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Ajuste

4

Valentina se sintió agotada. El sol estaba demasiado fuerte, le dolían los brazos, tenía sed y aún faltaba más de una hora para el receso del almuerzo. No podía creer la manera como pasaba el tiempo; ya eran tres meses desde el día de su cumpleaños, una fecha para nunca olvidar: Aquel día, Parcer, el jefe de los capataces, había entrado a su mazmorra y después de soltarle la cadena atada a la pared, la condujo al exterior, le deseó un feliz cumpleaños y estrelló con violencia el látigo contra su espalda desnuda haciéndola ver estrellas. Las lágrimas rodaron por sus mejillas mientras el cruel capataz colocaba grilletes en sus tobillos y muñecas. Al rato se vio encadenada a los brazos de otra muchacha de cabello largo y oscuro, quien al parecer, también estaba de cumpleaños. Sintiendo el látigo una vez más sobre su espalda y queriendo morirse en ese preciso instante, se sintió halada por uno de los capataces menores, quien sin miramiento alguno, la condujo, junto con su compañera de desgracias, a través de una larga extensión de arena y piedra hasta llegar al pie de una enorme y pesada puerta, ubicada en la muralla encargada de separar el campamento de las muchachas menores con el de las mayores de edad. Era su segunda vez en aquel sitio, habiendo sido la primera, el día de su lucha en el barro con Estefanía. Recordaba haber pensado, mientras sus pies descalzos pisaban el duro camino de piedra, en tener la suficiente fortuna para volver a verse con su hermana, siendo las dos parte del nuevo grupo de esclavas mayores de edad. Y su deseo se cumpliría, pero de la manera menos deseada. Una vez estuvieron en un sitio denominado por los dorianos como “Plazoleta Central”, ella y su compañera fueron sujetadas por las muñecas a la parte alta de unos postes, obligándolas a estirar los brazos por encima de sus cabezas y a empinarse para lograr tocar el suelo y no quedar con sus pies colgando. Bajo un intenso sol, no pasaron menos de dos horas en aquella incómoda posición, antes de recibir un poco de agua por parte de uno de los capataces, quien se presentó como Pascual. , había dicho aquel hombre mientras acariciaba el mango de su látigo. El dolor sentido por Valentina, el cual iniciaba en los dedos de sus pies, subía por sus esbeltas piernas, se acentuaba en su cintura y terminaba en sus brazos, a duras penas la dejaba entender las palabras de aquel hombre. El hombre se había alejado, dejándolas en medio de su agonía por una hora más, antes de regresar acompañado por Parcer, tres capataces más y un grupo de más de cincuenta mujeres, todas ellas llevando como única prenda un taparrabos y llevando grilletes en tobillos y muñecas. Obligadas a formar al estilo militar frente a los postes donde ella y su compañera se encontraban atadas, Valentina recordó haber escuchado a Parcer dirigiéndose al grupo: . Nunca antes, y a pesar de haber pasado seis amargos años en aquel sitio, Valentina había sentido algo como lo de aquella tarde. Segundos después de pronunciadas las palabras de Parcer, vio a lo lejos como una muchacha se acercaba; iba totalmente desnuda, ni siquiera un taparrabos la cubría, los grilletes sujetados alrededor de sus tobillos iban unidos por una cadena mucho más corta a la usada por todas las esclavas, la cual la obligaba a caminar con suma dificultad. Tenía los brazos extendidos hacia los lados, encadenados a una gruesa vara, la cual reposaba sobre sus hombros y su nuca, obligándola a permanecer con la cabeza inclinada hacia adelante y haciendo aún más tortuoso su desplazamiento. A sus lados caminaban dos capataces, quienes no paraban de sentar sus látigos sobre la humanidad de la muchacha. El panorama no hubiese podido ser más impactante ni tener un mayor grado de salvajismo.

Valentina llevaba varios años, desde su llegada a aquel lugar, sin poderse mirar a un espejo, y tan solo un tenue reflejo de su rostro había logrado percibir en las aguas del rio. Pero era consciente de seguir siendo hermosa, al igual de cuando era una niña de doce años; se lo habían confirmado los comentarios venidos de los capataces y de algunas de las otras esclavas. Sin embargo, y a pesar de no tener una opinión exacta sobre su actual fisonomía, no dudó en concluir, con un sentimiento agridulce, que la pobre muchacha, víctima de los crueles tratos, era Estefanía, su hermana gemela. Se trataba de una esbelta muchacha, la más hermosa del campamento. Su cuerpo tenía la perfección de las mejores esculturas, su cabello, largo y castaño claro, le llegaba un poco más abajo de los hombros, y su rostro, a pesar del sufrimiento y la angustia reflejada, era sorprendentemente hermoso; de labios sensuales y carnosos, nariz respingada y unos llamativos ojos azules. No podía creer la reunión de tanta hermosura en un solo ser, era similar a estar observando la perfección vuelta realidad; era observar un ser creado por su imaginación con las mejores e inigualables cualidades reunidas en un solo cuerpo.

En medio de su dolor, fue testigo de la manera como su hermana era observada por todos: capataces y esclavas, por igual, no despegaban los ojos de ella mientras sus rostros reflejaban toda clase de expresiones, desde las de asombro y sorpresa hasta las de goce y crueldad. Entendía a las estupefactas mujeres, las cuales parecían entender lo expuesto ante sus ojos como un acto de salvajismo y crueldad, pero no podía comprender aquellas expresiones reflejadas en la mayoría de capataces. Parecían gozar viendo a su preciosa gemela sufriendo, al tratar de avanzar entre las cadenas, a pesar del enorme peso sobre sus hombros. Volteó nuevamente a mirar a Estefanía, y para su sorpresa, se encontró con la mirada de ella puesta en su rostro. Percibió una leve sonrisa en sus bellos labios, pero lo expresado por sus ojos le llegó hasta el alma: era claro el sentimiento de felicidad expresado en ellos. Eran seis años de obligada ausencia, aparentemente, llegando a su final; cerrando un siclo cargado de privaciones, sufrimientos y frustraciones soportadas en medio de la ausencia de sus seres más queridos, de una inmensa soledad. Y aunque las situaciones por venir pudiesen llegar a ser más duras, de unos niveles de dolor por encima de cualquier resistencia, como la sentida en aquel momento atada a aquel poste, al menos tendría a Estefanía a su lado.

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