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Lo que un día fue

Al verlo así era como sentir sus manos nuevamente recorriendo mi cuerpo, sus dedos abriéndome la blusa y tocándome los pechos, mientras que su lengua ansiosa registraba mi boca en todas direcciones, al tiempo que yo me revolvía entre sus caricias, en cualquier lugar del auto, de la playa o en la calle.

Sentí la presión de su mirada en mi cuerpo, era como si mi sangre hirviera al simple contacto invisible de sus ojos, aprovechando uno de los descansos,

Luciano, se acercó a mí:

—¡No has cambiado nada! —me dijo con suavidad y casi en el oído.

Aún usaba esa colonia especial, mezcla de fragancia masculina y tentación sexual, de la que nunca supe el nombre, aunque me gustaba mucho.

Aprovechando que estábamos tras de una cortina, colocó sus manos en mis hombros, dejando correr ligeramente las tiras que sostenían mi vestido de seda, inclinándose y besando la parte superior de mis chichotas, como cuando éramos novios, que aparecían envueltos en las copas de encaje del brasier negro.

—N-no... por favor, soy una mujer casada —trate de detenerlo.

Pero mis palabras eran huecas, vacías, Luciano sonrió para decirme con todo el cinismo que lo caracterizaba:

—No tienes que decírmelo, una mujer tan bella y apetecible como tú no puede estar soltera, antes que se enfríe el infierno. Y te puedo asegurar que nunca le has sido infiel a tu marido, aunque eso no importa ya que lo tuyo y lo mío no tiene tiempo ni barreras.

Era verdad, siguió bajándome el vestido, quede en brasier y calzón, aunque no me importo. Las copas negras del sostén, inútilmente trataban de ocultar mis chiches picudas, que él siempre considero deliciosas.

—No han cambiado nada, siguen estando perfectas —susurró él al tiempo que se inclinaba sobre de ellas.

Sentí que el mundo me daba vueltas y como pude me separe de él para llevarlo hasta la oficina de aquel lugar, que me pertenecía, cerré la puerta con doble chapa y me entregue a él con esa plenitud con la que lo estaba deseando.

Luciano, se abrió el pantalón, y aquel inmenso y jugoso miembro de casi veinte centímetros, saltó desafiante, erecto y dispuesto al combate.

—Como puedes ver, aún me la paras con tu sola presencia —me indico él, al tiempo que señalaba la verga con orgullo.

Yo no podía hacer otra cosa que bajar el cierre de mi vestido en la espalda, para que este cayera hasta el piso en un susurro mágico.

Avance hacia él con lentitud, ya no me importaba nada. Sabía que tenía que ser de Luciano, en ese momento. Mis nalgas y mis chiches ondulaban envueltos en las mínimas prendas íntimas, él me tomo las mejillas y sus labios se depositaron con suavidad en los míos.

Después sus labios se hundieron en mí, besó el hueco de mi garganta y los hombros, descendiendo con lentitud hacia el nacimiento de mis senos.

Él no demostraba ninguna prisa por amarme.

Lo que, es más, gustaba del peligro, de las situaciones comprometidas como aquella que vivíamos, con toda la gente esperándonos a unos metros, mientras yo estaba dejándome amar por mi antiguo novio al que tanto deseaba.

Sus labios recorrían la parte superior de mis pechos, sus manos se introdujeron por las copas, rozaron la seda de mis tetas y las hizo brotar de un solo y experto movimiento que me excitó aún más.

—Están más lindos, sabrosos y perfectos que nunca —susurró al contemplar mis pezones color coral— me encantan estas chichotas tan ricas.

Copando ambos pechos con sus manos, comenzó a chuparlos, especialmente los botones sonrosados en donde su saliva formaba una capa brillante y caliente.

Todo mi cuerpo ardía, sentía que los muslos me temblaban, mientras que Luciano, deslizaba su mano arriba y abajo por un costado sobre mi cadera.

Hasta que, al final, me bajó las pantaletas dejando al descubierto los pelos rojos, rizados y abundantes que se amontonaban en mi triángulo púbico.

Cayendo de rodillas, sumergió su rostro en aquella selva roja y fragante, su lengua se proyectaba más atrás, acariciándome el clítoris, arrancándome estallidos de energía orgásmica, que me hacían vibrar apoyada en el borde del escritorio de mi oficina, me estaba dando una mamada maravillosa.

—¡Ooohhh...! que rico —suspiraba, gemía, me estremecía y movía las nalgas.

La lengua de Luciano penetraba en la rajada abierta, apartando los labios de la entrada con sus dedos, y entonces me templaba con la lengua, entrando y saliendo de mi intimidad, en largos golpes ensalivados que me hacían flaquear, aunque que me deleitaban, me excitaban, me enloquecían.

—No puedo más... Métemela ya... toda… la quiero toda… quiero sentir tu camote en mi papayita déjamela ir hasta los huevos —le pedí desesperada

Tenía mis chichotas entre sus manos, me las acariciaba, las apretaba y estrujaba.

Yo estaba jadeante, sudorosa, semi desnuda, mientras que él me lo mamaba sin cesar, recibiendo mis orgasmos nerviosos y cortos, pero relajantes

Me hizo cruzar una pierna sobre su cabeza, volviéndome de espaldas a él y colocándome de tal manera que mis nalgas quedaban empinadas, apuntándole directamente, al mismo tiempo hizo presión sobre mi espalda, obligándome a doblarme sobre el cristal pulido del escritorio, apartando los diseños y bosquejos que había estado trazando aquella misma tarde.

Se levantó colocándose sobre de mi trasero, sentí su dedo explorarme la panocha, revolviéndose en los jugos que borboteaban en mi rajada formando una miel casi liquida y deliciosa.

Luciano, se inclinó y su lengua bebió aquel néctar, envuelta en los vellos ásperos que rodeaban mi rajada, al final en dirección al ojo del culo.

Lo siguiente fue que su lengua estaba en mi ano, penetrándome en el mismo, en lo más profundo de mi recto, haciéndome sentir tanto placer que comencé a masturbarme, deslizando una mano entre el escritorio y mi vientre, frotándome la panocha con todo vigor e intensa calentura.

—Ya no me hagas sufrir, métemela toda, chingame, quiero que me jodas como no te has parchado a nadie —le gritaba completamente fuera de mí.

No me reconocía, no era yo la persona que pronunciaba aquellas palabras, sin embargo, no podía negarme y engañarme esa era la verdadera mujer que había en mí y que ahora emergía ansiosa de gozar una buena cogida.

Luciano, sumergió un dedo en lo profundo de mi ano y otro en mi papaya, yo me estaba chaqueteando, aunque al mismo tiempo el dedeo de él me tenía desquiciada.

Yo desfallecía sobre la mesa, mis chichotas aplastadas contra el cristal y dejaba que las lágrimas de placer corrieran libremente por mis mejillas.

El final fue único, ya que él se levantó de pronto y me clavó su gran macana, endurecida al tope, en la pucha, alternándola con movimientos cachondos, saliendo de mi vagina y clavándose en mi recto.

En ambos huecos, abría las paredes, a su paso, con su empuje, haciéndome perder las escasas fuerzas que me quedaban en aquella descomunal penetración que ya no sabía por dónde me llegaría.

Los dos nos movimos como locos, con todo el deseo concentrado en nuestros genitales, hasta que explotamos en un orgasmo atómico, que nos estremeció de la cabeza a los pies. Y mientras que los enormes chorros de crema candente se incrustaban en mi vagina, bañándome las entrañas, como disparos de ametralladora, mi miel bañaba su rica y potente pingota.

Nos vestimos de prisa e hicimos una cita para vernos, aunque algo extrañada, aunque no me importo ya que en ese momento me sentía realmente feliz.

Bueno con decirte que cuando volvimos al salón, mientras contemplábamos la exhibición de modas, sentía que se me resbalaba la rica crema que él me aventara por entre las paredes de mi vagina, causándome otro orgasmo con esa rica sensación de sentirme rebosante de placer.

Una semana después, tal y como lo habíamos acordado, acudí a su casa para hacerme cargo de sus dos hijos, sí, me iba a presentar como una niñera, cuando llegué, Luciano, no estaba y me recibió su esposa, tratándome amablemente y ofreciéndome a instalarme con ella mientras esperábamos a su marido.

Marcela, resulto una persona muy agradable y simpática, además de hermosa, me invito un trago y me dijo que sus hijos estaban dormidos, así puso una película en el reproductor de Blue Ray y sin poderlo evitar concentre mi mirada en aquellas escenas eróticas, pornográficas, que se proyectaban, me encanto la idea, ya que todo mi cuerpo comenzó a calentarse.

De reojo la vi a ella, estaba sentada con las piernas abiertas y con su mano se acariciaba la pucha por sobre las pantaletitas que dejaba escapar una buena cantidad de pelos, ya que se veía que estaba muy peluda.

El verla así me calentó más de lo que ya estaba, así que me abrí de piernas y clavando mi mano por abajo de las pantaletas, comencé a acariciarme la panocha, no pude reprimir el gritito de placer que escapo de mi garganta al momento mismo en que mi dedo se deslizaba con facilidad en mi empapada papaya que necesitaba un consuelo de manera urgente.

—Si yo te ayudo será mucho mejor —me dijo ella de pronto.

Iba a protestar, a exponer todas esas teorías de lo que no debe de ser, aunque no pude, su mano ya estaba en mi pucha y la sobaba de una manera deliciosa, así que me relaje y recostándome en el respaldo del sillón, abrí mis piernas por completo, para que ella pudiera manipular a gusto.

Me despojó de las pantaletas y sin esperarlo, me regalo una deliciosa y exquisita mamada que no olvidaré nunca en mi vida, era tan diferente sentir una boca femenina, tan tibia, tan delicada, tan experta, jugando con mis labios mayores y con los menores, sin perder de vista al clítoris que también recibía un tratamiento especial que me tenía al borde del orgasmo más bello del mundo.

Me acosté en el sillón por completo, despatarrada y dejé que ella mamara de aquella manera tan especial, todo mi cuerpo le perteneció sin ningún reparo, no hubo nada que no le brindara, hasta las dos intensas venidas que le embarraron su cara, aunque que la incitaron más.

Se levantó y sin poderme contener la besé, sí, clavé mi boca en la suya, chupando mi propia miel, gozando de su sabor y de su frescura, disfrutando plenamente de aquello que me brindaba tan generosamente.

Nuestros labios de identificaron, casi de inmediato y por completo y nos besábamos de una manera tan sabrosa y excitante, gozando de esas caricias que nunca antes me habían parecido tan fabulosas y deliciosas como en ese momento, estaba entregada por completo a las manos de esa experta mujer.

Quise corresponderle a su atención y la recosté en el sofá, mi boca se clavó en su peluda y empapada panocha y comencé a chupar como había sentido que ella lo hizo conmigo, estaba empinada con las nalgas al aire, para que mi postura fuera más cómoda y pudiera maniobrar.

El sabor de aquella pucha me tenía enajenada, era sensacional y sabroso, así que me concentre en ese punto con toda la fuerza de que era capaz.

Ella levantaba sus nalgas para restregar más su rajada contra mi boca, haciéndome probar hasta lo más íntimo de su vagina, la cual se contraía deliciosamente sobre mi lengua, como invitándome a disfrutarla de manera plena.

No supe en qué momento entró Luciano, a la sala, aunque estoy segura que vio todo lo que nosotras habíamos hecho, la cuestión es que se acercó sigilosamente a mi espalda y sujetándome por ambas nalgas, las abrió y de un firme empujón me clavó la pinga hasta el fondo mismo de mis entrañas.

Gemí, grité, aunque no solté el dulce fruto que estaba saboreando, era maravilloso, estar clavada de aquella manera, mientras el bombeaba a mis espaldas, yo chupaba la papaya de su mujer, que a cada momento me gustaba más y más.

Marcela al darse cuenta de aquello, se fue reptando en el sofá hasta colocarse bajo mi cuerpo, estábamos en un estupendo 69, aunque ella no mamaba mi pucha, sino que lamía los huevos y la pinga de su marido cuando esta aparecía saliendo de mi vagina, y con ese movimiento, de cuando en cuando, su lengua alcanzaba mi rajada y eso me daba un placer adicional.

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