Capítulo 3
La quinta película de Rainy Jaguar en el recuento de días largos.
Estaba oscuro fuera de la ventana. Las llamas de las lámparas proyectaban un tenue resplandor sobre la gran mesa rectangular cubierta con un mantel de colores. El olor a copal, café y pimienta persistía en el aire. El kopal estaba casi quemado, pero ya tenía bastante.
Transferí las granadas rojo sangre de una palma a la otra: brillantes, misteriosas, con bordes increíblemente lisos.
Cuando vas a invocar a los espíritus, todo tiene que estar a punto. Sentía los dedos fríos, pero no me importaba. Todo saldría como debía. En la víspera del Carnaval de los Muertos, nuestras palabras se elevan con el humo del incienso mucho más rápido que en los días normales. Todo debe salir bien.
La emoción se apoderó de la tensión. Apreté los granates en las palmas de las manos: las piedras de la visión resonaban con calidez. Había llegado el momento de hablar.
- Oh, grande.
Un golpe seco en la ventana me hizo estremecer.
- Rose... -sonó una voz grave con el débil chasquido de unas castañuelas-. - Ha llegado tu hora. Te estoy esperando.
Una mano blanca como la muerte relampagueó tras el cristal. Tan rápido que era imposible ver nada. Un cuervo graznó en alguna parte, las ruedas de un carro de madera crujieron.
No, no había forma de hacer nada. Me levanté rápidamente y me eché la capa con borlas sobre los hombros.
Las luces se apagaron en cuanto abrí la puerta.
- ¿Hasta cuándo? - llegó desde la esquina, donde la oscuridad era impenetrable.
- Esperaba que no -dije, y salí de la casa con un pesado suspiro.
Me esperaba junto al carro.
Miraba la luna llena y se llevaba el sombrero de ala ancha a la nuca. La joya metálica del ala negra brillaba con fuego de bruja, como si absorbiera toda la luz enviada por el Conejo de la Luna a la tierra dormida. La chaqueta, bordada con hilos rojos, verdes y amarillos, parecía tan brillante y colorida ahora como de día. Se había puesto una buena cantidad de coyopa en los hilos, no sólo para que tuvieran buen aspecto, sino también para proteger a su dueño del mal.
De perfil, los huesos desnudos de la calavera con dibujos de colores en relieve parecían aún más blancos de lo que eran en realidad. Todas las es-calaveras tienen dibujos individualizados. En la de Alejandro predominaban el rojo vino, el azul y el morado, que denotaban linaje.
Giró la cabeza, con luces carmesíes parpadeando por un momento en los huecos negros de las cuencas de sus ojos.
- Buenas noches, Señorita de Muertos. Por fin lo haremos.
De nuevo los chasquidos apenas audibles, nada misterioso, ninguna brujería maligna. Es sólo el chasquido de sus mandíbulas al pronunciar cada palabra.
- No hemos esperado mucho -dije, acercándome al carro y envolviéndome más en mi capa. Debería haber cogido el pañuelo que me dio Zamba, no esta tontería. Pero no voy a volver, da mala suerte.
- El Conde de los Días Largos lo sabe todo, Rosa -dijo Alejandro, ayudándome a subir al carro.
Los caballos ya golpeaban los cascos con impaciencia. Alejandro acarició primero a uno y luego al otro, tranquilizándolos.
- Así está mucho mejor -dije, mirando pensativa al horizonte, que ahora se fundía con el cielo. - O si no, señorita...
- Tienes suerte de que nos conozcamos -no pareció avergonzarse lo más mínimo mientras se acercaba a mí y cogía las riendas-. - Y que no tengas miedo de nadie.
No tenía miedo. Es una tontería tener miedo de nada cuando lo peor de tu vida ocurrió hace unos años. Por eso los es-calavera no sólo son los monstruosos guardianes del gran Proscrito, nuestro vasto mundo, sino también mis amigos. No todos ellos, por supuesto.
- No tengo miedo -me hice eco-. - ¿Cómo está tu hija, Alejandro?
- Bien -dijo riendo-. - Viene pisando fuerte. Dentro de poco viajará sola a las Pirámides de los Muertos.
- ¿No te da miedo soltarte así?
Salimos de la ciudad, que está demasiado cerca del desierto para ir andando. Antes quería mudarme al centro, pero luego cambié de opinión. No cambies lo que Ootl te da. De lo contrario, tu suerte podría acabarse y las cosas podrían salir mal.
- Tiene la bendición de Muerte Catrina. ¿Crees que algo detendrá a una chica tan ansiosa por entrar en el negocio?
Sí, lo hay. No me había dado cuenta. Muerte Katrina no bendice a cualquiera, ni a humanos, ni a es calaveras, ni a otra gente de Ootl. La Diosa de la Muerte dispensa su favor sólo a unos pocos elegidos.
El desierto respiraba calor, apagado, oculto por el manto aterciopelado de la noche bajo las estrellas brillantes. Aquí parecía que el Jaguar de la Lluvia no había dejado huella de sus zarpas, y las arenas seguían bajo el dominio del Lagarto de Fuego.
Al cabo de un rato, me di cuenta de que estaba nervioso. Aunque no lo pareciera. Pero, ¿quién sabe lo que me espera? Es la primera vez, no tengo derecho a hacer nada mal.
El tiempo volaba, los caballos de Alejandro galopaban. Cuanto más nos acercábamos a nuestro objetivo, más fuerza tenían. Un resplandor escarlata se mostraba en la distancia, pareciendo dividir el cielo negro azulado y las arenas dormidas.
El corazón me dio un vuelco en el pecho. Por el rabillo del ojo noté que Alejandro me observaba.
- No te preocupes, Rosa -dijo en voz baja-. - Te pondrás bien.
Lo estaré. No hay más remedio.
Las siluetas de las escalonadas Pirámides de los Muertos se alzaron en el loco resplandor escarlata de la oscuridad viviente.
Había que dejar el carro y los caballos a una distancia decente de ellas. Nunca se sabe lo que puede traer un regalo de los otros mundos.
- ¿No se irán?
- No te preocupes -dijo Alejandro tranquilizador-, saben lo que tienen que hacer. Nos esperarán como novios.
En realidad, el carro parece más bien un coche fúnebre, sólo que pintado con imágenes de deidades angulosas y de la Muerte Catrina. Bueno... es el pequeño lugar de descanso final del muerto, sólo hasta que llegue a la casa de su patrón. Después de eso, sólo soñará con la paz.
Volví a mirar las pirámides. Fruncí un poco el ceño y luego cuadré los hombros. Ánimo, Rosa, éste es tu primer hombre. No dejes que sea el último.
Alejandro me tendió una daga en una funda de cuero bordada con hilos de colores.
- Toma. La diosa lo ha enviado para ti.
Acepté la daga con gratitud, pero no me atreví a sacarla inmediatamente. La hoja estalló en llamas púrpuras y las chispas se esparcieron por todas partes.
Inmediatamente devolví la daga a su lugar con un chasquido. Aún no es el momento. Hay dos maneras de usarla. Darle mi sangre a mi pupilo, uniéndolo a mí para el resto de sus días, o apuñalarlo en el corazón allí mismo, en la pirámide. Pero esto sólo es posible si el pupilo resulta ser un monstruo.
Por desgracia, no siempre es posible preservar la mente en las Pirámides de los Muertos. A veces se produce un proceso irreversible, y es sencillamente imposible dejar salir de la pirámide a una persona así.
- Todo saldrá bien -dijo Alejandro-. - Nunca me había salido un monstruo. ¿Por qué iba a salir esta vez? Vámonos.
- ¿Lees la mente o algo así? - refunfuñé mientras lo seguía por el polvoriento camino.
- Los Es-Calavera son una nación antigua, Rosa. Y tú lo sabes muy bien.
Lo sé, sé muchas cosas. Y estoy dispuesto a poner la piedra de mi visión en que el bastardo sonríe con suficiencia, aunque tiene las mandíbulas fuertemente apretadas. Los Es Calaveras guardan sus secretos. No entras en su barrio a menos que sea necesario. Y no te dejan entrar a menos que te inviten sus anfitriones. Es la ley.
De cerca, las Pirámides de los Muertos dan escalofríos. Desde lejos, parecen hechas de piedra negra. Pero al acercarte, te das cuenta de que cada bloque es el rostro de un dios. Con barbillas cuadradas, rasgos picados, ojos... Sus ojos son lo más aterrador. Te atraviesan de pies a cabeza, tu corazón deja de latir; parece que detrás de ti hay alguien que en cualquier momento puede clavarte unos afilados dientes en el hombro.
Alejandro atravesó la abertura cuadrada. Me deshice de mis pensamientos ansiosos y le seguí, con los dedos clavados en la empuñadura de mi daga. No había nada que fantasear. Sólo son caras de piedra, nada más.
Pero la voz interior se limitó a reír, sugiriendo que la bravuconería y el pensamiento "No existen" nunca habían servido para destruir algo que era real.
Durante unos segundos, la oscuridad nos rodeó. El aire parecía evaporarse de nuestros pulmones. Al cabo de unos segundos, una antorcha se encendió en las manos de Alejandro. Un olor penetrante me llegó a la nariz. Miré a mi alrededor: nada especial, sólo paredes y un estrecho pasillo. Sin embargo, daba la sensación de que alguien te observaba todo el tiempo.
Alejandro volvió a ser el primero. Un halo rojizo rodeó lentamente su figura. El poder de la es-calavera estaba saliendo para proteger a su amo en caso de peligro.
Algo crujió bajo mis pies. Intenté no pensar en ello, mirando fijamente la espalda enchaquetada de Alejandro y la antorcha.
No tengas miedo, Rosa de Muertos, no tengas miedo. Le pasa a todo el mundo en nuestro mundo, da igual el país. Todo saldrá bien.
Nos dimos la vuelta. Olía a humedad. Un silbido llegó desde arriba. Miré hacia arriba y me encontré con los pequeños ojos de las lagartijas del techo, ardiendo como fuegos en un brasero. Bastante inofensivos, les gusta el calor y la oscuridad. Lo único que pueden hacer es asustarte en mitad de la noche dejándose caer sobre tu cabeza. Prefieren mantenerse alejados de los humanos, pero también son capaces de trepar a tu casa para darse un capricho.
- ¿Puedes sentirlo? - preguntó Alejandro de repente.
No sabía a qué se refería, pero entonces me di cuenta de que las paredes estaban calientes.
- ¿Cómo? - sólo pude decir con asombro, deslizando la mano por la tosca mampostería.
- Nos estamos acercando.
Mi corazón estaba definitivamente en mi garganta. Palpitaba con fuerza, impidiéndome poner en orden mis pensamientos.
Dimos un par de pasos más, y de repente las paredes retumbaron hacia arriba, dejándonos en medio de una enorme sala, en cuyo centro había una piscina tallada en piedra. El agua era de color verde claro y no parecía moverse en absoluto.
Alejandro y yo bajamos los escalones. Me quedé inmóvil, sin atreverme a acercarme a la piscina tan inmediatamente. Algo me lo impedía.
El calor aumentaba por momentos. Mi capa voló a un lado. Cuando miré dentro de la piscina, jadeé. No era agua: era un universo vivo, una espiral estrellada que se enroscaba en el fondo y ascendía lentamente. De ella irradiaban rayos verdes. El árbol cósmico de la vida. Lo que da aliento a nuestro mundo y sueño eterno.
La espiral empezó a palpitar, ondulaciones recorrieron la superficie de la piscina. Un calor me iluminó la cara.
- Rosa, ¡atrás! - gritó Alejandro y tiró de mi manga justo cuando la espiral se soltó. Toda la habitación se ahogó en una luz cegadora.
Era como si el fuego me recorriera la piel mientras el poder de Alejandro me ocultaba de todo lo que estaba ocurriendo. Por eso es calavera viene contigo: para cobijarte y esconderte. Y al mismo tiempo para asegurarse de que un mecenas especialmente desaprensivo no masacre a su pupilo en la pirámide.
No todo el mundo está dispuesto a asumir semejante responsabilidad. Después de todo, una persona que viene a este mundo, no sabe exactamente nada. Ni siquiera que una vez que mueres una vez, no mueres para siempre.
Pero hay quienes piensan que tienen derecho a vivir sólo para su propio placer, sin ayudar a nadie. Al mismo tiempo, de alguna manera olvidan rápidamente que una vez sus patrones ni siquiera pensaron en ello, sino que simplemente cumplieron con su deber.
Al cabo de un rato, la luz perdió su brillo.
Alejandro me soltó suavemente de su abrazo.
- Ya puedes hacerlo -dijo con voz ronca, los chasquidos cada vez más fuertes-. - Pero no te acerques más, o Muerte Catrina me arrancará la cabeza.
- Eso mismo -resoplé, insinuando que, aunque lo hiciera, volvería a atornillársela amablemente.
Las Aes Calaveras... digan lo que digan, son sus hijas. Una raza que la diosa aprecia y protege con tal reverencia que uno envidiaría. Así que las palabras de Alejandro no son más que cháchara.
Desvié la mirada hacia la piscina. Sentí un cosquilleo bajo la espina dorsal.