Capítulo 2: Decisiones de Sangre
La luz del amanecer se colaba por las cortinas de la habitación de Elena, pero su alma estaba sumida en una noche interminable. Sentada frente al espejo, su reflejo le devolvía una mirada vacía, una mirada de alguien que ha sido despojado de todo. Todo lo que había construido, todo lo que amaba, estaba a punto de desmoronarse. La oferta de Alejandro, como un cuchillo en su pecho, seguía resonando en su mente.
"Un matrimonio." Las palabras bailaban en su cabeza como una melodía macabra. ¿Cómo había llegado a este punto? ¿Cómo podía siquiera considerar unirse a alguien como Alejandro Reyes, su enemigo declarado, el hombre que había jurado nunca permitir que se acercara a su vida? Pero ahí estaba ella, con el corazón en la mano, atrapada entre el fuego de su orgullo y el hielo de la realidad.
Alejandro siempre había sido un misterio para Elena, un enigma envuelto en arrogancia. Su frialdad era legendaria, su calculadora mente de negocios, temida por todos. Y ahora, ese mismo hombre le ofrecía una salida, pero a un precio tan alto que Elena sentía que su alma se fracturaría si lo aceptaba.
Elena tomó aire, tratando de calmar el temblor en sus manos. La traición dolía, la traición de su propio hermano, su sangre, su familia. Había descubierto, por accidente, un acuerdo oculto, un soborno, entre Alejandro y su hermano. Era como si el destino mismo se burlara de ella, empujándola hacia los brazos del hombre que más despreciaba. Sintió una ira sorda burbujeando en su interior, una rabia que deseaba desatar, pero estaba atrapada. Cada camino que veía la llevaba de vuelta a Alejandro. Era como un laberinto, y él era la única salida.
“¿Por qué me haces esto, Alejandro?” Elena susurró al vacío, su voz apenas un eco en la habitación silenciosa. No había respuesta, solo la cruel indiferencia del destino. Se levantó, su corazón latiendo con fuerza en su pecho, y salió al balcón. El aire fresco de la mañana golpeó su rostro como una bofetada de realidad, recordándole que el tiempo corría, que las decisiones que tomara hoy marcarían el rumbo de su vida para siempre.
En ese instante, la puerta de su habitación se abrió de golpe. Era su hermano, con la cara desencajada y los ojos llenos de pánico. Elena lo miró, su mirada se transformó de dolor a pura furia. “¡Tú!” escupió, cada sílaba cargada de veneno. “¡¿Cómo pudiste?!”
“Por favor, Elena, déjame explicarte,” suplicó su hermano, acercándose con las manos levantadas en señal de rendición. Pero Elena retrocedió, como si él fuera una llama que pudiera quemarla.
“¿Explicarme? ¿Explicarme qué? ¿Que vendiste a tu propia hermana? ¿Que me entregaste a Alejandro como si fuera un trozo de carne, para salvar tu propio pellejo?” Sus palabras eran dardos, cada una de ellas diseñada para herir.
“¡Era la única manera de salvarnos a ambos!” gritó su hermano, perdiendo la compostura. “Alejandro tiene el poder, el dinero, la influencia. No teníamos opción. ¡No sabes lo que él es capaz de hacer si no consigues su acuerdo!”
“¿No tengo opción?” Elena rió, una risa amarga y sin vida. “Siempre hay una opción. Pero tú elegiste la traición. Elegiste venderme por tus propios intereses.” Las lágrimas llenaban sus ojos, pero no dejaría que él las viera caer. “Alejandro no quiere solo mi empresa, me quiere a mí. Y tú... tú lo sabías. Sabías lo que esto significaría para mí, y aún así aceptaste.”
Su hermano se quedó en silencio, su culpa escrita en cada línea de su rostro. “Lo siento, Elena. No quería que esto terminara así. Pensé que... tal vez podrías enamorarte de él. Que podrías...”
“¿Enamorarme?” La palabra era un chiste, un absurdo en medio de su dolor. “¿Cómo podría enamorarme de un hombre que me ha robado todo lo que amaba? ¿Cómo podría amar a alguien que me ha obligado a elegir entre mi orgullo y la ruina?”
La habitación se llenó de un silencio tenso, roto solo por la respiración entrecortada de Elena. Su hermano, incapaz de sostener su mirada, bajó la cabeza en señal de derrota. “Perdóname,” murmuró.
“Vete,” ordenó Elena, con una frialdad que ni ella misma reconocía. “Vete antes de que haga algo de lo que me arrepienta.” Su hermano obedeció, desapareciendo rápidamente de la habitación, dejando a Elena sola con sus pensamientos.
Elena se desplomó en una silla cercana, sintiendo que las fuerzas la abandonaban. Estaba atrapada, prisionera de un destino que no había elegido. Alejandro tenía razón: su única opción era aceptar. Si quería salvar su empresa, si quería salvar lo poco que le quedaba de dignidad, tendría que ceder. Y eso era lo que más le dolía. Porque al ceder, sabía que estaba entregando no solo su libertad, sino también su alma.
Sus pensamientos se vieron interrumpidos por el sonido de un teléfono vibrando en la mesa. Lo tomó con manos temblorosas, viendo el nombre en la pantalla: Alejandro Reyes.
“Es hora de decidir, Elena,” dijo la voz de Alejandro al otro lado de la línea, su tono tan frío y calculador como siempre. “Sabes lo que está en juego. No quiero presionarte, pero el tiempo es un lujo que ninguno de los dos puede permitirse.”
“¿Por qué me haces esto, Alejandro?” preguntó Elena, su voz un susurro roto. “¿Qué ganas con todo esto? ¿Es solo poder? ¿Dinero? ¿O es algo más?”
Alejandro hizo una pausa, y por un momento, Elena pensó que había escuchado un destello de humanidad en su voz. “No es solo poder o dinero, Elena. Es control. Es la certeza de que nada puede escaparse de mis manos. Y tú, querida, eres la única variable que aún no he podido controlar.”
“¿Y qué si digo que no?” retó Elena, sabiendo que la respuesta no cambiaría nada. “¿Qué si decido hundirme en lugar de casarme contigo?”
“Entonces lo perderás todo,” respondió Alejandro sin dudar. “Tu empresa, tu reputación, todo. Y no solo eso. Piensa en tu hermano, en lo que le pasaría si decides ir en mi contra. Lo destruiré, Elena, a él y a todo lo que amas.”
Elena cerró los ojos, sintiendo cómo el peso de sus palabras caía sobre ella como una losa de granito. No tenía salida. Alejandro lo había calculado todo, cada movimiento, cada respuesta. Ella era solo una pieza en su juego, y él, el maestro titiritero que tiraba de los hilos.
“Está bien,” dijo finalmente, su voz carente de emoción. “Acepto. Me casaré contigo.”
Alejandro no mostró sorpresa, solo satisfacción. “Sabía que tomarías la decisión correcta. Prepararé todo para el anuncio. Y, Elena, recuerda esto: a veces, las decisiones más difíciles son las que nos salvan. Y yo, querida, te he salvado.”