Capítulo 64
El Padre Fullana intentó defenderse, pero el “México” entró al quite y le sujetó los brazos a la espalda para inmovilizarlo. El Chundo corrió a cortar la luz y prendió unas velas.
Manrique comenzó a golpear al cura y a cachazos lo desfiguró, “el México” también le pegó con un bate en las costillas. Al tener a Fullana tumbado en el piso, el Chundo lo amarró de pies y manos. Lo torturaron de forma inútil, para que confesara dónde estaba el dinero.
El anciano había muerto. Fuera de sí, Pancho le enrolló un alambre en el cuello mientras el México le metía un pañuelo en la boca. Con la ropa ensangrentada y las manos cubiertas con guantes de piel, entre el México y el Pancho cargaron el cadáver hasta la cocina. Luego registraron la casa durante hora y media.
Destruyeron todo, no había dinero ni oro. Cruzaron un pasillo a la sacristía y agarraron todo lo que les gustó: la custodia, las patenas, la llave del sagrario, una caja dorada para hostias, candelabros y un par de sotanas.
El Pancho supuso que detrás de la Virgen de Fátima habría una caja fuerte. Con un candelabro destruyó la imagen hasta que se convenció de su error. Antes de huir, Pancho ordenó al Chundo que se disfrazara con una sotana y le arrojó unos lentes. “El México” se río de ambos mientras corrían.
Barbosa no podía creer lo ocurrido. Se enfureció. No había que matar a nadie…
En el hotel Terminal, frente al hijo de Manrique, contaron el monto del robo: cuatro mil quinientos pesos. Apartaron quinientos para el “Bofe” y así garantizar su silencio. Barbosa se quedó con cuatrocientos y repartió lo demás a los otros tres cómplices. Les dijo que no quería volver a saber nada del asunto.
Manrique le pidió a Barbosa que los llevara a Hidalgo. Tenía pensado vender los objetos en Zimapán, con un primo valuador experto en piezas religiosas. Barbosa aceptó.
El México consiguió ácido, lo aplicó a los metales y concluyó, en forma equivocada, que eran puras baratijas. La banda tiró casi todo en un basurero, con el que a la postre dio la policía.
El México decidió seguir solo hacia el norte del país. Pancho optó por huir rumbo a Tamaulipas.
El padre Fullana fue hallado por dos chamacas que habían ido temprano para confesarse.
Los agentes dieron con algunos fajos de billetes, morralla y dos cuentas bancarias a nombre del padre Juan Fullana: una de $85 330.00 y otra de $28 430.00, cantidades aportadas por los fieles para la terminación del santuario de la virgen de Fátima.
En sólo diez días fueron cayendo los asesinos. Primero el Chundo, en su domicilio. Luego Barbosa y el Trompelio. Siguieron el Bofe, Barrios y su esposa María García, vendedora de chácharas en el mercado de Tepito.
Hasta después de su detención la banda no se enteró de que había asesinado al hombre equivocado.
En principio, Manrique negó su participación en el crimen. Tuvo que aceptar su culpa al serle leída la declaración del Chundo entonces intentó conmover al juez con su verborrea oral y escrita.
Barbosa, el Pancho, Linares y Alejo fueron sentenciados a treinta y tres años de prisión. Castañeda a ocho.
Los otros cómplices, acusados de encubrimiento, vagancia y mal vivencia, alcanzaron penas de cinco años y libertad bajo fianza. Barbosa apeló la sentencia y el juez Celestino Porte Petit redujo su condena a trece años. Pancho, Linares y Alejo interpusieron un amparo que les fue negado.
—Bueno, pues esa es su historia, por eso es tan desgraciado el infeliz… así que evita meterte en broncas con el Pancho y vas a llevar la fiesta de manera tranquila…
—Mientras él no se meta conmigo todo estará bien… ya tengo muchos problemas para meterme en más… así que… vamos por el rancho… ya es la hora… —dijo Alexis con indiferencia
—Tienes razón… vamos por el rancho… —respondió el jarocho— aunque, antes, déjame darte algo…
Alexis, no tuvo tiempo de preguntar, el Jarocho, ya se había acercado a su litera y debajo de lo que era una almohada sacó una bolsa. Sonriendo y con la bolsa en la mano se acercó al pachuco y de ella sacó un par de zapatos negros, una especie de plato y una taza, ambos de peltre.
—Toma… creo que vas a necesitar esto… mejor dicho… te hace falta esto y con urgencia —le dijo a Alexis mientras le entregaba las cosas con una amplia y amistosa sonrisa.
—Pues si… creo que las voy a necesitar… —respondió el pachuco sonriendo al tiempo que tomaba lo que le ofrecían y las revisaba con atención— creo que me van a quedar un poco grandes los cacles, aunque peor es nada… como dicen por ahí… limosnero y con garrote…
Ambos soltaron la carcajada por la ocurrencia mientras el pachuco se ponía los zapatos ante la atenta mirada del jarocho. Terminó de calzarse los zapatos y ambos salieron al patio a recoger su comida.
Como si fueran grandes amigos, mientras caminaban hacía donde estaban repartiendo la comida, los ojos de Alexis, recorrían todo el lugar de reojo, no quería perderse detalle alguno de lo que pasaba a su alrededor, sabía que tenía que estar alerta por cualquier cosa, en cana nunca se sabe dónde va a saltar el peligro.
Podía ver y sentir las miradas furtivas y evasivas, de varios de los reos que lo veían con coraje, como si lo odiaran, aunque ninguno se movía, ninguno intentaba hacerle algo, tan sólo lo observaban, lo estudiaban, lo medían, como fieras al acecho, esperando su oportunidad para entrar en acción.
Se formaron junto a los otros en espera de que les tocara su turno, mientras platicaban, les sirvieron la comida y se retiraron a un lugar para comer, aunque no dijo nada, el jarocho, se dio cuenta que Alexis, se sentó protegiendo su espalda y con una amplia visión de su alrededor. Después de comer, juntos regresaron a la celda:
—¿Y cuál cama quieres…? —preguntó el jarocho
—La que sea… es igual… —respondió Alexis sonriendo
—No… tú escoge… después de todo estuviste antes que yo en esta celda… tienes derecho de antigüedad y eso ni se discute… o sea… eres el más “viejo” y hay que respetar la edad —insistió el Jarocho.
—Bueno… ante esos argumentos, en los que ya me hiciste ruco… y ya que insistes… la de abajo… —dijo Alexis— tengo el sueño pesado y ronco muy feo… así que allá arriba me oirás menos…
—Bueno… pues instálate y a ver cómo nos va como compañeros… —dijo el jarocho con tono serio.
—¿A qué te refieres…? —interrogó Alexis viéndolo con fijeza.
—A que nunca se sabe cómo son los compañeros… he oído muchas cosas sobre de ti… estas encerrado por doble homicidio… además ya habías caído aquí antes… y por homicidio, la verdad es que…
—La verdad es que no estamos en un monasterio… aquí todos somos lacras de lo peor… —le dijo de pronto Alexis, con determinación y sin dejar de verlo a los ojos— yo no tengo la menor idea de por qué caíste, ni me importa… no te conozco, no sé quién eres o de dónde vienes… si no te metes conmigo todo va a estar bien…
No esperó a que el jarocho le respondiera tan sólo, se agachó en su litera para acomodar sus cosas, aunque Manuel, no lo veía, él sí lo observaba de reojo por si intentaba hacer algo.
Manuel, sin saber que decirle ni que actitud tomar dio la media vuelta y salió de la celda, nunca esperó la reacción de su compañero y mucho menos el gesto fiero y decidido de su rostro, era claro que no andaba con bromas.
Alexis, esperó unos minutos a que su compañero de celda se alejara, y luego, se levantó para ir a sentarse en la litera sin dejar de ver hacia la entrada de la celda, si bien el Jarocho, se veía amigable, ahora sabía que no podía confiar en nadie, su vida estaba en peligro y cualquier descuido podría ser fatal para él.
Desde que llegara al Negro Palacio de Lecumberri, no esperaba ver a nadie conocido, al menos de aquellos con los que había convivido en su encarcelamiento anterior, sabía bien que al buen “Guacho” le habían dado la libertad por haber cumplido su condena, incluso, Joaquín, lo fue a ver al taller mecánico para decírselo.
El Gavilán y un par de sus amigos habían sido enviados a las Islas Marías, para que cumplieran sus condenas de punta a cola con los beneficios que les otorgaba el hacerlo en el Islote, como lo llamaban.
Los homosexuales y el resto de los amigos del Gavilán, que departían con él en el cotorreo, unos habían salido, unos por haber cumplido, otros estaban bajo fianza y a algunos otros los habían removido de crujía, así que no esperaba encontrar a los que tan bien lo trataron en su primera vez en Lecumberri.
Así que sus expectativas de encontrar a alguien conocido en la terrorífica crujía “D”, eran nulas, no obstante, esperaba que pudiera estar tranquilo durante un buen tiempo y mientras pensaba en esto, se recostó en la litera esperando que regresara su compañero de celda, el Jarocho, que, aunque parecía ser buena persona, uno no sabe que es lo que se esconde tras una sonrisa amigable como la que él mostraba.
Al ver que pasaba el tiempo y no sucedía nada, Alexis, comenzó a relajarse y su mente evocó a la hermosa Dolores… la que sin duda era el gran amor de su vida… la única mujer que, de verdad, amaba y por la que era capaz de enfrentar cualquier cosa que se le presentara.
Incluso ahora, que su recuerdo era lo que lo mantendría firme y convencido de seguir adelante, refugiándose en sus recuerdos encontraría un paliativo para la tristeza de estar encerrado en aquel maldito lugar.
1941
Enero 2, 1941, 8:00 horas
Alexis, se presentó al taller mecánico en punto de las ocho de la mañana, como era su costumbre, se sentía en plenitud y relajado, había esperado la llegada del nuevo año bailando en el Salón México, igual que la Noche buena, contra lo que él hubiera supuesto, el lugar en todo momento estuvo lleno hasta los topes.
Al parecer, muchos, al igual que él, no tenían familia y mucho menos un lugar en donde pasar esas dos noches que resultaban tan importantes para todo el mundo ya que son las noches en que, por lo general, se reúne la familia para departir, para disfrutar e incluso, hasta para discutir y pelear, lo hermoso de tener una familia.
Y en el salón de baile México, los pachucos, ferrocarrileros, padrotes, caifanes, tarzanes, plebes, sirvientas, cariñosas y una de otra empleada de algún lado, se integraban en una gran familia esas noches tan especiales, hermanándose en la miseria de su soledad y acompañándose unos con otros para no sentirla tan infame.
A las doce de la noche, con la llegada de la Navidad, todos los ahí reunidos, se abrazaban deseándose lo mejor y ni qué decir del año nuevo, todos sonreían y brindaban, sin importar con qué, deseándose que las cosas fueran mejores con el año que comenzaba, en ese momento, la felicidad era lo único que todos anhelaban y que la fecha que festejaban les hacía aflorar en sus pechos.
La administración del Salón México les había llevado unas cestas con uvas para que, al sonar las doce campanadas todos tuvieran con que pedir sus deseos, al ir ingiriendo una tras otra, al momento de cada campanada, que, en el Salón, sonaban como cañonazos y ahí estaban todos, tragando uvas como si se fuera acabar el mundo.
Lo triste era la llegada a su casa, la vuelta a la realidad, entrar a un cuarto vació, sin vida, sin nadie que estuviera esperando, alguien para compartir lo que viniera de esas noches en adelante, era el momento en el que no podía evitar sentirse solo, aislado, sin nadie que lo consolara o lo impulsara a continuar adelante.