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Capítulo 4

Ella se puso de pie y con paso majestuoso marchó en dirección al estrecho pasadizo, casi un túnel, que conducía a la recámara y habitaciones privadas de la princesa.

Sus redondas y paradas nalgas contoneándose con garbo a cada uno de sus pasos. Su largo vestido arrastrándose por el piso fue lo último que desapareció de mi vista.

Me levanté de la silla y con energía sacudí la cabeza. Mi largo pelo castaño y ondulado se puso revuelto y sentí cómo el personaje del bárbaro esclavo se iba apoderando de mí, desplazando mi verdadera identidad. Vulgar y violento, dispuesto a tomar mi botín y de ser necesario, arrebatarlo a la fuerza.

Avancé torpemente por el corredor y entré en el dormitorio de la doncella real. El nombre de la princesa era Romelia. La recámara daba la impresión de haber sido excavada en la roca.

La entrada era una arcada estrecha y de baja altura que me obligó a agacharme ya que soy un tipo muy alto. A mi derecha se encontraba un pequeño salto de agua contenido en una fuente de unos tres metros de diámetro. A mi izquierda estaba el ropero de la princesa del que colgaban seductoras prendas.

Más allá, una colección de primitivas armas de fuego, espadas y lanzas colgaban de la pared. Frente a mí, se hallaba la enorme cama de la doncella, rodeada de tules para una mayor intimidad. Cuatro enormes almohadones descansaban sobre el colchón según pude vislumbrar a través de las transparentes telas. El piso estaba cubierto por pieles de animales salvajes. Se trataba de una extraña mezcla de refinamiento y primitivismo que exaltó en mí contradictorias emociones de respeto y agresión.

La atmósfera y decorado del set cinematográfico despertó en lo más profundo de mi ser instintos elementales que por largo tiempo habían permanecido dormidos. La escultural princesa Romelia, se levantó de la cama de un salto cuando irrumpí en la pieza. Separó los cortinajes que rodeaban el lecho y los ató a las patas de ésta. Con rapidez se sentó en el borde a manera de encontrarse frente a mí.

—Acércate bárbaro... —me ordenó con el tono de voz descuidada y a la vez imperioso de quien está acostumbrada ser obedecida y a satisfacer sin obstáculos sus menores caprichos. Lucía magnífica en su despreocupada realeza y sofisticación.

Di unos pasos en su dirección trabajosamente, arrastrando los pies encadenados por grilletes de utilería en torno a mis tobillos. Igualmente, mis manos estaban encadenadas por las muñecas. A pesar de la imposibilidad de romper las ataduras, unas ganas irrefrenables de poseerla se apoderaron de mí. Estaba ya completamente sumergido en el personaje o el personaje estaba inmerso en mí.

Como se dice en el medio de la actuación, estaba posesionado de mi papel. En realidad, no me interesaba la extraña mezcla de ficción y realidad. En ese momento todo lo que ambicionaba era hacerla mía como fuera, lo demás era secundario.

Era, en su más pura forma, el combate de los sexos, una lucha tan antigua como el mundo.

Caballero o villano, princesa o aldeana, el choque era entre el macho y la hembra en su más fascinante simplicidad. Un gruñido de deseo y conquista fue mi respuesta a su orden.

Sus manos finas se posaron sobre mis hombros y la ligera presión de sus dedos indicó que deseaba que me pusiera de rodillas. Ya fuera de los convencionalismos sociales de la época de su alto rango social y mi modesta procedencia o la voluntad en términos de establecer la iniciativa, el caso es que la obedecí sin oponer la menor resistencia.

—Creo que de algo me servirás, esclavo...— continuó esta vez con un dejo de sublime lujuria.

Como indicaba el libreto, yo permanecí con la cabeza agachada en total actitud de sumisión, mirándole únicamente los pequeños pies cubiertos con unas sandalias de tiras que más que artefactos para caminar parecían adornos que protegían las bases de sus torneadas pantorrillas. La larga abertura se amplió al jalarse ella un extremo del largo vestido de seda y dejé al descubierto la abundante maraña negra de su pubis.

—Mira esclavo, levanta la sucia cara y observa bien lo que un hombre de tu clase no tiene derecho a ver... te permito que le eches un vistazo a los vellos púbicos de una princesa. Fuera de toda actuación, mis ojos se pusieron bizcos ante la vista de su peludo sexo. Y se me pusieron cuadrados cuando ella abrió ligeramente las piernas para que yo vislumbrara entre la tupida vellosidad su sonrosada herida sexual.

Mi respiración se agitó cuando detecté la humedad que a manera de rocío cubría esa partecita que se había vuelto mi obsesión en las más recientes noches de mi insomnio.

—¿Te gusta esclavo? ¿Verdad que estás impactado ante lo que ven tus vulgares ojos?

Entonces, agarrándome de los largos cabellos, aproximó mi cabeza al túnel entre sus blancos y torneados muslos y exclamó en tono autoritario:

—¡Aspira el aroma de una vagina real... huele la fragancia más íntima de una princesa porque va a ser el último olor grato a tus narices plebeyas antes de que te detengan y te aniquilen mis guardias...!

Inhalé hondo llenando mi nariz del aroma de su intimidad tan cercana a mí como me los permitían sus manos sujetándome la cabellera. Y fueron sus manos las que me acercaron más a su abundante pelambrera para lanzarme una orden que yo no me esperaba:

—¡Bebe de mi fuente, infeliz esclavo...!

Por supuesto, esto no estaba en el guion original, aunque yo no iba a protestar por la libertad que se había tomado de modificar el argumento de la historia.

Era evidente que ella también se estaba dejando llevar por sus instintos y también estaba viviendo a plenitud su personaje jugando entre la ficción y la realidad. Yo también, por mi parte, al seguirle el juego, no estaba haciendo otra cosa que convertir las fantasías que en tantas noches de insomnio me habían acosado, en inolvidable realidad.

Su carne fresca y trémula olía a rosas y el sabor de sus delicados jugos era el de un néctar, el néctar de las diosas. Romelia mantenía sus manos firmes detrás de mi cabeza, obligándome, sin que fuera necesario, a apretar mi rostro contra el bultito carnoso de su pubis en donde se veía claramente su deliciosa rajada.

Gimió sin poder contenerse y me arañó con sus largas uñas por detrás de mi cabeza cuando mi lengua cesó de lamerle los labios de la rajada de arriba a abajo y se abrió paso entre los mojados e hinchados pliegues de su flor exquisita. El minúsculo taparrabos que me cubría los genitales se levantó presionado por el bulto de mi mandarria durísima como el hierro.

—Chupa... más profundo... no te detengas...— me ordenó y mi lengua complaciente penetró hondo en el hirviente agujero para luego buscar ambiciosa el rosado botón de su clítoris.

Al encontrarlo y lamerlo con deliberada lentitud, ella se estremeció apasionada y sentí cómo mi lengua se empapaba con los flujos de su crema, que me supo a perfume con un ligero sabor salado.

Los efectos de mi constante y rítmico lengüeteo no se hicieron esperar. Romelia, perdiendo toda su compostura, se olvidó de que era una altiva princesa ante un esclavo, o una actriz frente a su colega, y sus manos abandonaron mi cabeza para ir en busca de los desafiantes pechos. Los estrujó y sobó con fiereza, pellizcando y torciendo los pezones que ya estaban erectos y duros como suculentas frutillas listas para ser devoradas.

Ahora las circunstancias habían variado y nos enfrentábamos una hembra caliente y su macho enfrascados en la batalla campal de los deseos más irracionales y básicos. Sus caderas comenzaron a agitarse de arriba a abajo cuando mi lengua se puso a frotarse duramente contra el clítoris.

Después de dejar escapar un largo quejido, me agarró por los cabellos alejando mi rostro de la ardiente papaya.

—Bien... ahora levántate y muéstrame lo que tienes para ofrecerme, me refiero a lo que tienes bajo ese taparrabos... —dijo aún con cierta autoridad, aunque su tono estaba invadido por ansias contenidas.

Me incorporé limpiando la comisura de mis labios, con el sabor de su intimidad en mi boca.

Sin darme tiempo a reaccionar, se inclinó y de una rápido movimiento de mano arrancó la tela del taparrabo que apenas cubría mi virilidad. La mandarria tiesa y pulsante, saltó hacia adelante apuntándole como si hubiese sido impulsada por un resorte.

La linda princesa pareció asustarse y sus ojos abiertos al máximo indicaban un innegable temor. Ella dijo algo entre dientes, aunque por la expresión avariciosa de su mirada, adiviné que le satisfacía lo que estaba viendo. Era una aprobación por la que yo había estado esperando largo tiempo.

Después de todo, si a mí se me había otorgado el papel de esclavo rudimentario no sólo era por mi aspecto de hombre rudo o mi larga cabellera, sino principalmente porque mi mandarria era más grande, gorda y gruesa que la del común de los actores que andaban tras el personaje.

No en balde en el casting que hicieron los productores hubo miraditas y exclamaciones de euforia cuando mi pinga dejó de estar flácida para erguirse con un buen trabajo de mano efectuado por una de las secretarias de los ejecutivos.

También en los ojos de mi princesa hubo admiración después del inicial miedo. Sin perder un sólo instante se inclinó hacia adelante y luego de pasarse la húmeda lengua por los labios, depositó un largo beso en la punta de mi tranca y una ola incontenible de calor me subió por el vientre. Entonces se puso a lamerme la cabezota de arriba a abajo, de izquierda a derecha tratando de introducir vanamente la lengua en el diminuto ojito.

Sucumbí ante la intensidad de la caricia y lanzando un suspiro cerré los ojos y dejé caer la cabeza hacia atrás. Siempre me ha gustado recibir una mamada, aunque tratándose de mi encantadora princesa, las sensaciones eran únicas, extraordinarias.

Entonces la chica abrió completamente la boca y poco a poco, centímetro a centímetro, fue engullendo mi miembro palpitante. Su rostro adorado cada vez estaba más cerca de mi ingle y noté que a pesar de todos sus esfuerzos por seguir devorando carne no pudo llegar ni siquiera a la mitad. Sentí que la punta de mi espada tocaba el fondo de su estrecha y aterciopelada garganta.

La delicada doncella se puso a bombearme, subiendo y bajando lentamente su precioso rostro distorsionado a lo largo de mi poste. Sentía sus chupadas voraces tratando de ordeñarme hasta la última gota mientras su lengua se enroscaba en torno al tolete, tanteando y rozando cada nervadura y vena, recreándose con el reborde de la cabeza, haciéndome sentir que se me escapaba la vida con cada bombeo. Su respiración se fue haciendo cada vez más entrecortada e irregular según aceleraba las succiones y su cabeza oscilaba de arriba a abajo a vertiginosa cadencia. Me di cuenta que a cada bombeo ella se ponía más excitada y caliente, su boca convertida en habilidosa vagina dispuesta a extraer mis jugos.

Entonces decidí que había llegado mi gran oportunidad y tenía que liberarme de aquellas ataduras en pies y manos que no me permitían libertad de acción. Súbitamente hice que su boca soltara mi falo y me separé de ella dejándome caer sobre el piso, rodando hasta llegar a la pared donde se encontraban colgadas las armas.

Me incorporé con rapidez y sin darle tiempo a que ella reaccionara, estiré mis brazos encadenados y tomé un pesado espadón y de un sólido golpe rompí un eslabón de las cadenas que me tenían atado de las manos y a los grilletes, tal como lo indicaba el guion.

Ahora las reglas del juego habían cambiado completamente y ya no era el indefenso, pasivo y encadenado esclavo en manos de una altiva princesa autoritaria. Me puse de pie y de un salto me aproximé a la doncella. Romelia permanecía sentada y alelada en el borde del lecho; estaba silenciosa e inmóvil de puro estupor.

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