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5. FIERECITA

—Pues lo siento si no soy tan leída para sonar interesante. El trabajo en la hacienda me consume, a veces más de lo que quisiera.

Ian se echó para atrás en su silla. Luego se acercó a su teclado.

—Tranquila fierecita. No lo dije para molestarte —escribió hábilmente. Carolina resopló. —. Discúlpame.

La chica se arrepintió de su arranque, así no lo conseguiría para Magui.

—Perdón...

—Mejor dime a qué hora te levantas. Aunque veo que te duermes tarde.

—En realidad, no. Por ahora estoy muerta de aburrimiento. Me levanto a las cinco de la mañana todos los días, cuando no estoy accidentada como ahora.

—¿Qué te pasó?

—Me lastimé un tobillo... —escribió y se arrepintió al instante.

—¿Te fracturaste?

—No, solo un pequeño accidente... por los tacones, ya sabes.

—¿Y estás en cama?

—Para mi desgracia, sí.

—Eres una chica activa.

—Mucho.

—Yo tampoco puedo quedarme quieto mucho tiempo.

—Te gusta el peligro ¿verdad? No lo digo sólo por tu profesión, sino por ti.

—Se puede tener una profesión sin que se ligue a tu esencia.

—No. Es como... mi amiga Carolina... —escribió insegura.

—¿Quien es ella?

—Es mi capataz.

—¿Una mujer dirige tu hacienda? —inquirió sorprendido.

—Así es —dijo orgullosa—. ¿Te sorprende?

—Si, porque es un trabajo entre hombres y rudo.

—Ella los sabe manejar muy bien.

—Es mayor que tú me imagino.

—No. Carolina tiene veinticuatro años.

—¡Veinticuatro! —exclamó asombrado—. Es muy joven.

—Joven y nada femenina.

—Debe ser muy fea para realizar un trabajo tan poco común.

Carolina apretó los labios. Eso le molestó.

—Si, ella está consciente de sus defectos, por éso no le gustan los hombres.

—¿Qué dices? ¿Es lesbiana? Eso explica su pasión por ese trabajo. Bueno, no hay que generalizar.

—Aún no sabe si le gustan tanto las mujeres, es solo que hace tiempo tuvo un novio y el la decepcionó.

—Qué inmadura.

—¡No la conoces! —replicó enfadada.

—Es que nadie puede decir que es gay solo por una decepción amorosa. Es tonto creerlo.

—Pues ella lo piensa.

—¿Tantos hombres la han decepcionado?

—No... sólo uno.

—Niña inmadura.

Miró la cruz roja en la esquina superior de la página. Con dificultad llegó hasta allí con el mouse. Dió click muy enojada y así le dijo adiós a Ian Armstrong.

—¡Es una inmadura! ¡Tan inmadura como su amiga! —replicó Ian, indignado, en la oficina de Jorge, días después.

—Así que te dejó colgado.

—¿Puedes creerlo?

—¿Al menos era bonita?

—No lo sé, entraba y salía con tal prisa que me distraía y cuando la contacté ya no había foto suya.

—Algo debiste ver.

—No, no la ví porque estaba con otra chica, a la que por cierto no despedí por chatear con ella. Qué mal me vi.

—Buena técnica la suya para atraerte.

—Dijo que no sabía manejar la computadora.

Jorge se rió.

—Magui, Magui, tan salvaje.

—Salvaje e ignorante —lo corrigió.

—Pero, ¿fué con la que más hablaste?

—Sí, creí que habíamos hecho click —musito irónico.

—Hasta que agrediste a su capataz.

—Sospecho que se inspiró en ella para crear ese correo, Wildcat.

—¿Gatita salvaje? —dijo burlón —. Miau...

—Sabe que me encantan los felinos, supongo.

—Y no le falló.

—No soy tonto. No volveré a caer.

—Te viste como un tierno gatito persiguiendo una lucecita —se rió sin control.

Ian terminó por aceptar que así fué.

Magui frunció el ceño cuando entró al messenger de Carolina.

—¿Qué has estado haciendo, Carolina?¿Quién es Ian Armstrong? —comenzó a revisar la conversación y se quedó boquiabierta—. ¿Qué pretendes?

La plática empezó bien y poco a poco empezó a subir de tono. No tuvo que seguir leyendo para saber que terminó mal. Carolina no era precisamente una criatura paciente.

Se sintió intrigada por el tipo. Descubrió que se trataba del mismo hombre que veía en televisión, el zoólogo.

Encontró la entrevista donde Jorge invitaba a las mujeres a tratar de ganarse su atención y sonrió.

—Vaya, vaya... —musitó viendo al hombre—. No está nada mal. —sonrió—. ¿Qué pretendes?

¿Por qué entró a la convocatoria con una falsa identidad? Obvio era que lo admiraba, porque no creía que estuviera enamorada.

Era una pena, un hombre asi no se fijaría en una chica analfabeta como ella. Su querida Carolina era completamente fuera de lo común. En todo sentido, demasiado sencilla y sin una pizca de femineidad.

Bajó la mirada cuando la visitó al mediodía siguiente. Sonrió con ternura. No era culpable de ser ordinaria.

—¿No vas a comer? —preguntó Carolina sacando una pierna de pollo con los dedos para llevárselo a la boca.

—Sí, luce delicioso —respondió tomando la cuchara.

—Gracias, al fin alguien reconoce mis habilidades culinarias —dijo Hortensia sentándose con ellas—. Para ésta señorita, da lo mismo que le sirvan una comida gourmet, que unas tortillas con chile.

Carolina pasó el bocado.

—Es comida ¿no? Y toda nos quita el hambre.

—Pues si, pero he visto monos más educados a la hora de comer —la reprendió sin éxito—. No comen con las manos como salvajes.

—Hortensia tiene razón.

Carolina las ignoró.

—Que seamos gente de campo, no quiere decir que no tengamos modales.

—De nuevo tienes razón.

Carolina soltó el hueso completamente limpio con descuido. Un eructo salió de su boca y las dos chicas la miraron horrorizadas.

—¡Qué cochinadas haces! —señaló la adolescente.

—Perdón, peor sería que me lo aguantara. Además, toda mi vida he comido así.

—Toda tu vida has comido con los trabajadores y entre ellos son unos cavernícolas.

—Esos cabrones que no me han visitado...

—Les prohibí que vinieran —respondió Magui.

—¿Por qué?

—Si te vienen con problemas, de seguro querrás salir corriendo a resolverlos y no te cuidarás.

—Y con el tiempo, esa pata de perro que tienes te va a dar lata —agregó Hortensia.

—Con razón no los he visto... —murmuró Carolina.

—Pero no nos desviemos del tema —continuó Magui—. Estoy de acuerdo con Hortensia. Eres una mujer y debes cuidar tus modales.

—Y sus aromas... —musitó la chiquilla.

—No apesto —se defendió. Levantó un brazo y se olió—. Ninguno de ellos se ha quejado.

—¡Porque huelen peor que tú! —exclamo Hortensia.

Magui se empezó a reír. Carolina iba a replicar, mas la contadora se le adelantó.

—No te enfades, no lo decimos para molestarte.

—Tengo veinticuatro años siendo así, ¿ustedes creen que voy a cambiar?

—Cuando eras niña tu mamá...

—No la menciones, esa señora me abandonó con mi viejo y jamás volvió para saber si estábamos vivos

La miraron sufrir aún por la ausencia de su madre. Era evidente que siempre la extrañó.

—Don Fidel la visita diario —dijo Hortensia cambiando la conversación.

—¿El viejito cara de vagabundo?

—Si, ese mismo. Era maestro hace como mil años —explicó la jovencita.

—¿Y de qué platicas con ese hombre?

Carolina seguía comiendo, ignorándolas, o al menos éso intentaba.

—Don Fidel es bien inteligente ¿de qué habla con una burra como tú? —la provocó Hortensia.

Carolina sorbió el caldo de su cuchara, molestándolas a propósito.

—De veras Carolina ¿de qué hablas con ese señor? —insistió Magui.

Se relamió la barbilla y dejó la cuchara. Las miró satisfecha. Se recargó en la silla y se tocó la barriga.

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