sol, mientras esperaba a pasar por la aduana y luego por mi equipaje, repasé mentalmente los planes que tenía para realizar y concretar lo que me proponía.

Marco, había sido mi mejor amigo muchos años atrás, él era mayor que yo por un poco más de quince años, aunque me hizo su amigo y confidente, y a su lado aprendí muchas cosas.

Lo malo era que, el pobre pendejo, estaba enamorado hasta las chanclas, de una putilla llamada Mirna, la más sensual y seductora de toda la universidad, no había un solo buey que no quisiera salir con ella, cogérsela, ya era todo un triunfo.

Mi amigo, era delicado, un artista, y con tan solo treinta años había revolucionado el mundillo del arte por su gran talento, aunque yo no compartiera sus gustos por el arte, me gustaba verlo pintar y plasmar toda esa gran creatividad que tenía.

Mirna, contaba solo con veinte años, y era una auténtica belleza, alta, delgada, con un cuerpo perfecto, y aunque sensual, no era exuberante, y tenía esa belleza que hace que los años no solo te perdonen, sino que sean tus aliados.

Aunque distante, tenía un aura que hacía que todos los hombres se fijasen en ella, cosa que le valió para lograr una oportunidad como modelo, para alborozo de Marco, y preocupación mía pues varias veces la vi de manera coqueta y provocativa con otros bueyes, lo que me hacía pensar que no era todo lo legal que parecía con Marco-.

Yo me encontraba de vacaciones en Nueva York, en la casa de una de mis tías, y desde mi llegada, Marco, al ser vecino de mi tía, se hizo mi amigo, lo cual me agradó ya que, al ser el mayor que yo, podía hablarme de cosas que yo aún no conocía.

Mirna, al visitar con frecuencia a Marco, me conocía de vista, y aunque trataba de ser amable conmigo, no podía ocultar que no le caía bien, tal vez por ser muy chico, o tal vez por no ser persona pudiente, aunque lo más seguro era que, no me tragaba porque yo si me daba cuenta de lo falsa e hipócrita que era, aunque no se lo había dicho a Marco.

Los dos meses y medio que estuve conviviendo con él, bastaron para que nos hiciéramos buenos amigos, y hubiéramos seguido, sólo que, tenía que regresar a seguir con mis estudios y tuve que despedirme de Marco y de Mirna, aunque prometiéndole a mi amigo, que nos seguiríamos escribiendo por mail, o tal vez, hablarle por celular. Y de esa manera seguiríamos en contacto, y como viejos amigos prometimos vernos en las siguientes vacaciones.

Por una o por otra razón, no hubo chance de que yo regresara a Nueva York, entre mis estudios, los planes de mi madre para irnos de vacaciones a algún lado y el salir con los amigos, ya no pude volver a verlos, y así pasaron algunos años en los que no los vi.

Aunque me llegaron noticias de ellos, muy desoladoras, Mirna, cada vez alternaba más con la alta sociedad, mientras Marco, olvidado y marginado por ella, empezaba una cuesta abajo con drogas y alcohol para olvidar sus desplantes y sus indiferencias.

Lo peor vino cuando Mirna, le dijo, sin previo aviso, por celular, ya ni siquiera se presentó para hablarlo de frente, que se iba a casar con John Carr, millonario, hombre de negocios y de buena familia, incluso tenía un título auténtico, aunque de no mucho relumbrón.

Marco, no lo resistió, había perdido, para siempre, a la mujer que amaba y tras mandarme una carta desesperada y llena de lamentos, se suicidó arrojándose desde el piso cuarenta y cinco de un edificio, donde Mirna, daba su fiesta de compromiso ante la mejor sociedad, de la ciudad en donde se sentía como una reina.

Horas antes, Mirna, se había reído en su cara, de su vano intento de recuperarla, despreciándole en público, y aquello fue demasiado para el pobre Marco.

Sólo que, ahora, esa infeliz iba a pagar por aquello y yo me lo cobraría, yo sería el instrumento de venganza de esa cruel y despiadada mujer que no le importaba nadie sino ella.

Ya era mi turno en la aduana, el agente examinó rutinariamente mi pasaporte.

—¿Motivo de su visita? —me preguntó

—Turismo —le indiqué

Pasó lentamente las hojas comprobando venía de México, aunque con suspicacia por mis gafas de sol en un día de lluvia. Mi suéter de cuello subido y mis guantes de piel no contribuían a tranquilizarlo, por el contrario, el saber de dónde venía le daba mil motivos para dudar de mí.

—¿Algo que declarar? —insistió viéndome fijamente

—No, nada —respondí con sinceridad

—¿Puede abrir las maletas, por favor? —me dijo sin dejar de observarme

—Claro, no hay problema —dije con un suspiro.

Abrí mis maletas donde además de la escasa ropa, ya que pensaba comprarme más.

No hubo ningún problema en pasar por la aduana, así que recogí mi equipaje y salí del aeropuerto, un taxi me llevó hasta la antigua casa de mis tíos, los cuales estaban de vacaciones en alguna playa de Miami, una pareja de ancianos la cuidaban y la mantenían en orden, ellos me conocían y no tuve problemas para instalarme, me dieron algo de comer y me preparé para mis próximos movimientos, tenía que ser muy astuto y certero.

La casa de Mirna, era enorme, la llamaban la casa de las rosas, ya que en su extenso jardín había varios de estos rosales bastante antiguos. La propiedad era de su marido.

Alquilé un departamento enfrente y anoté cuidadosamente las entradas y salidas de la gente en la casa, al mismo tiempo, hice mis investigaciones sobre el marido y la propia Mirna.

El servicio de su casa descansaba los jueves, John prácticamente no comía nunca en casa, y frecuentemente estaba de viajes de negocios, había una cocinera, un chófer-mayordomo y dos jardineros que también hacían las veces de operarios de la finca. También había una criada.

Tenían una hija, Sofía, de dieciocho años, estaba embarazada al casarse, cuando abandonó a Marco, la muy desgraciada, la hija estudiaba la universidad, aunque estaba de vacaciones.

Mirna, había cambiado, aunque para mejor; tenía el pelo más claro, y sus treinta y seis años la habían convertido en una de las reinas de la sociedad elitista en la que se movía.

Todos los días iba al gimnasio por la mañana, de compras al salir, y regresaba a casa sobre las dos y media de la tarde. Seguía delgada, con su cuerpo bien diseñado, de medidas perfectas, años de modelado en el gimnasio la hacían tener una carne firme como una roca.

Decidí abordarla al salir del gimnasio, no podía fallar nada ya que conocía su horario a la perfección y sus movimientos al pie de la letra.

Al día siguiente, entré en el exclusivo gimnasio para preguntar cómo hacerme socio a la vez que ella salía. Su hija iba con ella; de repente Mirna, casi choca conmigo al doblar uno de los pasillos de la entrada, respingó evidentemente recordando otros tiempos, aunque con rapidez la confundí al exclamar con mi mejor acento latino:

—Oh, discúlpeme hermosa dama, lo siento. —dije sonriendo con amabilidad y pena.

Su razón se impuso, evidentemente no podía ser yo, sobre todo porque me recordaba como un pinche adolescente pendejo y como sabes, yo ya había cambiado mucho, había embarnecido y vestía mejor, no obstante, el parecido la turbaba y la confundía de manera notable.

Quien no parecía nada turbada era Sofía, enfundada en unas mallas grises y un body rosa de gimnasia no me quitaba ojo de encima, estudiándome por una parte y sintiéndose atraída.

En realidad, era digna hija de su madre, el pelo rubio oscuro, liso, recogido en una cola de caballo, la cara excitada por el ejercicio y la proximidad de alguien desconocido y apetecible, sus senos grandes y bien redondeados, se adivinaban firmes como rocas, y su sabroso y carnoso culo en aquellas caderas anchas, eran toda una delicia.

Parecía anonadada, al parecer, le había gustado más de lo que ella misma se podía imaginar, sobre todo, para ser un hombre mayor que ella, aunque eso parecía no importarle.

Sin dejar de voltear a verme, se perdieron por la puerta de los vestidores de mujeres, y yo, mientras, llenaba los trámites para hacerme socio de un club que no pensaba visitar.

Salí del club, para dar mi siguiente paso, sabía a dónde iban a ir después, a la tienda de lencería más cara de la ciudad. Así que me dirigí hacia ahí. Esperé a que entrara una clienta, y me colé detrás, acercándome discretamente a los probadores; para todo el mundo la esquina donde yo estaba, no era importante, así que no se podían percatar de mi presencia.

No tardaron en llegar Mirna y su hija, no miraron hacia mí por supuesto, y se pusieron a curiosear entre encajes y trajes de baño. Mirna eligió tres conjuntos de ropa interior de encaje, dos blancos y uno negro con liguero, y un traje de baño azul claro.

Sofía dos biquinis y ropa interior más juvenil, aunque igual de elegante, un conjunto gris de algodón y otro amarillo, la muchacha tenía muy buen gusto, por lo que pude ver.

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