CAPITULO 4
Abril 1992
— Papi, mi mami dice ¿que si te vas a bañar después de no-sotras?
— Sí — responde distraído mientras aporrea desesperado los botones de la consola.
— Voy a decirle.
Y corro emocionada hasta el baño mientras voy quitándome la ropa, de repente me caigo y doy de cabeza con la mesa de noche de mi mamá y comienzo a llorar.
Mi mamá grita "Jean se cayó la niña. Corre", mientras va cerrando el grifo de la ducha y se apura a salir. Mi papá corre a mi encuentro y queda pálido al verme. Pone su mano en mi herida y casi que la cu-bre por completo. "Se partió la frente", le grita a mi mamá, pero jus-to en ese instante ella sale del baño y ahoga un grito. Mi papá esta-ba vestido, así que mi mamá corre a ponerse lo primero que consi-gue en el closet.
No dejo de llorar, y volteo para ver qué es lo que gotea en el piso. Una gran mancha roja de sangre se va formando en el piso. Mancha la cerámica y corre por las líneas divisorias.
21 de Noviembre de 2015
Más de 20 años han pasado y aún puedo ver entre las divi-siones la mancha marrón, roja en su momento. Después de tanto tiempo, aquel recuerdo cuando tenía apenas 4 años permanece in-tacto, tan grabado en mi memoria como la mancha marrón en la di-visión de la baldosa.
Miro las muchas manchas de sangre en mi pantalón y sé que no las podré quitar, ni del pantalón, ni de mi cabeza, a pesar de que no logre recordar cómo llegó allí. Por un momento mi única angus-tia es no poder quitar la sangre de mi pantalón favorito de Pull & Bear, ese por el cual luché en la rebaja de diciembre porque era el único que quedaba de mi talla y que además, es el único que hacía maravillas con mi culo. Suspiro frustrada y alzo la vista hacia el mar para caer en cuenta otra vez de cuál es el verdadero problema:
—No es mi sangre. La sangre no es mía. Es sangre de otra persona. No soy la que está sangrando. No es mi sangre, no es mi sangre. —Lo repito en voz alta como un mantra, mientras contem-plo las manchas rojas, secas en mi pantalón, en contraste con mi piel blanca, sin heridas.
Me quito el pantalón porque la mancha roja me quema la piel. Lo pateo desesperada con los pies tan lejos de mí como soy posible e inspecciono mi pierna centímetro a centímetro. Nada. No hay ningún rasguño del que haya podido sangrar lo suficiente.
El mundo comienza a dar vueltas a mi alrededor, mi visión se vuelve borrosa y mi respiración escasa y dificultosa. Cuando siento que comenzaré a perder la razón, me esfuerzo en tranquili-zarme dando varios suspiros, uno por cada vez que mi razonamiento concluye que ese líquido rojo no me pertenece.
Flexiono mis piernas y las abrazo con fuerza, mientras me concentro en mi respiración. Parpadeo varias veces para tratar de aclarar mi visión borrosa. No es la primera vez que hiperventilo, tampoco la primera vez que caigo presa del pánico, así que la rutina para calmarme me la memoricé hace mucho tiempo.
Un poco más calmada, me fijo en las viejas cicatrices que tengo en las rodillas. Una es producto de una caída desde un árbol de man-go, cuando lo escalé hasta arriba sin que me importara los gritos de mis amigos para que me bajara.
Pero aparte de esa cicatriz, y algunas otras de diversas aven-turas, mi piel estaba magullada. Tenía varios moretones, algunos ya algo viejos, que recordaba a la perfección por qué y cómo llegaron hasta ese lugar. Sin embargo, uno de ellos, en la parte posterior de mi pierna izquierda, dos veces más grande de los que de forma usual tengo, era un desconocido en mi piel. Su tamaño me pertur-baba, pues ninguna vez había tenido semejante golpe. Apenas lo ro-cé con la yema de mi dedo, envió pequeñas corrientes eléctricas a lo largo de mi pierna, subiendo por el estómago, llenándome la boca de bilis, y reactivando todos los nervios que conseguía a su paso. Para cuando llegó a mi cabeza, un pequeño escalofrío recorrió mi cuero cabelludo y fue en ese santiamén cuando recordé: El cuchillo.
Mis recuerdos iban y venían de forma errática. Un momento estaba en el faro, y al otro estaba en el día anterior, ese día que no recordaba y que no estaba segura de querer recordar.
Había un cuchillo en mi mano. — Recordé.
No, en el piso. Apreté mi rostro con mis puños y cerré con energía mis parpados, aferrándome a la reminiscencia de lo que pa-só.
El cuchillo estaba en el piso de mi cocina y estaba tratando de agarrarlo. La imagen se volvía clarificaba poco a poco.
Yo también estaba en el piso y trataba de agarrarlo, pero no podía, no alcazaba. Cerré mis parpados con fuerza, y clave las pal-mas de mis manos en cada ojo, tratando de sumergirme en el humo que era mi memoria antes de que se disipara.
Había un cuchillo en el piso y me encontraba forzando mis dedos en su mayor longitud para alcanzarlo. Frustrada abrí los ojos y limpié las lágrimas que forcé salir.
Angustiada y desesperada por saber, acaricié con fuerza el golpe de mi pierna, esperando volver a desencadenar la descarga eléctrica que despertaba mis neuronas borrachas. Y allí estaba, otra vez el recuerdo.
* **
20 de Noviembre de 2015
El cuchillo estaba en el piso de la cocina. Lo había dejado caer por accidente horas antes; pero nunca tuve la oportunidad de recogerlo. Y cuando caí al piso, y rodé sobre mí misma para alejar-me, lo vi.
Sus manos fuertes, varoniles, que en otro momento me resul-taban tan atractivas, me sujetaban por el tobillo y escalaba por mis piernas. Estiraba mis manos hacia el cuchillo. Pataleaba y lanzaba golpes a ciegas con mi mano derecha. Un golpe fuerte en la pierna izquierda me hizo gritar de dolor. Pero fue el empuje emocional que me faltaba para agarrar el cuchillo.
Lo sujeté con mi mano izquierda, tan fuerte que mis dedos se pusieron blancos, cambié la empuñadora del filo, para que apun-tase hacia atrás y lancé varias estocadas. Con las primeras se liberó mi tobillo y pude dar medio giro sobre mi cuerpo. Con la segunda ola de cuchilladas, zafé mi pierna derecha de su peso y con toda la fuerza de la que fui capaz, la utilicé para propinarle una patada ca-paz de liberarme. Y le di fuerte en la cabeza. Un sonido sordo aho-gó mi pequeño gruñido y luego vino el silencio.
En cuanto me soltó retrocedí a rastras con el cuchillo, cam-biándolo a mi mano derecha para usarlo mejor. Él yacía boca abajo, inmóvil.
Vi un pequeño hilo de sangre salir arrastrándose debajo de su cuerpo, tal como lo había hecho yo segundos antes. Estaba hi-perventilando cuando vi mi mano izquierda, donde estaba segundos antes el cuchillo, ensangrentada en su totalidad. De la impresión lo solté y retrocedí otra vez. El contacto de mi espalda con el frio de la pared hizo que explotara la bolsa de adrenalina y pánico que es-taba conteniendo. Gateé hasta el cuchillo y me levanté. Limpié con fervor mi mano del pantalón y volví a mirar su cuerpo. Igual de in-móvil, igual de aterrador.
Tomé mi cartera cuando pasé trastabillando por el comedor, y con cuidado de no manchar la puerta, la abrí y salí.
* **
21 de Noviembre de 2015
La sangre no era mía, era de Dominic.