Capítulo 4
La superficie del agua se convirtió en un mosaico de jade. Una tela blanca, densa y realista, envolvía una figura humana. El rostro estaba cubierto por una máscara sin orificios oculares. Es un homenaje a la tradición que quien acude a Ootl quede ciego como un gatito recién nacido. Aunque fisiológicamente no dure más de una hora, y la vista se reconstruya rápidamente, pero mental y psicológicamente... es así.
Me acerqué con valentía a la piscina. Las advertencias de Alejandro ya no son necesarias. El jade impedirá que nadie me haga daño.
No se distingue la forma del cuerpo. ¿Hombre? ¿De mujer? ¿Un niño? Mientras no sea un niño, no tengo idea de qué hacer con ellos. Pero, de un modo u otro, me ocuparé de cualquier pupilo que me dé Muerte Catrina.
Cuanto más miraba al hombre vestido, más me latía el corazón. Mis dedos se enfriaron al instante y sentí un escalofrío debajo, aunque las paredes parecían monolíticas.
Saqué mi daga de la vaina. Alejandro asintió en silencio.
No hay palabras innecesarias cuando se adquiere un pupilo. O mejor dicho, no las hay. Los hechizos no tienen cabida aquí. Las palabras sirven para invocar a los dioses, para los rituales sanguinarios de los hechiceros wugu y los sacrificios de los oltecas, pero nada más.
La afilada hoja atravesó la piel de mi muñeca. Apreté los dientes para no silbar. Una gota de sangre cayó sobre el mosaico de jade. Un relámpago ardiente lo atravesó y se clavó literalmente en el cuerpo del hombre.
La figura bajo la tela se estremeció y se oyó un grito ronco. Luego retumbó como si nubes de todo Ootl se hubieran reunido sobre el desierto, creando una terrible tormenta eléctrica.
Respiraba con dificultad. Sólo era una gota de sangre, pero requería mucha energía. No era de extrañar que mi coyopa se hubiera dividido, y que parte de ella fuera a parar a mi pabellón.
- Ya basta -dijo Alejandro con voz ronca, interceptando mi muñeca y retirando la daga.
Su tacto me produjo un grave escalofrío en el brazo. Unos puntos negros bailaron ante mis ojos. Tuve que respirar hondo.
- Ven, Rosa. Tu sangre ha sido aceptada. No mires atrás hasta que llegues a casa.
No me opuse, sino que seguí a Alejandro. Tardé en subir las escaleras, así que es-calavera tuvo que llevarme de la mano. Era difícil orientarse en la penumbra de la pirámide. La luz del vestíbulo se desvaneció de la noche a la mañana. Quise darme la vuelta para comprobarlo, pero... no se puede. No puedes mirar a tu pupilo cuando los últimos hilos que le unen a su mundo natal están rotos. Y al mismo tiempo, se están creando nuevos para conectarlo a Outle.
Afuera estaba mucho mejor. Soplaba el viento, aunque hacía calor, pero no había olor a humedad en la pirámide. Quería sentarme aquí, junto a la entrada de piedra, apoyar la espalda en la pared y olvidarme de todo lo que había en el mundo.
Pero Alejandro me agarró con fuerza de la muñeca y tuve que seguir caminando.
Los caballos nos esperaban humildemente donde los habían dejado.
- Qué listos son", fue todo lo que pude decir.
Tenía la lengua trabada, como si hubiera probado tintura de cactus. Alejandro me ayudó amablemente a sentarme y nos pusimos en marcha. Con los brazos sobre los hombros, me quedé mirando la arena en silencio.
Al cabo de un rato, me di cuenta de que mi capa seguía en la sala de la piscina de jade. Pero, por supuesto, no había vuelta atrás. Aunque hoy hayamos entrado allí con facilidad, no será así en otras ocasiones. En primer lugar, los es-calavera no están dispuestos a servir de guías todo el tiempo. En segundo lugar, nunca sabes quién se despertará de tu paso descuidado en un pasillo oscuro. Puede que no sean los lagartos del techo.
- ¿Cómo van los preparativos para el Carnaval de los Muertos? - preguntó Alejandro inocentemente, como si estuviéramos paseando por la calle del centro.
- A toda máquina -murmuré, luchando contra el impulso de darme la vuelta.
No puedes, Rosa, no puedes. Mira hacia delante, sólo hacia delante.
- ¿Vas a vestir a toda la gente del pueblo? Mi Manuelita ya me ha torturado, por cierto. Todo el presupuesto familiar va a temblar.
Le miré incrédula. No, lo comprendo. La gente se apunta conmigo, y las colas son largas, pero ¿es calavera?
Alejandro gobernó con despreocupación los caballos y ni siquiera miró en mi dirección. Sin embargo, sentí que por algo había dicho lo de su hija y el atuendo.
En algún momento, un centenar de agujas se clavaron en mi espalda. Chillé, encogiéndome de hombros.
- ¿Te escuece? - preguntó Alejandro inocentemente, arrancando los caballos al galope.
- Se podría decir que sí. ¿Y eso?
- El pupilo se siente atraído por ti. Parece que va bien -dijo con una risita-. - Pero espera, Rosa, iremos rápido. Es un poco pronto para que lo conozcas.
Y salimos a una velocidad que hizo que se me nublaran los ojos y que el viento me sacara todo el aire de los pulmones. Me agarré a los laterales de madera de la carreta, o me habría caído en algún punto del camino. Alejandro no me dejaba tirada en la arena, por supuesto, pero me recogía muy descuidadamente.
Muy pronto estuvimos fuera de mi morada. La noche era igual de tranquila, los pequeños animales emitían sonidos silenciosos, el viento jugaba con las hojas de los árboles. El frío me envolvía de pies a cabeza, haciéndome soñar con una habitación, una manta y café caliente, caliente.
- Hoy no le abras la puerta a nadie, Rosa -dijo Alejandro pensativo, mirando las ventanas oscuras detrás de mí-. - Sólo con las primeras luces. Hay muchas criaturas dispuestas a adoptar su forma y comerse tu carne.
- Eres un hombre reconfortante.
Alejandro saludó elegantemente con su sombrero.
- Cien años de estudio, querida.
Sin embargo, enseguida se puso serio y añadió
- Estarás a salvo en la casa. Y con los primeros rayos del sol, todos los problemas desaparecerán. Si pasa algo, tendrás protectores.
- Ya lo sabes todo -sacudí la cabeza.
Alejandro inclinó ligeramente la cabeza. Sonrió. Esa sonrisa no se ve, pero se siente en la piel.
- ¿Qué llevas dentro? - solté, rompiendo el silencio un tanto incómodo, y señalé con la cabeza el coche fúnebre pintado.
- Una familia de picnic -respondió, volviendo a sentarse, completamente imperturbable-. - Ya sabes, una familia grande requiere un vehículo grande.
me reí.
- Bueno, tienes razón. Y otra cosa...
La mano de Alejandro estaba a punto de levantarse para dirigir a los caballos, pero se detuvo.
- ¿Sí, Rosa?
- Tú... -dudé-. - De todos modos, si Manuelita necesita algo, no seas tímida. Que venga, será bienvenida en la Calavera de Azúcar.
Luces carmesí destellaron en los negros huecos de las cuencas de sus ojos, y por un momento sentí calor de pies a cabeza. Alejandro me lanzó un beso y se marchó a toda velocidad calle abajo.
Durante unos minutos me quedé inmóvil. Levanté la cabeza y miré las estrellas silenciosas. Hace frío, sí. Debería irme a casa. Pero deja que mis pensamientos se ordenen un poco. Si no, no dormiré.
Antes de entrar, miré con aprensión hacia el desierto. No, nada. El pabellón necesita tiempo. Las Pirámides de los Muertos necesitan tiempo para dejarlo ir.
Tan pronto como estuve dentro, un sospechoso sonido de sorber vino de la cocina.
No puede ser. Aquí se separan la vida y la muerte, y en casa... y he.....
- ¡Chooch! - grité y entré corriendo en la cocina.
El chooch se detuvo bruscamente. Las luces se encendieron, revelando una cocina tranquilamente vacía. Limpia, tranquila, hermosa y... un montón de plátanos roídos por diferentes lados.
Entrecerré los ojos. ¡Qué cabrón! No puede dejarse nada - empezó a automutilarse de inmediato.
- ¡Choochoo!
- "No he sido yo", salió de debajo de la mesa. - ¡Lo juro por el nombre de Wichtley-Pochtli y su manada de coyotes domesticados!
- Tiene sentido jurarlo por el nombre del dios de la gula y sus coyotes glotones -resoplé, acercándome y recogiendo los plátanos-.
No, es horrible. Es imposible comerlo. Hay que regalarlo todo. La única pregunta es adónde va a parar.
- Todos los dioses son igual de hermosos y poderosos, - Choochoo no se avergonzó lo más mínimo. - Si piensas lo contrario, díselo a Muerte-Katrina, que se dirige a la gente como si fuera su propia casa.
- Comparación -resoplé, devolviendo los plátanos a su sitio y sacando café molido y pimienta del armario. Ahora necesitaba prepararme uno más fuerte, entrar en calor, relajarme y pensar. Alejandro me había arrancado de intentar hablar con la diosa, tarde o temprano tendría que ponerme a ello. El trabajo no se hace solo, y ahora estoy lamentablemente corto de personal.
El Carnaval de los Muertos no es sólo una celebración cuando las fronteras entre Proscritos y los otros mundos se diluyen. Es una diversión sin límites, al borde de la locura y la sangre. Nos ponemos nuestras mejores galas, nos pintamos la cara disfrazados de es calaveras, hablamos a gritos y no tememos a nada. La mismísima Muerte Catrina baja hasta nosotros y se pasea entre la gente corriente. También... muchas cosas.
- Choochoo, sal de ahí -corté, poniendo el café al fuego.
Eché un vistazo por la ventana: nada. Oscuridad. Incluso la luna estaba oculta tras las nubes. El lluvioso Jaguar rara vez deja el cielo despejado, como si estuviera celoso de la belleza de las estrellas.
- No voy a salir. No voy a pensar en ello. Tengo derecho, después de todo. Y devuélveme mis plátanos, mujer.
Después de sacar el café y colocar el recipiente de cerámica en su soporte, volví a la mesa y me senté. Vaya... Muerte-Katrina me había dado un cráneo tan voraz como asistente personal.
Las luces se apagaron bruscamente.
Me quedé helada.
Dos destellos escarlata brillaron en la oscuridad y olí una dulce podredumbre.