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5

Estefanía pasó su primer mes, como mayor de edad, extrayendo mineral al lado de su hermana en las minas de carbón, considerado este como el trabajo más duro en todo el campamento. El segundo mes fue enviada a laborar en la construcción de una nueva carretera, algo igualmente duro para su gusto: la mina era difícil pero no tenía los efectos del sol actuando sobre su cuerpo como sí ocurría en la labor de la carretera. El tercer mes, el cual estaba a punto de terminar, nuevamente se encontraba al lado de su hermana, pero esta vez colocando rocas en la nueva muralla del campamento. Se trataba de jornadas largas, calurosas y extenuantes, su mente cada vez más cerca de la idea de poner fin a su triste y dolorosa existencia. Nunca, aunque llegara a vivir cien años, olvidaría aquel día en el cual cumplió los diez y ocho años. A pesar de no haber dado motivo alguno para ser castigada, los capataces se habían ensañado en ella. La despertaron con un baldado de agua fría y después de sacarla de su mazmorra, completamente desnuda y sin contemplación alguna, le propinaron un par de azotes antes de amarrarle un grueso madero a los extremos de los brazos, después de haberlo apoyado sobre sus hombros y su nuca. No sirvió de nada, como siempre solía suceder, su llanto, sus ruegos y sus gritos. Recordaba los grilletes, y la corta cadena atada a estos, uniendo sus tobillos y viéndose obligada a caminar de esta manera por más de cien metros, en medio de los azotes de los capataces, hasta llegar a la plazoleta donde la esperaban varias de sus compañeras, una muchacha atada a un poste de flagelación y la persona a la cual quería más en este mundo, su hermana gemela. Recordó haberse sorprendido ante la cruel escena, la cual mostraba a Valentina encadenada por las muñecas a la parte más alta del poste, obligándola a empinarse sobre las puntas de los dedos de los pies como única solución para no quedar suspendida en el aire. Pero se sintió aún más sorprendida, no solamente por la exuberante belleza de su hermana, sino también por el enorme parecido de las dos, lo cual pudo confirmar gracias a haber trabajado en la limpieza de las casas de los capataces, siendo una de las pocas esclavas con la oportunidad de observar su propio rostro en un espejo. Aunque le pesaba levantar la cabeza, gracias al madero sobre su cuello, logró hacerlo por un breve instante para darse cuenta de la leve sonrisa mostrada por Valentina, además de su expresión en la cual se mezclaban el dolor y la alegría. Seis años habían pasado desde la última vez en la cual estuvieron juntas, y aunque estaba enterada, gracias a Vartar, de algunos detalles de la vida de su gemela, volverla a ver, para reconfirmar su existencia, le dio la fuerza necesaria para resistir los dolores del castigo preparado por los capataces. Estaba segura de su obligación en encontrar alguna salida a su lamentable situación, y desde aquel momento lo empezó a ver como algo inaplazable y de vital y suma importancia si quería salvar su propia vida y la de su hermana. Sin embargo, los pensamientos de aquel momento habían sido interrumpidos por las palabras de Parcer, el jefe de los capataces: Estefanía supo inmediatamente cuál de las dos terminaría crucificada; el pesado madero sobre sus hombros se lo decía claramente. Recordó haberse dirigido a Parcer cuando estuvo lo suficientemente cerca de ella, lágrimas brotando de sus ojos: Pero solo burlas y risas recibió como respuesta antes de ver como Pascual, otro de los capataces, le propinaba una fuerte bofetada. La respuesta se la dio él mismo, instantes después, al obligarla a caminar hasta quedar a pocos centímetros del cuerpo de su hermana. >. Las palabras iban dirigidas a Valentina, quien no despegaba su mirada de los bellos ojos de su hermana y no demoró en mostrar el susto producido por la propuesta del cruel capataz. Estefanía recordó haber dado un pequeño grito como respuesta y de haber aceptado ser la receptora del cruel castigo a sabiendas de la imposibilidad de su hermana, quien debido a su agotamiento físico, el cual se reflejaba claramente en su rostro, no estaría en condiciones de aguantar una tortura de semejante envergadura. Pero los gritos de desespero de Valentina no se hicieron esperar, haciéndole perder la paciencia a Pascual, quien no dudó en propinarle un par de azotes mientras le aconsejaba guardar silencio sino quería terminar colgada de una cruz, tal y como estaba a punto de sucederle a Estefanía. Minutos después, tres de los capataces se encargaron de desatar a la hermosa muchacha, clavaron rápidamente el madero, previamente cargado por ella, a otro de mayor longitud de manera perpendicular formando una cruz, amarraron fuertemente sus muñecas a cada extremo de este y sus tobillos al de mayor longitud, y la levantaron hasta incrustar la base del madero más largo en un hueco previamente cavado por una de las esclavas. Estefanía sintió cómo todo el peso de su cuerpo migró hacia sus muñecas produciéndole un fuerte dolor, el cual se extendió rápidamente hacia sus brazos. Era poco el apoyo de sus piernas; las plantas de sus pies sin mayor soporte mientras sus tobillos sentían la dolorosa presión de la soga. Jamás había sentido tanto dolor: ni los azotes recibidos unos minutos antes, ni las bofetadas, ni los golpes, ni las largas y pesadas jornadas de trabajo produjeron en ella tanta pena como la sentida en aquel momento. Pero no solamente el sufrimiento físico la agobiaba, también la humillación sentida: el verse desnuda ante la mirada de más de cien esclavas y un nutrido grupo de capataces, quienes no paraban de reír y gozar con su sufrimiento, y delante de su hermana, quien a pesar de su propia agonía y sin importar las advertencias de Pascual, no paraba de gritar y rogar entre sollozos por la suspensión de tan degradante y cruel espectáculo. Sabía estar lejos de la capacidad física para llegar a resistir por más de unos pocos minutos. El dolor se hacía cada vez más intenso, sus hombros empezaban a verse afectados y su cintura no escapaba al horrible sentimiento. Recordó haber querido morir, haber querido recibir una flecha o una lanza en su corazón y terminar con su vida de una vez por todas. No entendía el camino tomado por su vida, no cabía en su cabeza la razón para haberse hecho merecedora a tanto sufrimiento, no entendía las razones de proceder de aquellos crueles hombres, no entendía la razón de la existencia de aquel infierno. Minutos después, sin tener idea de cuantos habrían pasado, ya no sentía sus manos, era poca la circulación llegando hasta ellas, hombros y brazos le lastimaban fuertemente y gastaba su poca energía tratando de apoyar las plantas de sus pies contra el madero para de esta manera lograr mandar su cuerpo hacia adelante y lograr algo de descanso, así fuese por pocos segundos, en sus extenuados brazos. No supo el momento, gracias a su estado de seminconsciencia, en el cual la bajaron de la cruz; solo recordaba haber escuchado las siguientes palabras de uno de los capataces: .

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