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Ajuste

Capítulo 5

Seguramente comprendía que su dominio había terminado y ahora quien dirigía el juego era yo, el esclavo bárbaro de bestiales apetitos. Le demostraría de lo que puede ser capaz un hombre que deja su humillada condición de sometido para convertirse en un salvaje dispuesto a dejar libres sus instintos más primitivos.

Agarré sin miramientos la muñeca de su mano derecha y con un pedazo de cadena se la amarré a la pata de la cama. A continuación, hice otro tanto con su mano izquierda y las piernas. Ahora yacía en el lecho acostada en cruz, retorciendo su magnífico cuerpo y gimiendo intermitentemente.

La princesa no podía siquiera acudir al recurso de gritar para pedir auxilio. Nos encontrábamos en lo alto de la torre de una fortaleza rodeada de murallas almenadas. Nadie podría escucharla.

Me di cuenta que sus quejidos no eran protestando por ser liberada. Algo hondo y lascivo se había despertado en ella y sentirse víctima indefensa en manos de un troglodita como yo le excitaba pasiones seguramente nunca antes sentidas.

Con gestos rudos y sin miramientos, más bien guiado por mi naturaleza que por la índole del personaje que se suponía estaba encarnando, rasgué su vestido sin importarme meter en problemas al departamento de confección de vestuario. Me detuve a contemplar con aliento entrecortado y ojos desorbitados por un furioso deseo, su inmaculada desnudez.

Los firmes y redondos pechos subían y bajaban agitados por la penosa respiración, sus caderas se movían frenéticamente de un lado al otro en vano intento por zafarse de las ataduras; pero sus ojos la traicionaban, estaban abiertos y fijos en mí, con una mirada suplicante en que me pedía que la poseyera, que de una buena vez la hiciera mía, que satisficiera en su carne mis más brutales apetitos, que la maltratara, golpeara y acariciara como tal vez lo había soñado en sus más secretas fantasías.

La debilidad de la seductora princesa había sido revelada en su magnífico esplendor... era una hembra hambrienta de sexo. Necesitaba un macho fuerte y avasallador que no tuviera contemplaciones con ella, que la poseyera y le llenara su vagina temblorosa con una tiesa y pulsante macana.

Me agaché entre sus piernas y me puse a mordisquear la cremosa piel del interior de uno de sus suculentos muslos. Mis dedos juguetearon con los rizados vellos de su oscura y poblada pelambrera púbica buscándole el escondido clítoris. Le lamí durante un buen rato los bordes de su húmeda abertura y mi lengua entró nuevamente en el apretado agujero. Entonces le metí la punta de un dedo y luego otro.

Estaba muy apretadita y gimió dolorosamente cuando sintió la invasión en su cuerpo.

Su cavidad calientita y resbalosita hicieron que me pusiera a remolinear la punta de los dedos provocando con eso que sintiera sus contracciones vaginales. Alcé mi mano libre y mis dedos se cerraron sobre uno de los apetitosos pechos, sobando el duro pezón.

Fui subiendo lentamente mis lamidas, recorrí los labios externos, saboreé el clítoris, enterré la lengua en el ombligo hasta finalmente cerrar mis labios golosos sobre el suave y firme montículo coronado por un erecto y caliente pezón. Le clavé los dientes y para mitigar su dolor, le pasé la lengua mientras mi mano derecha le daba trabajo de dedo a la inquieta gruta vaginal. Terminando con una teta pasé a devorar la otra.

La princesa Romelia lanzaba pequeños quejidos y se retorcía furiosa de placer como si le doliera lo que le estaba haciendo pero sin manifestarlo con gritos. Ascendí aún más, me puse a lamer y mordisquear su largo y elegante cuello y, por último, mi boca estuvo a la altura de los temblorosos labios, que se abrieron en muda ofenda.

—Dime ahora, ¿quién es el amo y quién esclavo? —murmuré mirándola directamente a los ojos, quitándole la diadema de rosas que arrojé contra el piso como queriéndole dar a entender que sin esa corona ya no era ni más ni menos que yo.

—Yo... soy... tu esclava... —gimió casi tartamudeando.

—¿Y estás dispuesta a complacerme?

—Sí... quítame las ataduras y verás que serás correspondido en tus deseos, dame libertad de movimiento para que te pueda demostrar mi pasión, siquiera suelta mis piernas para que me pueda mover...

Le hice caso liberándola de las cadenas que sujetaban sus pies.

Me incorporé y me monté encima de ella. Guíe mi mandoble hacia la entrada de su cuevita rozándole un rato la cabeza entre los pétalos de su mojada flor. Sus ojos fijos en los míos, a la espera de ser ensartada. Y con un violento movimiento de caderas, entré avasallador e incontenible en la fragante carne de su femineidad que resistió bravamente porque la penetración no fue limpia, como si me hubiera topado con ciertos obstáculos. —¡Aaahhh...! —exclamó la princesa en un conmovedor tono de angustia que me dio a entender que era una magnífica actriz ya que estaba muy en su papel de la doncella virgen en el acto del desvirgamiento.

Sentí que súbitamente se puso tensa y sólo después de tomar aire a bocanadas en varias ocasiones logró relajarse un poco y aflojar el cuerpo para que yo pudiera seguir en la faena. Empujé otro tanto y la nueva embestida me hizo conocer nuevas, maravillosas y apretadas profundidades.

—Aaah... mmmh...— gimió y se apretó los labios al sentirse penetrada hasta lo más hondo.

Sentí a través del glande que le había tocado lo más oculto de sus entrañas. Romelia sollozó por un instante y sus caderas se levantaron en busca de otro tramo de mi larga mandarria.

—Termina de meterla, mi esclavo salvaje... —jadeó lujuriosa.

Sus piernas se abrazaron a mi cintura y comencé a bombearla primero con gentil lentitud para que se fuera acostumbrando a tener dentro de ella una generosa porción de carne tumefacta, pero después a cada vez más velocidad y violencia. Sentía cómo su escultural cuerpo se ponía tenso y las paredes vaginales se cerraban latientes sobre mi chafalote según se aproximaba el orgasmo.

Estaba tan apretadita y caliente que temí venirme anticipadamente, pero hice un esfuerzo de concentración dejando un rato de bombearla hasta que se me pasaron las ganas de explotar, y continué arremetiéndola, sintiéndola vibrar con su cuerpo trémulo e intranquilo bajo el mío. Sus contracciones vaginales me avisaron que estaba por venirse y apuré en mis movimientos hasta que sentí claramente que su derrame bañaba mi pene con un líquido hirviente.

La dejé que se viniera sumiéndosela con lentitud para que su orgasmo no se viera interrumpido y entonces se la saqué apresuradamente. Largos chorros chorros de hirviente leche cayeron sobre su terso vientre salpicándola hasta las tetas.

Así debíamos hacerlo durante la filmación. La eyaculación debe de ser externa para demostrar que efectivamente ha habido leche y no la simple simulación.

Eso lo tenía yo muy presente a pesar de que es lo menos deseable para un hombre. Aunque yo no sólo debía sentirme hombre, sino también actor de películas calientes y lo que estábamos haciendo era un ensayo de las tomas del día siguiente.

Ambos quedamos inmóviles, sofocados y atontados por la inmensidad de nuestro goce.

Entonces la liberé de las cadenas en las manos y atrayéndola contra mí la abracé estrechamente, besándola en el cuello y la orejita hasta que nuestros labios se unieron y mi lengua fue en busca de la suya. La escena había terminado y nuestros personajes quedaban reducidos a la ficción. De nuevo era yo Gerardo y ella Betina. Rompimos nuestro abrazo.

—¿Qué crees, Gerardo?

—Dime...

—Realmente yo era virgen…

—¿Qué dices...? —exclamé sobresaltado.

—Te lo juro, era virgen de verdad... pero eso ya es historia...

Quedé azorado... estupefacto y sin saber qué carajos decir. Lo único que acerté a hacer fue revisarme el pene que súbitamente se puso flácido ante la noticia y también la toqué en la entrepierna. Efectivamente, entre sus jugos vaginales estaba disuelta la prueba en color rojo de su desvirgamiento. Me sentí mal... aunque en otras circunstancias quizás me hubiera puesto a brincar y bailar de alegría. Lo único que acerté a hacer fue tartamudear algunas incoherencias pidiéndole perdón por mi involuntaria estupidez. Sin decir otra palabra, me tomó de la mano rumbo a la fuente con el salto de agua en el centro.

Ambos estábamos desnudos después del erótico forcejeo y sin poder evitarlo, estiré un brazo para pellizcarle una nalga. Ella se sonrió dándose cuenta que el mal rato que me había invadido por el remordimiento de haberla desvirgado había quedado atrás.

Deslicé una mano entre sus nalgas perfectas y mi dedo rozó el diminuto montículo del apretado ojo del ano. Estaba caliente y húmedo y ella giró la cabeza hacia mí, suspiró y agitó las caderas.

Nos metimos en la fuente. El agua estaba tibia y refrescante y nos dejamos sumergir para sentir la deliciosa humedad que nos quitó los sudores del cuerpo. Betina me tomó en sus brazos envolviéndome y me besó apasionadamente.

—Ahora ya sabes por qué estaba tan temerosa de poder hacer las escenas fuertes...— me dijo.

—Lo entiendo... luego entonces todo fue premeditado... lo que acabamos de hacer ya lo tenías planeado...

—No exactamente. Resulta que temía hacer el ridículo frente a todos al no saber cómo iría a reaccionar yo en mi primera vez, pero también temía quedar mal contigo al verme como una novata...

—Eso no habría sido problema, yo lo hubiera entendido perfectamente, pero siquiera me hubieras avisado... —le contesté.

—¿Y también te hubiera avisado que he estado soñando contigo y que quería que tú fueras el primero?

—¿Qué...?

Apenas podía creerlo. Resultaba que la nena con facha de princesita había querido conmigo desde antes y yo, que hasta me había masturbado por ella, ni cuenta me había dado que ella sentía lo mismo que yo. Me di una sonora y violenta cachetada por baboso y ella entendió la razón.

Sin dejar de esbozar su maravillosa sonrisa de princesa de cuento, me volvió a besar tiernamente en la boca.

—Bueno, ahora quiero que me lleves otra vez a la cama y seas tú quien me haga el amor y no el salvaje esclavo... —me dijo con una chispa de picardía en los ojos.

Ese atardecer echamos dos palos más y sólo nos despedimos cuando nustros cuerpos estaban desfallecidos y el hambre nos torturaba el estómago. Me dijo adiós con un largo beso en que su lengua, sin palabras, fue de una elocuencia increíble. Al salir de los foros la sonrisa burlona del portero nos dio a entender que probablemente había espiado algo o mucho de lo sucedido en el set medieval. —Vaya, ustedes sí que son profesionales... mira que ensayar con tantas ganas cuando todos se han retirado para descansar... —comentó mientras bajaba el switch del estudio donde había desvirgado a mi princesita. Cuando Betina abordó su auto todavía estaba sonrojada por el comentario del portero y a mí no se me quitaba la cara de satisfacción y orgullo. Por la noche no pude dormir, obsesionado por Betina y su cuerpo revolcándose debajo del mío. Ante mis ojos cerrados pasaban las imágenes de mi dura mandarria prisionera en la dulce y tibia cárcel de su boca.

Recordaba nítidamente el sabor y aroma de su tierno sexo, la rica papayita de mis más cachondos sueños que yo había desflorado en ofrenda única que jamás pude imaginar.

Escuchaba vívidamente el ruido de nuestros cuerpos sudorosos al chocar cuando la embestía furiosamente y su cuerpo me recibía con calidez y entusiasmo.

Sus gemidos y suspiros en la segunda ocasión en la cama cuando me suplicaba que le metiera la lengua más dentro de sus entrañas. El sonido goloso de sus labios gordezuelos chupando y acariciando mi pinga hasta extraerle la última gota de semen.

Betina, mi hermosa y deseada princesa virgen, me había entregado su doncellez y yo era el hombre más feliz de la tierra.

A pesar de lo exhausto que se encontraban tanto mi mente como mi cuerpo, permanecí con insomnio en la cama, con la irritada pinga dura y palpitante, pensando en un pasado muy reciente que me prometía un futuro lleno de deliciosas aventuras con una hembra que era el sueño imposible de muchos y la realidad de uno solo... yo, el esclavo, el actor enamorado que había logrado seducir a la mujer que ocupaba mis fantasías.

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