2, Milo
Es como caer en un pozo profundo sin fin. Es sentirte rodeado, pero a la vez no percibir nada ni a nadie. Es oscuridad. Es el letargo del vacío. Es la muerte y luego… la luz.
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Trato de abrir los ojos, pero mis párpados se sienten pesados. Un entumecimiento me recorre desde la cabeza hasta lo que considero son mis pies, intento moverme pero no puedo. Al no lograrlo la desesperación se hace presente, entonces sucede, puedo abrir los ojos y lo primero que diviso es una intensa luz sobre mi rostro.
—¡Ariana, cariño! —llamo con desesperación.
Si en verdad existe el cielo y estoy en él, esperaba al menos que lo primero que pudiera contemplar es el rostro de mi chica.
La luz no se aleja y tampoco puedo moverme. Sé que por lo que hice que es imposible que me encuentre en el «paraíso» y si no estoy ahí, ¿dónde diablos me encuentro?
De repente todo se vuelve claro.
—¡No, no, no quiero estar aquí!
Forcejeo conmigo mismo para tratar de levantarme, pero no puedo. La luz dejó de ser esperanzadora y se ha vuelto un recordatorio más de lo perdedor que puedo llegar a ser.
¿Quién iba a pensar que ni siquiera un suicidio me saldría bien? Soy patético.
Un par de enfermeras y lo que parece ser un médico entran en mi línea de visión. Una de las enfermeras aleja de mi cara la lámpara permitiéndome poder percibir más ampliamente todo el panorama.
—Tranquilo, señor Hope. —La voz del médico es áspera, como si se acabara de levantar— Todo está bien.
La verdad es que no le creo nada. «Bien» estoy todo menos eso.
Una de las enfermeras toma el catéter de mi mano y comienza a inyectar una sustancia mientras el médico y la otra enfermera toman mis signos vitales. En menos de lo que creo, todo se comienza a volver borroso. Mis sentidos de nuevo se vuelven a dormir y mis ojos se sienten pesados. Lo último que alcanzo a oír es al médico ordenando que busquen al psiquiatra.
Lo que me faltaba, un loquero.