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Capítulo 4

Unos minutos antes de la hora de comer, llego a casa. Supongo que mi padre ya habrá llegado desde su queridísimo bufete de abogados y me espera.

Resollando y cansada, dejo la mochila en el suelo cuando entro.

— ¿Dónde has estado? — Se asoma por la puerta de la cocina, mirándome con cara de pocos amigos.

— En clase, papá — Bufo, sentándome en uno de los taburetes — ¿Dónde iba a estar?

— Dímelo tú — Chasquea la lengua y vuelve a la olla para darle vueltas a lo que sea que tiene en el fuego — Me he enterado que te has ido a primera hora de la mañana, ¡a primera! ¿Ni siquiera puedes aguantar dos o tres horas más?

— No ha sido mi culpa — Sin mirarlo, cojo un trozo de pan, al que le saco la miga y con la que empiezo a hacer bolitas, ¿cómo ha podido enterarse tan rápido? — La profesora me tiene manía y...

— Ya, te tiene manía — Sentencia, interrumpiéndome — Siempre te tienen manía, Victoria. ¿No te das cuenta de que no puede ser que el mundo esté contra ti? El problema es tuyo.

No digo nada, sigo removiendo la miga entre mis dedos, pareciendo indiferente pero dando vueltas a lo que me acaba de decir. Siempre lo hago, aunque él crea que no, aunque, como dice mi padre, todo el mundo diría que no, a veces sí pienso que todo está en mi contra.

Pone un plato de pasta frente a mí y sentándose en el taburete que queda libre, comenzamos a comer en silencio.

— A las cinco tienes natación — Dice. Pensé que, con todo lo que tiene que trabajar, se le habría olvidado... pero no. — ¿Quieres que te lleve?

— A esa hora estás trabajando — Busco cualquier excusa.

— Vendrá un cliente a las cuatro a casa, debemos solucionar unas cosas — Susurra, creo que más para él que para mí — Acabaremos antes de las cinco, podré llevarte — Insiste.

— Déjalo papá — Apuro rápidamente lo que me queda de plato para largarme de ahí — Yo me apaño.

— ¿Irás, verdad? — Nos mirarnos a los ojos. Pocas veces lo solemos hacer. Los suyos simplemente expresan una ternura que me remueve por dentro. Tengo que tragar saliva para recomponerme. — Prométemelo, Victoria.

Coge mi mano, y la aprieta con suavidad, sin dejar de mirarme. Muerdo mi labio inferior con nerviosismo, no puedo prometérselo, no debo...

Me aburro, papá y mamá hablan con dos señores mayores hace mucho rato, así que, sin que ninguno de los dos pueda darse cuenta, suelto la mano de mamá cuando veo un perrito, quiero tocarlo.

Una mujer lleva al perro de la correa y cruzan la calle, pero yo quiero acariciar al perrito y los sigo...

— ¡Victoria! — Dos fuertes brazos me agarran de la cintura, levantándome los pies del suelo cuando estaba a punto de cruzar — ¡No puedes cruzar la calle tú sola!

— El perrito, papi, quería tocar al perrito... — Le digo, soltando las primeras lágrimas, me ha asustado — ¿Estás enfadado conmigo?

— No princesa, no — Por fin sonríe, haciendo que bajo sus ojos se marquen unas minúsculas arrugas — Pero prométeme que no lo vas a volver a hacer, ¿vale? — Me mira a los ojos mientras me acaricia la mejilla.

— Te lo prometo, papi.

— Muy bien, cielo — Asiente — Las promesas siempre, siempre, siempre se cumplen, ¿de acuerdo?

— Siempre — Río, alegre. Papá no está enfadado conmigo.

No estoy allí, en los brazos de papá. Eso fue hace años, hace muchos años, pero lo recuerdo como si hubiera sido ayer. Las promesas siempre se cumplen, así había sido desde ese día...

— ¿Qué dices, Victoria? — Mi padre sigue ahí, con muchas más canas y alguna que otra arruga, pero con la misma sonrisa tierna.

— Yo papá... — Es una de las pocas veces que agradezco que suene su maldito teléfono, por que interrumpe algo que no quería decir.

Papá me mira por última vez antes de levantarse y atenderle su móvil. Cojo ambos platos, ya vacíos, y los dejo en el fregadero mientras escucho algo de su conversación. No pongo la oreja, ni soy cotilla, pero papá habla en voz alta y oigo casi sin querer.

— Si, a las cuatro tal y como habíamos acordado — Dice serio, siempre es así en su trabajo — Hasta ahora, Izan.

Paso por su lado y me dejo caer en el sofá, cuelga el teléfono y veo cómo rebusca en su maletín de cuero negro hasta encontrar varios papeles que esparce sobre la mesa.

— ¿Por qué viene aquí un cliente? — Le pregunto por curiosidad — Siempre os citáis en el bufete.

— Esto es un trabajo por mi cuenta — Murmura.

— ¿Por tu cuenta? — Esto sí que es una novedad, en los dieciséis años que tengo, papá nunca ha hecho algo como esto.

— Si, Victoria — Deja un par de folios y me mira — Digamos que... es un favor personal.

— Ah, ya — Asiento, cogiendo el mando y encendiendo la televisión mientras él vuelve su atención a la pila de papeleo.

Nos ponemos cada uno a lo nuestro, como si el otro no estuviera ahí. Ni siquiera sé hace cuánto tiempo no mantenemos una conversación de, ¿cuánto? ¿Cinco minutos? Antes lo hacíamos, nos contábamos todo... si, antes, cuando mamá todavía estaba aquí con nosotros.

Intento concentrarme en un episodio repetido de la serie que he dejado puesta en el televisor pero, cuando me vienen pensamientos como esos, no hay manera.

Mi teléfono suena, veo el nombre de Ivi y descuelgo enseguida.

— Hola, ¿qué pasa?

— ¿Vienes a mi casa? — Puedo notar enseguida que ha bebido aunque, ¿cuándo no bebe Ivi?

— No me apetece, me he quedado relajada — Contesto, recostándome en el sofá — ¿Más tarde?

— ¿Crees que las cosas siempre van a ser cuando a ti te venga bien? — Su tono de voz ahora es serio, pongo los ojos en blanco. — Cuando te apetezca levantar el culo me llamas, adiós.

Cuelga antes de que pueda replicar, bufo enfadada, siempre hace eso. Tiro el móvil contra el sofá y descubro la mirada de papá sobre mí.

— ¿Crees de verdad que te conviene un chico como ese, Victoria?

— Déjame, ¿vale? — Me cruzo de brazos sin mirarle, con mis ojos fijos en ninguna parte, ¿me conviene un chico como Ivi? Si, él estuvo ahí, él me ayudo...

Unos minutos después suena el timbre de casa y, como no tengo ningún ánimo de escuchar una de esas aburridas conversaciones que suele tener papá, apago el televisor y decido subir a mi habitación.

A lo lejos escucho como papá abre la puerta y segundos más tarde otra voz de hombre, supongo que del supuesto Izan al que papá le hará un favor personal. Es raro, muy raro... papá es el típico hombre que aunque se lo proponga, es incapaz de infringir las reglas, y estar llevando un caso fuera de su bufete es, creo, una de las reglas más estrictas.

Por un momento pienso en esconderme tras el marco de la puerta y escuchar, simplemente por matar esa curiosidad que me ha entrado. Espero hasta que ambos están sentados, de espaldas a mí, para asomarme sigilosamente.

Cuando estoy empezando a agudizar el oído y a escuchar alguna que otra palabra suelta, la canción entre la ropa sucia de Cupido, de Melendi, que tengo como tono de llamada, resuena por toda la sala.

Cuelgo rápidamente, soltando de todo por la boca mientras me escondo, deseando que ninguno de los dos se haya dado cuenta.

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