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Deliciosas Fantasías

No me importaba ya si pecaba de gula, por estar mamando de aquella manera, aunque su delicioso miembro estaba tan duro y firme, que me volvía loco de placer, mi sueño anhelado durante tanto tiempo, se estaba haciendo realidad.

No hubo necesidad de masturbarme, pues era tal mi efusividad, que mojé mi pantalón hasta vaciarme. ¿Cuánto tiempo permanecí así…? No lo sé, de verdad, no lo sé, ¿mucho o poco? Fue maravilloso, es tan lindo ver dormir al hombre que amas.

Aunque es mas lindo sentir que te baña la garganta con su miel deliciosa, que se la chupas hasta dejarlo seco, y que luego, con toda devoción, le limpias el chile para no dejar huella alguna de tu momento glorioso, paladeando su rico sabor y aspirando su embriagador aroma que resultó increíble.

Cuando todo hubo terminado, cuando mi golosa boca y mi pasión por él hubo sido satisfecha, con la misma calma y seguridad con la que había actuado, procedí a guardar su chile, le subí la trusa, le acomodé el pantalón y luego, me dormí en sus piernas, satisfecho y feliz por lo que había logrado esa madrugada.

Gracias a todos los cielos, nadie se dio cuenta de lo que había hecho, nadie pudo imaginarse siquiera lo feliz que me hizo haberlos acompañado.

Ya de regreso, Paco, me comentó que entre sueños recordaba que Emilia, estaba con él, abrazándolo y besándolo con deleite, que hasta "se había bajado al río" y había mamado como si se le fuera acabar el mundo.

En ocasiones, a manera de relajo, me alburea y me dice:

—"Ya buen, mámamela", o "pégatele como becerro de año"

No pasa a mayores. Y no sabe que yo, encantado y con mucho amor, le prodigaría las caricias que él quisiera y como quisiera, sin esperar nada a cambio.

Sí, estoy condenado a amarlo en silencio, ya que él es muy “moral" en ese aspecto; y este amor, aunque limpio y sincero, no es bien visto por la sociedad… que nos rodea y nos limita en nuestros anhelos amorosos.

Y lo peor de todo, es que yo creo que, ni para él sería una relación aceptable.

*******

Hay una frase que dice que: “Dios nos dio la fantasía para compensarnos por lo que no somos y el sentido del humor para consolarnos de lo que somos”.

La fantasía es algo es algo inherente al ser humano, todos fantaseamos en diferentes formas. Hay quien le apena revelar sus fantasías, por temor a ser objeto de burla; aunque, ¡maldita sea! Nada tiene de avergonzante darle vuelo a la imaginación y precisamente, compensarnos por lo que no somos o lo que no tenemos.

Y de entre todas las fantasías, la que más estimula al ser humano, es la fantasía sexual; entregarnos salvajemente a una pasión en que no hay límites ni trabas… entrar a ese cielo nebuloso donde el deseo más anhelado se convierte en realidad por medio de la mente… estar en tus brazos “Luismi…”, mi Luismi, Luis Miguel de todos y de todas.

Estuve allí, aquella vez que diste, un concierto en el Auditorio Nacional, fui enviado como miembro de tu cuerpo de seguridad para protegerte del ataque de tanta niñita que se convierte en fiera para acercarse a ti, para tocarte o cuando menos que la mires un instante.

Gritos, llanto, pasión, entrega, deseo enfermizo, todo eso despiertas a tu paso… y allí estaba yo, conteniendo a la chusma enloquecida que empujaba como oleaje en noche de tormenta tratando de derribar las barreras.

Con rapidez y seguridad, llegaste tú a la entrada y pasaste muy junto a mí, sonriendo con ciertos nervios, apresurando el paso en medio de los guardaespaldas para ganar la entrada sin que nadie te lo pudiera impedir.

De pronto, te detuviste y buscaste entre la gente con la mirada, haciendo una seña a alguien de los tuyos, quizá tu representante, a quién le diste al oído alguna instrucción. Él se acercó enseguida a mí y me invitó a pasar a tu camerino.

Increíble, no podía ser, estaba yo allí, en medio de un enorme vestidor, contigo como figura central y una veintena de gente entrando y saliendo.

—Déjenme un momento sólo con mi amigo —indicaste y al instante todo mundo buscó la puerta y salió sin preguntas ni excusas, sólo se salieron.

Quedé atónito, ¡Estábamos solos tú y yo! En aquel lugar que instantes antes era un manicomio. No supe qué decir, sólo te miré.

—Hola, soy Luis Miguel, ¿y tú? ¿Quién eres? —pronunciaste con esa sencillez tan cándida como imaginaba desde mucho antes que eras.

—Héctor… —contesté estúpidamente, viéndote aproximarte a mí.

Me atenazaste con tus manos de hombre por los brazos y antes de decir más, uniste tu boca a la mía en un beso salvaje, lleno de fuego y pasión… tú lengua habilidosa traspasó mi dentadura y recorriste sabiamente mi paladar antes de restregar tu lengua con la mía en un juego por demás excitante y delicioso.

—Anda, chiquillo, desnúdate ya, que no tenemos mucho tiempo. El concierto empieza en unos momentos —me ordenaste cuando ya besabas mi cuello con desesperación, con ese ardor que sabes poner en todo.

¡Mala suerte! Yo estaba sudoroso por el esfuerzo que hice y el calor que había allá afuera, no podía entregarme así… aunque tu maravilloso amor fue muy superior a cualquier obstáculo que pudiera haber surgido.

Me arrancaste la camisa para besar mis tetitas, sorbiendo mis pequeños pezones que se inflamaron ante el poder de tu caricia.

Ambos forcejeamos con el pantalón y lo medio bajamos para darte oportunidad de acariciar mis nalgas, esas cosas tan paraditas y tiernas con que me dotó la naturaleza y que causaron tu locura, pues las acariciaste con frenesí.

—Luismi… ya por favor… no me hagas sufrir más… hazme tuyo… te lo imploro, quiero sentirte en mí —dije con trabajos enorme, pues el deseo me enfermaba.

Tomé tu rostro entre mis manos y miré tus ojos claros, maravillosos unos segundos, que me parecieron siglos y luego, asumiendo la iniciativa, fui yo quién te besé con toda mi desesperación, chupando tus labios y tu lengua hasta sentir que me atragantaba de placer, de gusto, de pasión de todo.

Locura indescriptible fue, cuando, estando ambos desnudos, sentir el poder de tu miembro penetrando mis entrañas, sentir tus testículos duros y redondos reventando contra mis nalgas un sin fin de veces, y tus uñas se clavaban en mi espalda y mis costados cuando me acariciabas como hombre, dominándome, sometiéndome al inmenso placer y a la vez él torrente de saberme tuyo. Tocaron a la puerta y alguien gritó desde afuera que ya era hora de comenzar el concierto.

—¡Qué se esperen! —ordenaste tajante, aprovechando a la vez la oportunidad para ponerme boca arriba y levantando sobre tus hombros mis piernas, colocaste mis nalgas a la altura de tu miembro para continuar con la segunda parte de nuestro desenfreno, con el resto de lo que me faltaba para saborear tu rico camote:

—Quiero verte —aclaraste— darme cuenta de los gestos que haces cada vez que te la meto, verte poner los ojos en blanco cuando me sientas totalmente en ti.

—Sí, papacito, te quiero muy grande… oh, me lastimas… no dejes de cogerme… soy tuyo, te pertenezco… haz conmigo lo que quieras, tu perra, tu esclavo, tu puta.

Largo, muy prolongado fue nuestro contacto y mil cosas nuevas me enseñaste en ese instante, todo lo que me hiciste fue novedoso y culminaste con una descarga lechosa que inundó mi recto y refrescó todo mi ser.

Rendido, totalmente satisfecho, al grado de hacerme endurecer con mis espermas la tela de una de tus camisas que accidentalmente quedó bajo de nosotros sobre el diván donde lo hicimos. Luego, te mire exhausto mientras tú te bañabas y vestiste lentamente, sin apartar la vista de mí.

—Cuando te vistas, me alcanzas en el escenario, puedes ver el show entre telones para que no te pierdas nada —y nos despedimos con un beso.

Momentos después, te vi desde muy cerca, dando el mejor concierto de tu vida, ante un público entregado por completo a la magia de su presencia y tu arte…

Alguien me dio un golpecito ene l hombro para indicarme que era hora de retirarnos de la entrada posterior del Auditorio y yo desperté del sueño que me llevó a estar contigo, gozando de aquella manera tan deliciosa y pasional

En realidad, no ocurrió nada de lo que escribí, no fue así, aunque en sueños, en mis fantasías, en mis ardientes locuras mentales, me perteneciste, como perteneces a toda aquella persona que ha estado junto de ti y se magnetiza con tu imponente personalidad, y que seguramente, más de uno y de una estarían dispuestos.

No sólo a dejarse poseer de la manera en que yo lo alucine, sino en todas las formas y maneras que a ti se te antojara, porque somos tus incondicionales.

*******

Soy enfermero y trabajo en el Seguro Social de la preciosa isla de Cozumel.

Tengo 20 años y acabo de salir del Colegio de Enfermeras de la ciudad de Chetumal, llevo dos años trabajando aquí y nunca me había tentado de esta manera el destino.

Todo comenzó una mañana en que llegué con unos pantalones ceñidos blancos y una filipina que me cubría la mitad del trasero, dejando notar mis nalgas morenas por el sol, dado que no uso ropa interior por comodidad.

Mi manera tan peculiar de caminar entre masculino y muy sexy, le llama la atención a mis compañeros que saben que soy gay ¡y a mucho orgullo! Aunque me respetan porque me doy mi lugar, cuchichean a mis espaldas, y hasta ahí, me aceptan, no tienen otra opción, los que no lo aceptan, pues es su problema.

Afuera había un sol divino y calor sofocante. Me dirigí a bañar al paciente de la cama 11 en su propia cama, debido a una fractura de tobillo y otra en el antebrazo derecho. No se podía mover, se llama Onasis, era futbolista, de escasos 30 años, con un cuerpo que parecía arrancado de una leyenda griega.

Quede anonadado ante ese cuerpo semi desnudo, cubierto sólo por una ligera sábana blanca que apenas le cubría el pubis y una pierna.

Me acerqué y le dije al oído su nombre. Abrió sus grandes ojos grises, como de lobo, y sus tupidas pestañas que se movían como palmeras.

Me dio los buenos días y me llamó por mi nombre. Yo me sorprendí. Sonrió entre amable y coqueto, dejando ver sus blanco y muy bien formados dientes.

Para disimular mi turbación, le di espalda y fui por el recipiente con agua y las toallas. Me preguntó por la enfermera que lo baño días anteriores. Le pregunté que si le gustaba y él soltó una carcajada y dijo que sí, pero para una noche de invierno, dado que mi compañera pesa noventa kilos cuando menos.

Mientras hablábamos de cosas triviales, le pasé la toalla húmeda por el rostro y cuello. Mis manos descendieron a sus hombros delineados, adivinándose horas arduas en el gimnasio, sintiéndose la dureza de sus músculos.

Restregué otra toalla un poco más fuerte por su bien dividido tórax.

Sus pezones mojados se contraían con el contacto de mis manos enjabonadas y bajaban por su abdomen.

Yo trataba de disimular mi erección, mi pene endurecido y palpitante pegado a mi entrepierna. Las manos me temblaban cada que estaba más cerca de su pubis.

Por un lapso de 5 a 10 minutos, él ya no dijo nada, cerró sus ojos y se arqueaba ligeramente al sentir mis manos en su abdomen y mi dedo que introduje en su ombligo, hasta llegar a su pubis.

Le quité la sábana que tenía entre las piernas lampiñas y gruesas como dos columnas de mármol, dejando ver un hermoso falo, con un glande rosado que se elevaba hacia su ombligo, potente y vibrante, listo para la acción.

Conteniendo mi excitación, le dije que su pene y testículos debía lavarlos él mismo. Al oír esto, me miró de forma interrogativa y me dijo que si no me daba cuenta que tenía un brazo enyesado y en el otro tenía el catéter del suero.

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